De duros y porfiados guardan fama los inviernos en Extremadura y a fe que suaves se me hacen esos adjetivos, que desde Noviembre la tramontana que baja de Gredos, se te mete en los huesos y te congela el alma. Y más si pasas la noche al raso, que conozco yo a uno que lo hizo y el día de Santiago a las cinco de la tarde, a la sombra de una higuera que me lo contaba, comenzó a tiritar y se salió al sol porque se helaba de frío. Y debía andar el mercurio en los cuarenta y tantos, y seguía tiritando.
Tres semanas le quedaban a Diciembre y dos días hacía que había donado yo la casa. Que como católico que soy, por que no se quedaran sin techo los de los bancos, amablemente les cedí mi vivienda. Que son muy buena gente y no se merecen el pasar penurias. Que tan indulgentes y bondadosos aparecen que aunque aún les debo dinero, me han asegurado que en dos meses no presentaran denuncia.
Sin techo, sin familia y sin trabajo, por no pasar la vergüenza del desahuciado salí sin rumbo de mi ciudad y bueno me pareció este pueblo para pasearlo, que pensaba yo que andando le disimularía a mi estómago el apetito. Y no era así, que a cada zancada me rugían las tripas y me recordaban que estaban en ayuno. Doce veces recorrí la principal, que dos pastelerías había en ella y con los olores que salían por la puerta aliviaba el hambre.
Se acercaba la noche y acordándome del friolero busqué refugio, que no quería yo que me pasara lo que a él. Rebusqué en mi cartera por si quedara para una pensión, pero huérfana de patrimonio se hallaba esta y tan sólo guardaba el carnet de identidad y un décimo de lotería de Navidad acabado en cuatro, que le había ganado al mús a uno que de mano se jugó un órdago con treintaiuna, y tres sietes y la sota de oros tenía yo de postre. Y como en los bolsillos no llevaba si no telarañas, a la parroquia de la patrona me llevaron mis pasos. Entré decidido en el templo buscando al sacerdote y lo hallé entretenido en colocar los cirios tras el altar. Se giró el cura cuando escuchó ruido y lo pensé cerbatana, que de enjundia nerviosa y nervuda se me hacía el clérigo, y sacos de huesos había visto yo con más carne que la que presumía. Y en los andares, me recordaba a los juncos que en las vegas de los ríos se cimbrean mecidos por el aire, y en algunos pasos se me hacía que estaba a punto de troncharse. Buen maestro de paseíllos perdió la tauromaquia.
A él me dirigí y debió ser la vergüenza la que me quebró la voz, que un siglo se me hizo lo que tardé en saludarle y tanto fue, que el sacerdote me creyó tartaja, y por sacarle del error, de carrerilla le recité mis desgracias y le rogué por el altísimo que asilo me proporcionara para la noche. No sólo me dio cobijo el santo varón si no que además de techo me ofreció empleo, que poco hacía que con Cristo se había marchado el sacristán y desde entonces andaba el cura sin ayudante. No dudé un instante en aceptar la oferta y quise besar las manos de aquel que me las tendía, pero no era el cura partidario de besuqueos y agradecimientos, por lo que se dio la vuelta e hizo que le siguiera hasta el curato donde colgó la sotana y se vistió de gris, y como era la hora de cenar nos fuimos los dos a su residencia, donde consolé mis tripas con una sopa y un huevo frito y reposé mis huesos en un catre que desde ese día lo apañaba para mí..
Cuatro días faltaban a la Nochebuena y cinco llevaba yo ocupándome de las cosas de la parroquia, y aunque alguna faena había que me negaba el triunfo, no tenía disgusto el cura con mis quehaceres. Y más contento era yo con el capellán, que nunca conocí persona igual.
