Afortunadamente ya han pasado los primeros tiempos difíciles de la Berliner Philharmoniker desde su lejana fundación en 1882. Los aficionados actuales recuerdan un poco en nebulosa los nombres mítico s de Hans von Bülow y Arthur Nikisch, directores que llevaron a la orquesta a un sólido reconocimiento internacional. Posteriormente, fue Wilhelm Furtwángler, desde 1922 hasta su muerte ocurrida en 1954 (salvo el periodo de posguerra durante el cual compartió podio con Sergiu Celibidache, que dirigió más de 400 conciertos a los berlineses), quien elevó la calidad de la orquesta a cimas artísticas nunca alcanzadas por ningún otro director. Karajan vino después, y fue un director que mantuvo y llevó el nivel de la agrupación sinfónica a una cota de absoluta perfección técnica, logrando una fama internacional e incluso una popularidad impensable antes de él y que continúa en la actualidad gracias a los numerosos discos, películas, giras y apariciones en festivales que hicieron del marchamo Karajan-Berlín algo tan familiar al público como una estrella de rock.
Claudio Abbado le sucedió con dos proyectos fundamentales: democratizar la orquesta y renovar el repertorio, tratando también de erradicar el sonido "artificialmente bello" impuesto por su predecesor y sustituirlo por un timbre enteramente suyo, cosa que logró como se puede observar en los numerosos discos y vídeos que hoy están a disposición de cualquiera que desee comprobarlo. Pero el maestro italiano, "un hombre gentil, tímido y algo confuso, aparentemente sin ambiciones", como nos cuenta Norman Lebrecht en su Mito del maestro, tuvo que romper su luna de miel berlinesa obligado por una grave enfermedad (hoy afortunadamente superada) y dejando que la orquesta eligiese democráticamente entre los dos candidatos finales a sucederle: Daniel Barenboim y Simon Rattle.
Ganó el segundo, un inglés que pasó su aprendizaje en una ciudad de provincias de su país, hasta hacer que su orquesta alcanzase un nivel internacional. Despeinado e indómito, fue la figura más popular y famosa de su ciudad, Birmingham, y como nuevamente nos cuenta Lebrecht "su ciudad le construyó un auditorio que había prometido 70 años antes a Adrian Boult. Rattle obtuvo del municipio para su orquesta un millón de libras esterlinas anuales y otro tanto de los fondos estatales del Arts Council. El más mínimo temor a irritarlo bastaba para hacer abrir la bolsa del dinero público, cualquiera que fuese el partido político que tuviese la llave" (op. cit., p. 339). La elección de los berlineses fue la más acertada, aun contando con la evidente competencia de Barenboim. Desde su nombramiento en 2002, ya ha transcurrido tiempo suficiente para ver que la calidad técnica de la orquesta permanece intacta, su personalidad ha calado profundamente en sus músicos, y como su predecesor, añade frecuentes obras contemporáneas al repertorio tradicional. Se orienta asimismo hacia la música antigua, dirigiendo asiduamente Bach, Purcell o Rameau, compositores tenidos hasta hace bien poco casi como exclusividad de los conjuntos especializados de instrumentos históricos. Siempre como Abbado, adopta un tono familiar y didáctico con sus músicos, buscando una sonoridad transparente y, además del trabajo de precisión puesto en evidencia en los ensayos, no duda en recurrir a gestos claros e imágenes coloristas para transmitir su visión personal de la obra que está tocando en ese momento. Sir Simon parece ser hoy el director ideal para la Berliner Philharmoniker, ya que reúne en su persona algunos de los puntos fuertes que caracterizaron a sus predecesores. Como cuando estaba en Birmingham, ha llegado a un punto en que su identificación recíproca con la Berliner Philharmoniker es muy estrecha y eso facilita enormemente el trabajo, de tal forma que "muchas cosas fundamentales no tienen ni siquiera necesidad de ser expresadas", como dice el propio Rattle, aunque afirma también que "el secreto para ser un buen director es que tienes que saberlo todo mejor que la orquesta".
