LA CACERIA
Corría de octubre su quinto día y visita recibió el Malainas en la parroquia de unos que querían bautizar su cofradía de cazadores, y como muchos eran del barrio, gustaban de lucir en el nombre San Abundio. Que decían que teniendo nombre de santo guiaría este los cartuchos y las balas y en cada tiro cobrarían pieza.
No guardaba el Abundio fama de cazador y tampoco al cura se le conocía afición por la cinegética, pero de orgullo le llenaba el que otros quisieran llevar el santo como estandarte, por lo que aceptó encantado la petición y tan contento era, que hasta disculpó lo que cobraba por impartir sacramento.
Para el ocho quedaron a las siete, que a las nueve se abría la veda y después del bautizo había desayuno, y con la panza llena saldrían al monte los cofrades buscando presa. Y muchas eran las que podían cazar, que la veda se abría para conejos, perdices, liebres, palomas y codornices. Y para faisanes, cornejas, estorninos pintos y grajillas. Y tórtolas y urracas y zorzales.
Madrugamos el ocho el cura y yo y a la finca de uno nos llevó otro y llegando nosotros estábamos todos. Y dieron las siete y en breve ceremonia bendijo el cura a los presentes y bautizó la asociación. Y comenzó el desayuno. Y con migas y café con leche nos regalaron la tripa. Y por si alguno gustaba de algo más fuerte, torreznos y morcillas y chorizos se asaban en la lumbre. Y de postre mojicones mojados en orujo. Y coñac y anís y licores de bellota y de manzana. Y mucha era la fiesta y no eran las nueve. Y hasta dar en punto oímos las historias de muchos cazadores:
Decía uno, que fama tenía entre los suyos de apuntar al suelo y fallar el tiro, que tres domingos le costó el acabar con un conejo que tan listo era el animal que se le asomaba en los zarzales y le miraba y cuando oía el disparo variaba el sitio, y sin munición le dejó los dos festivos primeros. Y en el tercero cuando no quedaban postas, por ver si lo cazaba, le tiró la canana, la escopeta y el bocadillo. Y se asomó el conejo y lo vio desarmado y se confió, y avanzó el cazador a él con disimulo y al pasar por su lado lo cogió de las orejas y lo llevó a casa y allí lo tenía que le daba pena el matar a un ser tan inteligente.. Y nos narró otro que se quedó sin cartuchos y vio una liebre, y buscando en el morral encontró clavos y con ellos cargó el arma y disparó y en la pata de un olivo dejó a la liebre clavada de las orejas y viva. pero le dio pena, le quitó los clavos y la dejó ir. Y en agradecimiento venía los domingos el animal a buscarle y le guiaba al sitio donde más caza había. Y otro nos dijo que cobró un zorzal tan grande que aún andaba de líos con el Seprona. Que lo creían los guardias buitre, que en el peso de la pieza los siete kilos rozó la balanza. Y hubo uno que nos dijo que con las manos mató a un jabalí de siete arrobas. Y otro un corzo de una pedrada. Y uno que tres años llevaba jubilado del taxi, nos relató que un día estando a la espera en el puesto, cuando acababa la jornada sin cobrar pieza se le disparó la escopeta sola y atravesó a un ciervo que a más de mil metros se hallaba, y dio después la bala en una piedra y en el rebote mató un jabalí macho, y una hembra que estaba con él se murió del susto. Y cuando fue a por el venado y los dos cochinos, se llevó también los tres jabatos que criaba la pareja.
Y dieron las nueve y se echaron al monte los cazadores. Y el sacerdote, que se había ilusionado con las historias, salió con un doctor que decía ser experto en el arte de la cacería. Y salí yo con ellos. No faltaba mucho al mediodía, que más de tres horas llevábamos caminando, y en ese tiempo a cuatro liebres, dos palomas y tres conejos disparó el médico y erró los tiros, que no era afinado en puntería el matasanos. Aunque en excusas si era aventajado, que culpó al sol por los reflejos, al aire por soplar de costado y hasta al cura y a mi culpó de sus errores, que decía que la compañía le entretenía. Con la escopeta montada dimos la vuelta, y comentando en secreto íbamos el Malainas y yo de la mala puntería, y rumiábamos solución si le salía presa, cuando de unos jarales vimos a un conejo salir escopetado. Al hombro se puso el arma el buen doctor y viendo yo que fallaría el tiro a voces le anuncié la presa: “Ahí
va un enfermo doctor, es un enfermo”.
Y cayó el conejo cuando sonó el disparo. Y con él en el morral volvimos con los demás y comimos juntos. Y daban las siete cuando llegamos a San Abundio. Y en la parroquia regresamos los dos a nuestras obligaciones.
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