Darío venía de la finalización de una fiesta costumbrista en alguna casa cercana. Estaba totalmente borracho, a más de tres mil kilómetros de su hogar, solo y sin ningún céntimo en los bolsillos.
Había sido su opción, no tenía el dinero para hacer ese viaje a Chiloé, nadie lo acompañaría tampoco, pero había estado todo el año planeando la travesía, soñando con el lugar, juntando la plata suficiente —una enfermedad de su madre lo había dejado sin esos ahorros—, y no había obstáculo posible que pudiera impedir el logro de su objetivo. La gran isla de Chiloé era su meta; un lugar mitológico, un santuario para tipos como él, amantes de la magia negra, del heavy metal más místico y pesado, fanáticos de Lovecraft, Machen y Hoffmann, seguidores de dioses nórdicos, devoradores de historias fantásticas y del infierno y del más allá. Un crédulo con alma aventurera.
Tomó algunas de sus cosas, las más necesarias, las metió en una mochila y enfiló hacia la carretera, y por ella, a base de conductores voluntariosos llegó a los cuatro días a Chiloé; tierra de supersticiones y tradiciones fabulosas.
Ahora, en ese preciso momento, sumergido en la infinita noche, estaba en la misma carretera —separada apenas por un par de kilómetros de mar del continente—, apenas mantenido en pie a consecuencia de la borrachera, con su mochila cargada a los hombros y una lluvia torrencial cayéndole encima. Caminaba torpemente, arrastrando sus pies en dirección al norte, hacia el albergue donde estaba alojado en Ancud. De cuando en cuando se detenía y miraba hacia atrás buscando algún vehículo que pudiera llevarlo. A través de sus anteojos, traslúcidos por las gotas de agua, veía muy poco, pero le bastaba para descubrir que en la oscuridad que reinaba a sus espaldas no había nada. Durante una hora no había visto ni siquiera una miserable carreta en esa torrencial soledad.
Había estado en la cabaña de unos lugareños rematando la fiesta, el hogar de unos auténticos chilotes, personas hospitalarias y conversadoras como sólo las hay en las localidades rurales, y entre un trago y otro de fuerte "licor de oro" le relataron misteriosas y fantásticas historias de la isla, justo lo que Darío quería oír. El Caleuche, el Trauco, la Pincolla, seres y leyendas mitológicas que lo deslumbraban, que desde niño lo atraían como un imán. "Amigo, aquí nunca hay que andar solo en la noche" le decían los borrachos campesinos, "suceden cosas, se aparece el diablo botando azufre y fuego por el hocico, se cruzan perros y niños con colmillos y ojos rojos, espíritus de mujeres que se vengan de los caminantes solitarios, y brujas come hombres". Pero cada advertencia para Darío fue como un desafío, una invitación a lo desconocido y fascinante.
Mientras caminaba por la orilla de la carretera miraba hacia sus costados. La lluvia producía un ruido extraño sobre el bosque de pinos altos y de matorrales espesos, ruidos en la negrura que lo confundían y le recordaban las historias que los campesinos le habían relatado. Pero él no se amilanaba, al contrario, muy dentro de él se propiciaba el deseo de que ocurriera un contacto con lo desconocido; ésa era la razón por la que estaba en Chiloé. No obstante, anhelaba con fervor que algún vehículo pudiera llevarlo, el frío ya calaba sus huesos, y sus manos congeladas no podía meterlas en los bolsillos del pantalón por el temor a caerse al suelo sin lograr sacarlas de ahí a tiempo. Su estado etílico era lamentable, y ni el chapuzón al que lo sometía la lluvia era capaz de despertarlo de su despreocupado letargo.
Caminaba zigzagueando por la vera de la vía guiado por las marcas blancas en el piso, de lo contrario hubiera podido caminar en mitad de la carretera sin darse cuenta por la ceguera de su miopía, acrecentada notoriamente por los estragos del alcohol y sus anteojos cubiertos de agua. Percibía movimientos vagos en dirección a los árboles, movimientos de algo que se ocultaba de repente asociado a ruidos de ramas crujiendo, Darío no miraba de lleno, lo hacía de reojo, como aparentando no interesarle el asunto, o quizás, no notarlo.
No veía nada concreto. Todo en su visión era un borrón oscuro, un panorama abstracto. La carretera hacia delante apenas era una gruesa línea negra que se perdía en el horizonte de una pendiente, una pendiente que por poco tocaba las grises y densas nubes que cubrían todo el cielo, y por donde los rayos moribundos de la luna atravesaban penosamente. Adelante no se veían casas, máquinas, personas ni animales, y hacia atrás indudablemente no los había. Darío estaba solo en ese paraje gótico, húmedo y bullicioso. Sospechaba que las sombras en movimiento que advertía eran ilusiones por efecto del alcohol y de su fértil imaginación, pero no lograba sacarse de la cabeza esas inquietantes y absorbentes cavilaciones fantasmales que lo iban consumiendo poco a poco.