También está tratando de renovar el público de la Berliner Philharmoniker, más joven y dotado de una mentalidad más abierta, no solo fiel, sino dispuesto asimismo a la búsqueda. La orquesta sale a la calle y va a otras ciudades, toca en los barrios más diversos, en conciertos al aire libre para miles de personas (el popular Waldbühne berlinés) y seguramente la variedad de gente y de mentalidad se va acomodando a los nuevos tiempos, un público que obviamente poco o nada tiene que ver con el un punto remilgado de tiempos de Karajan y que a los espectadores de ahora les parece rancio y banal. Los gustos de Rattle son eclécticos y sin fronteras. Propaga el puntillismo de Webern con adecuada convicción, lo mismo que alguna de la ascética obra de Boulez, además de otras composiciones de Goehr, Henze, Holliger o Adams, lo cual no quiere decir que no eche toda la carne en el asador con sus apasionadas interpretaciones de Rachmaninov o Sibelius, o que ponga la mayor de las convicciones a sus vívidas y brillantes lecturas de Bernstein o Gershwin, de cuya ópera Porgy and Bess, por cierto, dijo en una entrevista de la BBC que "desde el punto de vista orquestal es más difícil que Wozzeck y desde el punto de vista emotivo tiene una fuerza sólo igualada por poquísimas obras de arte". Los críticos musicales de Berlín siguen exaltándolo como los británicos de sus tiempos de Birmingham, que siempre emitían veredictos asombrados. Quizá el más significativo sea el del recientemente desaparecido compositor Berthold Goldschmidt, un octogenario que dijo de él que era "el director probablemente más grande que he visto nunca". Dado que Goldschmidt había trabajado con Klemperer, Furtwangler, Szell y Erich Kleiber, su juicio merecía ser tomado en seria consideración. Ciertamente, Rattle no es mejor que Kleiber en Mozart, Beethoven o Berg (estrenó el Wozzeck en 1925) y en Brahms no es tan profundo como Walter, Klemperer o Furtwiingler, pero es un músico más versátil que aquellos, que pasa de Monteverdi a Messiaen sin ningún problema. Por el momento, la Berliner Philharmoniker y él continúan en pleno idilio, aunque en una reciente rueda de prensa Sir Simon ha anunciado que dejará la Berliner Philharmoniker en 2018, argumentando que hay que dar paso a las nuevas generaciones y que un nuevo director es necesario para revitalizar y reconstruir la orquesta bajo otros parámetros, dándole la necesaria frescura y variedad sin que pierda un ápice de su virtuosismo y brillantez (un caramelo envenenado para el nuevo maestro, que tendrá que aglutinar tradición, modernidad e imaginación en una difícil síntesis; será la orquesta en pleno quien vote a su nuevo maestro titular a partir de ese 2018).
En estos tres días de junio, 26, 27 Y 28 de 2013, los Berliner y su titular nos ofrecerán en el Teatro Real una obra que es el símbolo y emblema de toda la gran tradición sinfónica occidental: la Novena de Beethoven (1822-1824), que Rattle ha elegido no sólo por ser, como
decía Bernstein, una 'súplica idealista a favor de la paz mundial', sino también una obra necesaria para estos tiempos difíciles que estamos pasando los españoles, "una obra más necesaria que nunca para recibir esa esperanza, consuelo y alegría que tan adecuadamente transmiten estos pentagramas". La obra, ya es sabido, ocupó, obsesionó más bien, a su autor durante los dos años citados, aunque fue mucho antes, en 1797, cuando podemos encontrar ya los bocetos del último movimiento con el famoso tema basado en la Oda a la Alegría de
Schiller. La utilización de solistas y coro en el último movimiento fue una importante novedad para la época, si bien el propio Beethoven ya los había utilizado en una Fantasía para piano, coro y orquesta que es un evidente precedente de esta Novena. La sinfonía tiene cuatro movimientos: un elaborado y denso primero en forma sonata, un impetuoso y enérgico Scherzo con un relevante papel para los timbales, un maravilloso Adagio con diversas variaciones, y un Finale enormemente efectivo: una emocionante exaltación y un cénit
expresivo del gran arte beethoveniano.
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