Celebrábamos boda aquel día en San Abundio y pese a no ser de copete, muchas flores adornaban la parroquia, y no era esto del agrado del cura que decía el sacerdote que sufría su pituitaria de alergia a las gramíneas, acantáceas, crucíferas, cactáceas, leguminosas, liliáceas, geraniáceas, borragináceas, rosáceas, papaveráceas, ranúnculos, escrofulariáceas y labiadas. Y aunque las que hoy engalanaban la iglesia eran de plástico y pintadas, aseguraba que tenía revuelta la amígdala del hipocampo.
Se acercaba el mediodía y preparados estábamos para el acontecimiento y en la puerta de la iglesia reuniéndose iban los invitados.
Llegó el novio y por sentirse elegante lucía chaqué y se le notaba alquilado, que le hacía aguas la levita, al pantalón tres dedos de menos le cortaron, le chirriaban los colores en el chaleco y del corbatón, trocada venía la seda por microfibra. Y a juego del novio alumbraba la madrina, que tan rimbombante era el vestido y tan florido el tocado que agachada, a la redonda del rey Arturo empenachada con centro de flores podía asemejarse.
Esperábamos los unos y los otros que apareciera la novia, luciendo radiante en calesa tirada por dos corceles. Larga se nos hacía la espera, que aunque se sabe del gusto de las novias por el retraso, mucho era ya el tiempo de demora. Y no fue por hacerse esperar que llegó tarde, que los caballos tuvieron la culpa. Al no ser pudientes los que pagaban ceremonia y convite, contrataron carruaje y caballerías pero del presupuesto se les salía el palafrenero, por lo que a un sobrino del padre de la novia se le encargó el ser criado y conducir el faetón.
No era muy ducho el sobrino en el encargo y tampoco los animales eran bien alimentados,
que la casa de alquiler no ofrecía garantías, por lo que sucedió que al pasar cerca del mercado, olieron los animales las verduras y hortalizas y acuciados que estaban por el hambre, enfilaron a las coles e igual les dieron los tirones que el sobrino daba de las riendas, las voces y los insultos de las verduleras, y los pescozones de los presentes, que hasta que no llenaron el buche, no
remprendieron la marcha.
Por buena o mala ventura para el novio por fin llegó la prometida y llegó desencajada que pareciera su rostro una obra de Miró. Mucho hubo de bregar la enamorada con los jacos y del esfuerzo los maquillajes se le habían descompuesto. Bajaron de la calesa novia y padrino y avanzaron por el pasillo central hasta el altar, mientras hacían los coros tres solteronas con voz de pito. Entregó el padrino a la novia y comenzó el Malainas la ceremonia.
Abrió la liturgia con el saludo y la oración colecta y pasó después a las lecturas y leyó primero el Génesis y luego a los Corintios y algo hubo de Mateo y de San Juan. Siguió la monición y el escrutinio y por buen camino iba la boda. Y llegó el consentimiento y fue en este que una solterona de las del coro, a voces se ofreció a quedarse con el novio si la novia lo rechazaba, que más de cincuenta había cumplido y entera se conservaba y lo mismo le daba uno que otro que lo que ella quería era estrenarse. Hubo risas y se mandó callar a la desesperada. Se confirmó el consentimiento y quiso el cura bendecir los anillos. Buscó el padrino en sus bolsillos y no los encontró, y mandó al novio que mirara en los suyos por si allí se hallaran.
Tampoco el novio dio cuenta de ellos. Ni la madrina, ni la novia, ni alguno de los invitados. Se buscó como repuesto a lo perdido los que llevaban puestos los padrinos y aunque con esfuerzo sacaron el de él y se lo dieron al novio. Se intentó quitar el de la rimbombante madrina, pero los dedos amorcillados hacían imposible la intentona. Unos dijeron que con aceite, y se le untó y no salió la alianza. Probaron con jabón que dijo otro y en el dedo permaneció el aro.
Propuso entonces uno, que carnicero era desde siempre, de cortar falange por extraerlo sin dificultad y sacó una navaja que venía al caso. Se creyó la madrina desmembrada y no aguantó el envite, que cuando hicieron que el otro guardara la navaja, descalabrada en el suelo se hallaba la prónuba. Y fue duro el golpe, que ni el florido tocado evitó una descalabradura que comenzaba a sangrar con tan buen tino, que las salpicaduras el níveo vestido de la novia vinieron a estampar. Lloraba la novia, mientras algunos acusaban al de la navaja del jaleo y otros lo defendían. Y tanto se calentaron los ánimos y tan encontradas estaban las posturas, que a palos acabaron los unos con los otros. De nada sirvió que el sacerdote implorará sensatez, o recordara que aquella era la casa de Dios, que los mamporros no cesaron hasta que la policía puso paz, y para entonces, no había lugar al matrimonio, que novio y novia también se enzarzaron en la pelea.
Así acabó un matrimonio que nunca empezó.
Mientras recogía yo la parroquia me di en pensar que muchas veces una nimiedad, algo tan pequeño como un anillo es capaz de mantener unidas a dos personas durante toda una vida. Y en otras ocasiones la misma bagatela enemigos crea para siempre.
Y así ocurre en la vida, donde a gestos sin importancia se les da tal trascendencia, por alguno que anda interesado en ello, que poco a poco se van emponzoñando los sentires de unos y otros. Y a tanto llegan, que hasta de guerras son responsables auténticas nimiedades.
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