Los ruidos eran de algo grande, tan grande que se podían escuchar a pesar del sonido escandaloso del aguacero. Darío estaba asustado; se sentía observado. Alguien o algo lo seguía y eso le producía un temor escalofriante. Sus miradas hacia atrás buscando en la carretera una luz salvadora se hicieron más regulares, más constantes, inquietas. Lo que no logró la lluvia lo estaba logrando el miedo, su cuerpo y su mente lentamente se iban desintoxicando, llevándolo a la triste lucidez.
Hubo un ruido sobrecogedor, y el susto que estuvo a punto de matarlo de la impresión lo sintió como a la misma muerte susurrando su nombre al oído. Fue un trueno fulminante que estalló muy cerca de él, y después vinieron otros, cada trueno lo desarmaba más, cada trueno aumentaba sus ganas de orinar, sus latidos del corazón, las inspiraciones y exhalaciones de sus pulmones, y aceleraba sus pasos trémulos sobre el pavimento. La luz de los relámpagos lo hacía ver imágenes tenebrosas a sus costados, formas que se movían y se escondían en un segundo, sombras de entes de otro mundo. Se apuró y miró una vez más hacia atrás, su alegría fue deslumbrante, había una luz muy cercana, dos faros en el tempestuoso mar de penumbras. Un vehículo se acercaba como un sereno buque a rescatar al náufrago…
Darío se detuvo a esperarlo, sus pupilas clavadas en los faroles de ese auto lo tranquilizaron, lo esperó con impaciencia, percutiendo una tonada nerviosa con su pie derecho en el charco de agua bajo sus zapatos. Pero la balsa salvadora no llegaba, se acercaba sí, pero no llegaba, parecía detenida, parecía interminable el trayecto que los distanciaba, en su imaginación le daba la impresión de una embarcación a la deriva en una tempestad perfecta.
Una desesperación ingobernable fue haciendo víctima a sus funciones, se acomodaba el pelo con violencia, se rascaba la cara y el cuerpo sin parar, zapateaba el piso como un loco, la intolerancia lo devoraba, un arrebato de ira lo hacía su esclavo. Y de improviso, un ruido a sus espaldas de unas rápidas pisadas furiosas sobre la hierba lo hicieron estallar. Era como el sonido de un león agazapado lanzándose sobre la presa; Darío dio un alarido potente y lastimero, y salió corriendo en busca de los luceros del auto que venía hacia él. Corrió apenas unas decenas de metros, las luces estaban realmente próximas. Era un automóvil grande y antiguo, de un color muy oscuro. Le hizo señas y el coche que venía muy lentamente se detuvo a su lado. ¡Ya estaba salvado!
Hizo un intento sobrehumano para controlar sus nervios y calmar el impetuoso torrente que pujaba por sus venas, no valía la pena contar lo que había sucedido, era muy posible que no le creyeran y se expondría al ridículo gratuitamente, de cualquier manera ya estaba a resguardo. Se acercó a la ventanilla totalmente opacada por las gotas de lluvia, apenas abierta un centímetro, y habló hacia el interior con su timbre levemente agudizado.
—Bubue… nas noches…, vo… voy a Ancud. ¿Me llevaría?
Se escucharon unas risas burlonas y roncas; una voz muy fuerte contestó:
—Súbase.
Darío abrió la puerta y se sentó en el asiento delantero, cerró la puerta de inmediato y el auto lentamente retomó su marcha. Se sacó los lentes y secándolos con sus ropas mojadas los guardó en un bolsillo de su chaqueta mientras le decía al conductor:
—He estado casi dos horas caminando y no pasó ningún auto, me estaba muriendo de frío… Gracias por llevarme— y miró hacia su potencial interlocutor esperando recibir una respuesta.
Darío no podían creerlo, su pesadilla continuaba, estaba en manos de los designios del infierno, el mismo Satanás jugaba con su vida. No había conductor, no había nadie, el vehículo se gobernaba por sí solo. Por un acto reflejo intentó abrir la puerta para arrojarse, pero ésta no cedió, su espanto lo obligó a levantarse de su asiento y pegar su espalda a la puerta como un gato engrifado, miraba hacia el espacio vacío del chofer con sus ojos reventándose de la impresión, trataba de entender qué pasaba, pero no había explicación alguna, el auto lo conducía sin dudas un ser inmaterial invisible a su vista, un espíritu del reino de las tinieblas, era un auto fantasma así como el Caleuche es un barco con una tripulación de espectros.
