BIOGRAFÍA de la autora
Me llamo Conchita Manglano
Thovar. Nací en Madrid en 1980. Tengo dos hermanas mayores que yo y dos
sobrinas a las que adoro. Hasta los 18 años, estudié en el colegio de Las
Teresianas. Al acabar me decidí por la rama sanitaria. Soy Titulada Superior en
Documentación Sanitaria y Diplomada Universitaria en Enfermería por la
universidad San Pablo Ceu de Madrid. Esta profesión me ha dado y me sigue dando
muchas satisfacciones personales y profesionales. Actualmente trabajo como
enfermera, ocupando todo mi tiempo libre en lo que podría definir como mi
verdadera vocación: imaginar.
Mi relación
con la lectura viene desde bien pequeña, cuando veía a mi padre leyendo o escribiendo
algún artículo para revistas de Arqueología, mientras mi madre cuidaba de
nosotras. He tenido la suerte de vivir en una casa en la que los libros se
agolpaban en las estanterías. Por mi profesión he conseguido sacar más de una
sonrisa en las plantas de hospital, contando alguna historia improvisada. Pero
nunca, hasta ahora, me he atrevido a contarlo sobre un papel. Y es aquí cuando
surge “La casa de las dos vidas”.
No estoy
directamente vinculada al mundo literario, sin embargo mi vida sí. He
construido mi novela con la suma de mi imaginación, mis experiencias reales,
mis sueños… pero también con algo de cada libro que ha pasado por mis manos.
SINOPSIS de: La casa de las dos vidas
Después de perderlo todo a pocas semanas de su boda, Clara se ve obligada a dejar Madrid buscando una nueva vida, un nuevo camino. Necesita reconstruirse como persona, deshacerse de todo el daño que le han hecho.
El destino la lleva hasta Alexmont, un pequeño pueblo de Canadá donde tendrá que comenzar desde cero. Nuevos amigos, nuevo trabajo, nueva casa: “La casa Turquesa”. Hay algo en ella que la rinde misteriosa a los ojos de sus vecinos, excepto a los ojos de Clara que siente una relación especial, casi mágica, con sus habitaciones, sus paredes, su jardín…
Aprenderá el verdadero significado de amabilidad, protección, amistad, familia, amor… Descubrirá que cuenta con una compañía peculiar y que Alexmont esconde un secreto en el que se verá involucrada. Comprobará que la aparente tranquilidad del pueblo no es real.
¿Es ella la que elige su nueva vida? ¿O es La Casa Turquesa la que la elige a ella?
Las diez primeras páginas del libro:
Las
cortinas raídas del salón ondeaban a su paso, fantasmales. Las escaleras de
madera carcomida chirriaban al mínimo contacto con él. Las antiguas fotos
colocadas en los muebles deteriorados, por el paso del tiempo y la dejadez, le
miraban con dulzura y compasión. Con la dulzura con la que se mira a un ser
querido y con la compasión que se siente ante un alma que no puede descansar.
Su llanto se confundía con el viento que se colaba por las
ventanas despojadas de sus cristales. Un llanto amargo, impotente, un alarido
de dolor que sonaba en cualquier rincón de la casa e impregnaba cada silencio.
Cada día recordaba la alegría y la plenitud de su antigua
existencia, no tan lejana, pero también la desgracia que le desgarraba por
dentro. Y dejaba la tranquilidad y la satisfacción para aquellos que ya lo
habían dejado todo hecho; y cuya única misión era el descanso eterno.
1
La gente avanzaba por los pasillos arrastrando sus pesadas
maletas. Algunos corrían, nerviosos por llegar tarde; otros paseaban, con la
tranquilidad de saber que les sobraba el tiempo. Hablaban entre ellos, leían
libros, ojeaban revistas esperando su momento. Las pantallas anunciaban las
salidas programadas para los próximos minutos. Un hervidero de gente, se
congregaba frente a ellas, para confirmar que sus vuelos ya tenían puerta de
embarque adjudicada.
Eran las
ocho de la mañana de un martes del mes de septiembre. El aeropuerto, a pesar de
ser una hora tan temprana, llenaba sus terminales de viajeros nerviosos por
coger sus respectivos vuelos; además del personal que entraba en el primer
turno del día.