Agrio era el carácter del sacerdote y malhumorado se madrugaba muchas mañanas, que raro era el amanecido que no caía sobre mi algún chaparrón, y a veces hasta llegó a amenazarme con medirme las costillas con una vara que decía que guardaba en la capellanía. Pero ya me conocía yo su genio y de sobra sabía que si había vara, era de caramelo, y por mucho que quería el aparentar duro, de puro chocolate era su corazón. Y era discreto, que su izquierda ignoraba muchas veces lo que hacía su derecha y así, casi nadie conocía que todos los días visitaba las casas de los más pobres y a su disposición ponía trabajo y hacienda. No había jornada en que no le hiciera bien a alguno, que más de una noche guardó ayuno porque otro cenara. Y pagaba en la farmacia las medicinas de los enfermos. Y bañaba a los impedidos. Y al que iba con harapos le ofrecía su ropa, y tantas veces lo hacía que sólo dos sotanas, un pantalón, una camisa y un abrigo del año del hambre colgaban de sus perchas. Y se peleaba con los empresarios porque no despidieran a nadie. Y no cerraba la puerta de su casa, para que tuvieran techo los que como yo, alguna vez hubieran de dormir al raso. Muchos en el cielo son bienaventurados sin llegar a los méritos de este gran hombre.
Especialmente nervioso amaneció aquel día el sacerdote, que veintiuno del mes doce señalaba el calendario, y a la cercana Navidad achacaba yo sus desbarrados. Y no era así, que otros asuntos le martirizaban el caletre y por resolverlos y tenerle, si perdía la compostura, me pidió que le acompañara a sus negocios. Al lado de una plaza que de rojo parecía teñida, se alzaba la sucursal de una de las entidades bancarias más pujantes de nuestro país y sus puertas abrimos y penetramos en ella. Dimos los buenos días a los empleados y audiencia solicitó el clérigo con el director y fue en el despacho del eminente burócrata, donde cuenta me di de que jamás conocería hombre como aquel cura. Y sentí envidia, que sabía que por mucho empeño que pusiera en ello, ni a cien leguas de la bondad del sacerdote me acercaría.
Amable y mentirosa fue la cordialidad con la que nos recibió el banquero y no tardó mucho en trocarla por mueca de desagrado, que pronto le pidió el cura que parara el desahucio de una familia de cinco, que por falta de trabajo tres meses hacía que no cumplían con la hipoteca. Y le habló el cura de la enfermedad que padecían la madre y la pequeña, de los desvelos del padre por encontrar empleo, de las veces que comían sopa y tortilla y se saltaban merienda y cenaban tortilla y sopa. Y le contó que restos de suela llevaban los dos niños en los agujeros de los zapatos. Y que no tenían luz, y sólo la caridad de alguno hacía que malvivieran otro día. Y no convenció al banquero, que donde el cura ponía humanidad, de dineros le hablaba el otro. Donde el cura ponía caridad, de intereses se le llenaba la boca al usurero. Ponía el cura comprensión y paciencia y apelaba el maldito a los negocios. Y si hablaba el cura de la justicia divina, a la terrenal se agarraba el desalmado. Quiso ponerse el buen hombre de fiador de los pobres y le pidió el otro que le nombrara su patrimonio, y sólo pudo el párroco poner su nombre. No consintió el capitalista en buscar solución al caso y nos avanzó que al mediodía la injusticia en la calle dejaría a los morosos. Y por mofarse del suplicante le animó a que implorara a su jefe por un milagro. Que tiempo milagrero consideraba el malvado que era la Navidad. Y le contestó el cura que la fe mueve montañas y que razón tenía el avaro en que muchos milagros se daban en Navidad. Y Dios era todopoderoso y justo y muchas veces aliviaba las penas de los más necesitados. Vil fue la sonrisa del financiero, que gracia le hacía que algunos aún confiaran en lo divino. Comprendió entonces el cura lo inútil de sus ruegos a un ser tan miserable y salió el sacerdote maldiciendo y salí yo detrás intentando que se calmara. Y no lo conseguí, que hasta el ayuntamiento siguió jurando el cura en latín y en arameo.