Pero su horror no terminó ahí, en un momento, una mano asomándose por la ventanilla del vehículo tomó el volante entre las profundas carcajadas macabras de una voz de ultratumba, la mano pálida como la de un muerto, de dedos larguísimos, huesuda, la mano de un cadáver putrefacto, guió el volante. Darío en un estado de completo pánico se orinó en los pantalones, sentía deseos de gritar, pero la voz no le salía, estaba mudo del terror.
La mano después desapareció. Darío no podía moverse, estaba paralizado en absoluto, su respiración era como la de un indefenso conejo que cae en la cruel trampa de metal de un infame cazador. Ya con la horrible visión fuera de su vista intentó mirar por el parabrisas hacia donde lo llevaban, por muy siniestro que fuera su destino él necesitaba saberlo. Se colocó los lentes nuevamente, pero nada se veía por la lluvia. Después de unos instantes de nerviosa observación notó la blanca barrera de contención de una curva, y determinó que aún estaba en la carretera, eso lo serenó unos instantes, sólo hasta que la mano volvió a hacer su horripilante aparición sumiendo a Darío en la desesperación más dolorosa que había vivido en sus veintitrés años de existencia. Su vejiga volvió a funcionar desconsoladamente mojando sus ropas de un calor desagradable. Mientras la extremidad de ultratumba estuvo presente, Darío no movió un músculo y aguantó su respiración con la intención de no llamar la atención del espíritu maligno.
Cuando ésta se hubo retirado, limpiando la nubosidad del vidrio con su manga, trató de mirar por el parabrisas de nuevo, y una luz de esperanza alumbró su alma: al costado derecho de la carretera divisó la preciosa lumbre de una posada… ¡Claro!, la posada la conocía, la había visto al pasar en la mañana. Ésa era su única salida, ésa era su última alternativa de vivir; su salvación estaba en ese restorán caminero.
Intentó una vez más abrir la puerta sin resultados, forzó la manilla sin moverla un milímetro, estaba muy nervioso, sus manos temblaban incapacitando sus movimientos, la excitación hacía estragos en sus pensamientos y en sus inestables reflejos, tenía que salir del vehículo ¡ahora! o moriría ahí mismo. La puerta no tenía el seguro donde él lo buscaba, la tanteó por el costado con sus dedos, buscándolo, la cubierta de cuero era gélida, de una temperatura ártica.
Para desgracia de Darío, la cadavérica mano hizo otra grotesca aparición y esta vez, después de mover el volante, se abalanzó con sus abiertos dedos esqueléticos sobre él justo en el preciso momento en que la puerta cedía. Darío cayó al pavimento golpeándose fuertemente la cabeza y espalda, y dando un grito desgarrador, un alarido que congeló la noche, rodó por una pequeña pendiente sobre la hierba mojada; empapado se levantó y emprendió la huida despavorido, cayendo varias veces al piso entre las burlescas carcajadas de los espíritus, deslizándose en forma patética sobre el agua acumulada, y levantándose nuevamente sin mirar atrás, gateando a veces, arrastrándose también, vomitó todo el excelente almuerzo antes de entrar corriendo y gritando a la posada.
Los pocos parroquianos en el lugar se quedaron pálidos y rígidos pegados a sus sillas, espantados por el alboroto. Darío, en el centro de la estancia de piso de madera, chillaba frases ininteligibles llorando de terror; un hilillo de sangre se confundía con el agua que mojaba su rostro. El dueño del lugar se acercó y trató de tranquilizarlo, cosa que logró después de dos colmados vasos de pisco puro.
A los minutos, ya más sereno, sentado en una silla alta junto al mesón de atención, rodeado de todos los presentes, que en total sumaban doce personas, Darío contó su escalofriante experiencia.
Al terminar, ellos dudaron; algunos lo dieron por loco y los otros le creyeron a medias, aunque más por el estado de alteración que tenía que por la historia en sí, ya que era desconocida para ellos una manifestación espectral de ese tipo. Nadie había escuchado de un auto fantasma rondando por esos lares, era algo demasiado moderno para pertenecer a Chiloé.
Los doce jueces discutían al respecto, juzgando el relato de acuerdo a sus apreciaciones y experiencias personales, mientras Darío bebía —por cuenta de la casa— un vaso tras otro.
En un momento se abrió la puerta de la posada con un fuerte y seco ruido, apagando las voces de los que debatían de golpe y dejando apenas un incómodo campanilleo en el aire. Las miradas se fijaron en la entrada por donde ingresaron dos forasteros vestidos con impermeables negros. Venían mojados por la lluvia, eran muy altos, se veían cansados y sus rostros severos. Acercándose al mesón, atravesando como levitando el completo silencio de ese espacio asfixiante, el más alto, delgado y pálido, mirando fijamente a Darío, le dijo a su acompañante con una voz ronca y fuerte, como pretendiendo que los presentes escucharan cada palabra:
—¡Mira!, ahí está el imbécil que se subió al auto cuando lo estábamos empujando.
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