El cielo se
encontraba totalmente despejado y se adivinaba un día caluroso, al contrario
que el día anterior. El verano intentaba alargarse más de lo habitual. Y con
él, las vacaciones de muchos trabajadores, que aprovechaban las ofertas de
último minuto para irse a algún lugar lejano a descansar y desconectar de la
rutina.
Clara se
encontraba de pie frente a una de las pantallas. Impávida, pétrea, helada. En
su rostro se reflejaba el dolor sufrido un día antes. Incluso ahora por sus
mejillas se escapaban algunas lágrimas descontroladas. Ya no sentía odio, ni
tristeza, ni rabia. Ya no se compadecía de sí misma. Es extraño cómo la mente
ayuda a reconstruir todo lo que en unos segundos se ha desmoronado. Cómo es
capaz de rehacer un sentimiento de esperanza desde los escombros. Su corazón
que ayer latía por pura fisiología, hoy late por una pequeña ilusión nueva en
su camino. El cual la persona que más quería se empeñó en destruir.
Un niño a
su lado, aferrado a la mano de su madre, miraba con curiosidad.
-Mami
–tiraba de su brazo sin dejar de mirar-, esa chica está llorando.
La madre se
agachó a una altura prudencial para que su hijo la pudiera escuchar bien. Con
la cara algo más colorada de lo normal, por la vergüenza, le susurró:
-Cariño, no
hay que mirar a las personas. Es de muy mala educación.
-Pero está
triste –dijo con vocecita compungida- ¿Le habrá pasado lo mismo que a mí?
-Seguro
cielo. –Intentó zanjar el tema discretamente pero Clara miraba.
-Es muy
duro salir de viaje y dejarte el osito en casa, no se viaja igual. –El pequeño
movía la cabeza de un lado a otro y murmuraba para sí.
Clara se
quedó mirando al niño que en ese momento se cruzó con sus ojos y sonrió. Una
sonrisa de comprensión que nadie le había sabido dar. Despertó de su trance y
buscó su vuelo en la pantalla: París, Roma, Londres, Frankfurt. Siguió la fila
que marcaba su destino para comprobar el número y la hora: Frankfurt, Vuelo
6901, compañía Spanair, salida a las 9:05, llegada prevista a las 11:45; puerta
de embarque B35. Después de leer todos los datos, echó un vistazo a su billete.
Lo llevaba sujeto en la mano derecha con fuerza. Con la fuerza con la que se
agarra uno a algo, cuando ese algo es lo único que te queda para salir
adelante. Confirmó que los datos coincidían con los de la pantalla. Guardó cuidadosamente
el billete en el bolso y avanzó despacio hacia el control policial.
No tuvo que
esperar mucha cola. Le pidieron que se despojara de las pocas cosas que
permitían subir al avión. Tan solo llevaba su bolso. Había facturado la maleta
minutos antes en el mostrador. Una maleta en la que había cabido, sin
problemas, todo lo que deseaba conservar de su pasado. Y sonrió al recordar que
todavía sobraba espacio en ella.
Una vez
pasada la barrera recogió sus cosas de la bandeja metálica en la que las había
depositado y buscó su puerta de embarque. A poca distancia de donde se
encontraba se topó con ella. Esa puerta era el camino hacia su nueva vida. Una
vida que desconocía pero que ansiaba como nunca había deseado nada. No con
alegría, más bien con resignación y necesidad.
Se sentó en
uno de los sillones de la sala de espera, común a cuatro puertas de embarque.
Miró a su alrededor. La gente esperaba impaciente a que abriesen las puertas.
Familias enteras con sus hijos, ilusionados; gente, que como ella, por negocios
o por placer, viajaban solos. Distaba mucho de la razón por la que ella debía
hacerlo. Parejas que miraban sus guías turísticas mientras se hacían gestos de
complicidad. Esto le recordó a un tiempo pasado, en el que ella también había
volado en más de una ocasión acompañada. Se quedó pensando, con la mirada
perdida en la ventana que daba a la pista, evocando aquel tiempo no muy lejano.
2
Un día antes.
