El Entierro
No era el Malainas muy dado a las procesiones, que cuando recordaba la primera en la que fue protagonista, se le cerraba el estómago y las manos se le iban a la cabeza, que aún guardaba chichones de aquel desfile. Costumbre era en San Abundio el que cuando uno fenecía, por darle sepultura y aunque el muerto recorría en coche fúnebre el kilómetro que separaba la parroquia del cementerio, los dolientes y el acompañamiento, encabezados por el cura y el sacristán, recorrían la distancia a pie escoltando al fallecido, y rezando oraciones por su eterno descanso. Y sucedió que una tarde que andábamos de entierro se acercó al cura uno que decía entender del clima y que por las “cabañuelas” sabía que hoy era día de tormenta. Miró el cura al cielo, por comprobar el augurio, y lo vio tan despejado que de tonto tachó al que le prevenía. Siguió el tonto en sus trece y avisó al cura de que en menos de dos horas, mucha era el agua que habría de caer del cielo y rayos y truenos y pedrisco. Volvió el sacerdote a mirar arriba y comprobó el firmamento claro y despejado y con viento fresco mandó al meteorólogo, que decía el cura que pocas veces vio el cielo tan soleado. Comenzó el funeral y hubo retraso, que no había acuerdo en la colocación del ataúd. Unos decían que el finado había de colocarse dando la espalda al altar, mirando así a los asistentes al sepelio. Y de tal guisa posicionaron al difunto. Otros decían que falta de respeto era al altísimo el darle la espalda y por colocarlo mirando al Señor, vuelta le dieron al muerto. Y habló uno que de joven tuvo un amigo seminarista e indicó que no era esta la forma correcta de situarlo. Y le dieron otra vuelta. Fue la viuda del cadáver la que no estuvo de acuerdo con la postura. Y volvieron a girarlo. Y protestó el huérfano de padre. Y rotaron el ataúd. Y habló otro y lo giraron, y otro después e hicieron lo mismo y tantas vueltas le dieron, que más que muerto pareció un “Tío vivo”. Acabó la ceremonia y salimos de la iglesia, y con todo preparado iniciamos la procesión y comenzó a nublarse. Despacio marchaba la comitiva y se levantó viento y se oyeron truenos. Y levantó la vista el cura y lo vio oscuro y al conductor del coche fúnebre le pidió que acelerara. Y así lo hizo el mandado, pero al poco hubo de frenar la marcha que la viuda era coja y no le daban los andares para seguir al marido. Cerca se veían los relámpagos y los rayos, y no sabía el sacerdote si volverse o continuar, que una fina lluvia comenzaba a calarle. Y seguimos camino al campo santo y arreció la tormenta y a jarros pareció que nos tiraban el agua y un descontrolado ventarrón, se empeñaba en hacer volar al cura que de la sotana hacía por levantarlo. Cien metros faltaban al cementerio y se solidificó el agua y un pequeño granizo comenzó a caer. Y habló el Malainas con el conductor y metió éste tercera y lo mismo le dio al cura que la viuda se quedara atrás, y que a gritos pidiera que la esperaran, que los hielos que venían del cielo a huevos de codorniz venían a parecerse. Viendo lo que caía buscaron todos refugio bajo unas marquesinas que en el camino se hallaban, menos el cura y yo que obligados nos sentíamos a acompañar al difunto, y aunque arremangándose la sotana corrió tanto el cura que adelantó a la limusina, de resultas de nuestro celo profesional los dos acabamos descalabrados. Que nunca vi yo tan brutal granizada, que por acomodar el ataúd en la sepultura, al estar esta abierta, con palas hubo de vaciarla de hielos. Y pensé yo que incluso en el último viaje conviene aligerar, que esta vida golpea muchas veces y hasta que sobre tu cabeza no tienes dos metros de tierra no consigues descansar en paz...
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