Buscamos allí al alcalde y le expuso el cura el caso y no nos dio solución, que decía el funcionario que muchos eran los que acudían en busca de ayuda y no había en las arcas para todos, que de mármol se había forrado la plaza y en breve había de hacer frente a la factura. Baldías fueron de nuevo las súplicas del cura y abandonó el consistorio hundido y desesperado. Vi como las lágrimas afloraban en sus ojos, mientras andábamos ligeros por llegar y ayudar a la familia a recoger los cuatro trastos que tenían y llevarlos a la casa del sacerdote, que decía este que apretándonos un poco, lo que para uno estaba hecho (y éramos dos), valdría igual para siete. Y si no podía ser, en un banco de la iglesia pondría él su dormitorio.
Muchos llantos nos recibieron en la casa, y entre lágrimas finalizamos el traslado y aunque poco fue lo que mudamos, hubo cosas que hubieron de quedarse en la calle que en la casa del cura no cabía más. A la iglesia acudimos después y habló con Dios el cura y tornó tranquilo. Mucho era lo que a Dios amaba y mucha su confianza en la bondad del Todopoderoso, que sabía el párroco que de los desamparados era el reino de los cielos, y mientras llegaban a este, en su casa tendrían posada.
Comimos lo que pudimos aquel día, que los pequeños inquilinos vacía dejaron la despensa, y no cenamos, que decía el cura que estábamos en tiempo de sacrificios y era gula el comer dos veces. Y hasta yo le hubiera dado la razón si al menos una vez hubiera satisfecho el hambre. Pasamos la noche cura y sacristán en los bancos de la iglesia y en mi cama tres pequeños durmieron a pierna encogida y en el catre del cura descansó el matrimonio.
Y llegó el veintidós y amaneció claro. Gustaba yo, en algunas ocasiones, mientras realizaba solícito las tareas, de poner la radio para amenizarme la mañana. Y día era este de escucharla, que desde bien temprano marchó el cura a atender a los desfavorecidos, y yo que arrastraba sueño, que el banco se me hizo piedra y no pude pegar ojo, conecté el aparato para despabilarme. Corrí el dial de lado a lado y no encontré otra cosa que no fuera el sorteo de lotería de Navidad, y aunque no era yo aficionado al juego picó mi curiosidad el saber el número agraciado, que igual que el cura y yo, mucho madrugó el gordo esa mañana y no pasó de la primera tablilla el que saliera el premio. Recordé que un número guardaba en mi
cartera y era un dos mil cuatrocientos cuarenta y cuatro y cerca anduve de quedarme en la mitad, que un nueve mil ochocientos ochenta y ocho anunciaron como agraciado. Apenas maldije mi suerte, que sabía que otros andaban más necesitados que yo. Recogí las barreduras diarias, saqué brillo a la patena, bruñí el copón y coloqué el manotergio. Y en esto estaba cuando anunciaron el segundo. Y fue el siete el agraciado. Y uno tras otro fueron cantando los premios, y menos en cuatro, en todos los demás acabaron el tercero, los cuartos y los quintos. Y no me extrañó, que de mucho andaba la buena suerte esquiva con mi persona.
Apagué la radio y me acerqué a San Andrés, que de la humedad se desprendía escayola del techo y de blanco le teñía la sesera. Fui a adecentar al santo y miré al suelo y me extrañó de ver en este mi cartera, que creía yo de haberla dejado en el curato. La recogí y la guardé en mi bolsillo trasero y dejé aviado al bienaventurado. Vi los bancos desordenados y al bajar los escalones del altar de nuevo vi en el suelo mi cartera, y yo, que por ser mamífero carezco de agallas, empecé a asustarme que no se me hacía de este mundo lo que me estaba pasando. Volví a recogerla y la llevé al curato y debajo de las sagradas escrituras le busqué acomodo. Salí escamado de la sacristía y tres pasos no había dado, cuando en el suelo y abierta encontré mi billetera. Sufrí por un momento de pánico y cagueta, me flojearon las piernas y tuve ahogo y síntomas de tabardillo, que duda no tenía de que era cosa de espíritus lo que en la iglesia sucedía, y ya veía yo romerías espectrales en todos los rincones Asustado la recogí del suelo y cuando quise guardarla, me pareció que alguien me tiraba de la mano y me obligaba a abrirla. No sé si fui yo o fue fantasma, pero en mi mano diestra apareció el décimo que guardaba tras el carnet y en vez de acabado en cuatro, en ocho terminaba y otros dos ochos le precedían, y antes un nueve y el primero era un cero. Negaba mi cabeza lo que veían mis ojos, que si no era alucinación, seguro estaba de tener el gordo, y si los demonios no andaban enredando, la mano de Dios había de ser la responsable, que era Navidad y ya nos dijo uno que tiempo de milagros se consideraba.