Los ordenadores de la oficina
trabajaban sin descanso en la cuarta planta de un edificio situado en la plaza
de Colón. Los empleados corrían de una mesa a otra consultando y comentando
detalles de última hora con los compañeros. Había mucho movimiento. La pequeña
empresa de arquitectos que había surgido de la nada, ahora ocupaba una posición
privilegiada entre las más influyentes de Madrid. Creada por dos socios muy
jóvenes pero muy experimentados; su profesionalidad había corrido de boca en
boca por los círculos más importantes de la capital. Esto les había dado la
popularidad de la que ahora presumían.
Martín era
uno de los socios fundadores de la empresa. Un chico de 34 años, casado y con
un hijo. A su lado, Pedro, el otro cincuenta por ciento. Atractivo hasta el
infinito, elegante y educado. Con 30 años había logrado su sueño. Ambos, muy ambiciosos,
habían conseguido posicionar su empresa entre las mejor consideradas. Todo a
base de trabajo y esfuerzo que aún hoy, seguían empleando como estrategia de
éxito. Ninguno de los dos había cambiado su forma de ver la vida. Habían
aumentado el dinero de su cuenta corriente en varios ceros a la derecha; y
habían pasado de un pisito de cuarenta metros cuadrados, en el que apenas cabía
un sofá, a una casa en una de las mejores urbanizaciones de Madrid. Se
enorgullecían de ser los mismos chicos que comenzaron con un par de folios en
blanco y unos lápices.
Clara
trabajaba para ellos desde hace tres años cuando acabó la carrera de Bellas
Artes. Los mismos tres años que llevaba saliendo con Pedro. Cuando entró en la
empresa surgió el amor a primera vista. Desde entonces no se habían separado.
Trabajaban juntos, comían juntos, tomaban el café de media mañana juntos.
Algunos pensaban que eran demasiado empalagosos. A ellos les faltaba tiempo
durante el día para dedicarse el uno al otro. Ella era una “belleza española”,
como le solía llamar Martín. De estatura media, esbelta pero con una figura
bien formada; un cabello negro, abundante y ondulado; unos ojos negros
almendrados y una mirada intensa.
Junto a
ella, su mejor amiga de la facultad, María. Entraron las dos juntas y allí
seguían, se sentían como hermanas. El lugar de trabajo lo habían convertido en
un sitio agradable y cómodo. María era la antítesis de Clara: más bien baja,
rellenita y de pelo castaño. Sin ningún rasgo a destacar.
Clara era hija única. Sus padres murieron cuando ella era
tan solo una niña, en un accidente de coche en Asturias. De ella se hizo cargo
la hermana de su padre que murió cuando ella todavía cursaba sus estudios. Se
crió en Galicia, hasta que tuvo la edad suficiente para irse a Madrid a
estudiar la carrera; y allí se quedó a trabajar. Ahora había hecho de Madrid,
su ciudad.
María era
la única persona que sabía todo sobre Clara: inquietudes, alegrías,
preocupaciones… absolutamente todo. La confianza de la una en la otra era plena.
Incluso Pedro desconocía algunos aspectos de la vida de su novia que María sí
conocía.
Faltaban
dos meses para su boda. Clara había estado algo nerviosa por los preparativos y
por lo que conllevaba el evento. Había ahorrado durante toda su vida laboral
(aunque no fuese mucha) para ese momento; y junto con lo que había heredado de
sus padres, le había quedado una gran cantidad para invertirla en la boda.
Pedro y ella discutían mucho sobre este tema. Él no entendía por qué debía
gastar todos sus ahorros, cuando él podía la pagar holgadamente y quería
hacerlo. Pero ella se mostraba tajante.
Aquel día
llovía sin parar. Erra la típica tormenta de verano. Las gotas de agua
golpeaban los cristales con una fuerza feroz. Clara se hacía oir:
-No sé si
las invitaciones hacerlas en oro o plata ¿tú que opinas? –desplazó la mirada de
la pantalla del ordenador a su amiga.
Ésta miraba a lo lejos, sumida en un mundo muy lejano al que
le hablaba Clara.
-¡María! –Llamó su atención-. ¿Qué te pasa? llevas unos días
rarísima.
-Perdona, estaba pensando en otra cosa. ¿Qué has dicho?
-Las invitaciones –utilizó un tono de resignación algo más
exagerado de lo normal para que María se diese cuenta de que su despiste no le
había gustado- ¿en oro o plata?
-Plata está bien –mordisqueaba su lápiz nerviosa.
-¿Por qué? –quiso saber Clara.
-¿Y por qué no? –fue la única contestación que obtuvo.
Clara retornó a la pantalla de su ordenador extrañada. Algo
le pasaba a María que no le quería decir. Conocía bien a su amiga y sabía que
era mejor no insistir. Ya se lo contaría cuando fuera preciso.
-Voy al baño –María se levantó.
La siguió con la mirada y justo cuando pasaba por delante
del despacho de Pedro, éste salió y saludó a Clara con un gesto de la mano.
Pedro tenía mala cara, llevaba varios meses trabajando a destajo en un nuevo
proyecto muy importante, según le explicó él. Últimamente no tenía tiempo ni de
mirar los preparativos de la boda. Pero eso a Clara no le importaba, sabía lo
mucho que le había costado llegar hasta donde él estaba y no pensaba echar en
cara que trabajase mucho o que no ayudase a elegir el color de la mantelería. No
sería justo.
Continuó trabajando. Pasado un buen rato, como María no
aparecía, miró hacia los servicios. Reparó en que había alguien con Pedro. Era
ella. Siempre le consultaba cualquier cosa de trabajo, quería que todo
estuviera correcto y al gusto de “los jefes”. Era perfeccionista y una gran
trabajadora. Cogió su pluma y comenzó a dibujar unos trazos sobre una cartulina
blanca. Estaba tan concentrada en su trabajo que le costó darse cuenta que el
teléfono que sonaba era el suyo.
-Clara –descolgó sin desviar la mirada del papel.
-Clara, soy Pedro. ¿Puedes venir a mi despacho un momento?
–su voz era cortante.
Habitualmente cuando Pedro le decía que se acercara a su
despacho, era porque quería tener un momento de intimidad con ella. A él no le
gustaban las muestras de afecto en el trabajo. Y aunque todo el mundo conocía
su relación con ella, no quería que nunca le echasen en cara a Clara que
trabajara allí por ser la novia del jefe.
Se levantó despacio de la mesa, todavía inclinada sobre el
papel, para terminar una recta que se había quedado incompleta. Dejó la pluma y
echó a andar hacía el despacho. Por el camino pudo ver que María y Pedro
discutían acaloradamente. No entendía que podía haber sucedido para que
estuvieran enzarzados de ese modo. Por lo general ellos se entendían a la
perfección.
Llamó a la puerta con los nudillos. Siempre era bien
recibida pero no dejaba de ser el despacho del jefe.
-Adelante –escuchó la voz de Pedro desde el interior.
-¿Me llamabas? –primero miró a Pedro que estaba de espaldas
a la puerta, mirando el ventanal que ocupaba toda la pared del fono de su
despacho; después miró a María. Estaba apoyada con las dos manos sobre la mesa
de Pedro, no tenía muy buen aspecto-. ¿Ha ocurrido algo?
-Siéntate, por favor. –Se dio la vuelta e hizo un gesto con
la mano para que tomase asiento frente a él.
Durante unos segundos, que a Clara le parecieron horas,
Pedro jugueteaba con la pluma que le habia regalado por su primer aniversario.
Le llevó más de un mes encontrar la pluma perfecta, lo recordaba muy bien, pero
al final resultó ser un regalo genial.
-Clara. No me voy a andar con rodeos. Primero porque sabes
que no es mi estilo y segundo porque creo que no te lo mereces.
Miraba extrañada la situación. No entendía qué podía ocurrir
que fuera tan horrible para que su novio y su mejor amiga estuvieran
observándola de esa manera.
-Tú dirás –dijo con aquella voz dulce que ponía siempre que
presentía algún problema.
-No puedo casarme contigo –escrutó los ojos de Clara-. Lo
siento.
Ella intentó comprender el significado de aquella frase en
tan solo un segundo. Pero le fue imposible, necesitaba algo más.
-No… no te entiendo, ¿qué quieres decir? –buscó ayuda en
María que se mantenía firme en su posición con los ojos vidriosos.