Llegó el cura cabizbajo, que muchos eran los necesitados y pocos los recursos que tenía, y por consolarle me acerqué a él, le conté lo que ocurría y le enseñé el décimo. Muchas veces lo miró el sacerdote, y aunque no era besucón, de abrazos y besos cubrió mi cara. Y daba gracias a Dios. Y bailaba. Y en voz alta pensó en recuperar la casa de sus inquilinos. Y en comprarle la silla de ruedas a Don Manuel, que llevaba dos meses encerrado en casa por carecer de ella. Y en tapar las goteras de los vecinos. Y en ayudar a Fulgencio a pagar la furgoneta. Y en el vestido de novia de Cristina que o mucho cambiaba, o se casaba en vaqueros y embarazada. Y gritaba un comedor para los pobres. Y en donar parte al asilo. Y en los inmigrantes por comprarles mantas. Y juguetes a los niños. Y en cursos para parados. Y menos en él, en todos los demás pensó invertir el dinero, y tanto era, que ni siete veces el premio le hubiera alcanzado.
Después de la alegría reflexionó, y cuenta se dio de que el décimo era mío y algo decepcionado me pidió que al menos una pequeña parte donara a la parroquia. Sentía yo admiración por ese hombre y le prometí el total si me dejaba ayudarle, que sólo de ver lo feliz que era el cura haciendo el bien, en el cielo me sentía yo. Que mucho hacía que perdí la fe en los hombres y aquel sacerdote me devolvía todos los días la esperanza.
Como pólvora corrió la noticia de mi premio, tanto fue así que a no mucho tardar se presentó en la iglesia el infame banquero que entre disculpas, a nuestra disposición ponía su entidad y su persona para guardarnos los cuartos. Y vino luego el alcalde, y nos habló al cura y a mí de las necesidades del ayuntamiento, que muchos años tenía y ya era hora de adecentarlo. Y pensé yo que muy ruin ha de ser un hombre que cuando se siente poderoso no duda en humillar al débil y al poco, es capaz de arrodillarse ante él si le rebosan de cuartos las faltriqueras.
Tardó más el cura en cobrar el premio que en repartirlo y sólo guardo para él un abrigo que se compró en las rebajas. Y bien sabía yo que no le dudaría dos inviernos, que cuando alguno se le acercara con frío, un tris tardaría el cura en regalarle el abrigo y volverse a casa en mangas de camisa.
Y esto que os he contado sucedió en Navidad, y fue milagro, que muchos prodigios se dan en esas fechas. Que siempre nace alguno y eso es milagro. Y otro encuentra trabajo, y también lo es. Y estos se arreglan con sus padres. Y aquellos perdonan a sus amigos. Y todos tienen algo que celebrar y agradecer. Y soy yo quien más agradecimiento debe, que fue la providencia quien me llevó al cura y logró este, sin decirme una palabra, que lo que hasta entonces era desesperación se convirtiera en esperanza. Mi tristeza en alegría. Mi odio en bondad. Y mis miedos en valentía. Y desde aquel día rebosa mi alma de felicidad y me siento a gusto.
Y sigo jugando un décimo por Navidad y a medias sabe el cura que lo llevamos, que si acaso la suerte volviera a favorecerme, yo disfrutaría viendo como el cura aire le diera a los dineros y siguiéramos pobres los dos.
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