-No voy a casarme contigo, Clara. Lo siento de veras. No
puedo. No es justo seguir con esta farsa –angustiado, se aflojó un poco el nudo
de la corbata.
-¿Por qué? –en su mente empezaron a formarse multitud de
imágenes e ideas y ninguna tenía sentido por sí misma-. ¿Qué farsa? ¿Qué está
pasando?
Su respiración empezó a sonar mas fuerte en su pecho y su
corazón amenazaba con salir de un momento a otro hacia el exterior. Notaba cómo
las manos le temblaban sin control.
-No he sido sincero contigo –agachó la cabeza y se tocó la
nuca como hacía cuando estaba nervioso.
Clara se removía inquieta en su silla. No le decía nada
concreto y tampoco entendía por qué María tenía que escuchar esa conversación.
-María y yo… –se le ahogaron las palabras en la garganta-,
nos hemos estado viendo todo este tiempo.
-¿Viendo? ¿quieres decir qué…? –Se le cortó la voz.
-Sí. No me puedo casar contigo me he enamorado de ella.
–Sintió que se quitaba un peso de encima pero le venía el de la culpa.
-No… no puede ser. No… –negaba con la cabeza mientras los
ojos ahogados en lágrimas empezaban a escocerle-, no podéis hacerme esto.
-Lo siento Clara –María se sentía la peor persona del mundo.
Sin embargo ella no lo había decidido así.
-Surgió, simplemente surgió; no lo buscamos ninguno de los
dos. No queremos hacerte daño, te queremos demasiado. –Pedro se notaba
angustiado.
-¿Qué no queréis hacerme daño? ¿Qué me queréis? Tú –miró a
Pedro con dolor y desprecio-, que me pediste que me casara contigo porque era
la mujer de tu vida. Y tú –clavó sus ojos en los de “su amiga”- que siempre has
sido como una hermana para mí. Sois despreciables.
Se levantó despacio de la silla, sujetando con fuerza los
reposabrazos, clavando sus uñas en ellos. El mundo se le había venido abajo. Su
futuro marido se iba con su mejor amiga. Y allí estaban los dos, delante,
explicándoselo todo. Ahora entendía muchas cosas: las noches que él no llegaba
a casa porque tenía que trabajar hasta tarde; los fines de semana que su amiga
se iba fuera de Madrid coincidiendo con los viajes de negocios de Pedro; las
caras de los últimos días. No le salían palabras para describir lo que sentía
en ese momento. Tampoco quería darles el gusto de montarles un espectáculo. Se
giró hacia la puerta, dándoles la espalda, con los ojos anegados en lágrimas.
No dijo ni una palabra más.
-¡Espera! Yo… –María comenzó a hablar entre sollozos- lo
siento.
-No quiero volver a veros en mi vida –sentenció todo lo
serena que pudo.
Abandonó el despacho y se dirigió a su mesa con la cara
embarrada en el maquillaje. Sus ojos, siempre alegres y expresivos, ahora
estaban muertos. Se sentó en la silla, consciente de que algunos de sus
compañeros miraban indiscretos y especulaban entre ellos.
Debía irse cuanto antes, no podía seguir trabajando allí.
Cogió su bolso y su teléfono. Sacó de uno de los cajones una bolsa de plástico
para meter las cosas que quería llevarse del que hasta ahora había sido su
segundo hogar. Desplazó la mirada a lo largo de toda la mesa: papeles, dibujos,
bolígrafos, fotos los dos en vacaciones, fotos de María, una foto de sus
padres, una manzana para el almuerzo y una revista que hace algunos días le
había llegado por correo. Sujetó en las manos la foto de sus padres, la miró y
acarició sus rostros con las yemas de los dedos; la guardó en la bolsa y sin
darse cuenta tiró la revista al suelo. Ésta quedó abierta por la página 53.
Miró hacia el suelo por inercia y una foto llamó su atención: la de una ballena
enorme en un mar casi helado, una maravilla de la naturaleza. La recogió y leyó
el titular: “Avistamiento de ballenas en Tadoussac, provincia de Québec,
Canadá”. Sonrió amargamente. Se levantó y se fue sin despedirse.
¡Próximamente la autora tendrá una edición digital de su novela a la venta! Os mantendré informados.
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