En
el espléndido palacio madrileño de las Vistillas nacieron los dos hijos varones
de los décimos Duques de Osuna[1]: Don
Pedro de Alcántara y Don Mariano, que por fallecimiento prematuro de los
padres, muy niños aún, quedaron bajo la tutela de su abuela D. ª María Josefa
Alonso Pimentel y Téllez Girón, Condesa Duquesa de Benavente, mujer
sorprendente y original, rival de la Duquesa Cayetana
de Alba, protectora de Iriarte, de Don Ramón de la Cruz y del torero Pedro
Romero, y fundadora de la famosa “Alameda de Osuna” y de su quinta “Mi
Capricho”, que ornamentó Goya, el cual se vengó de las intemperancias de su
dueña, pintándole en uno de sus aguafuertes. Tenía esta engreída dama
aficionada al lujo, a las joyas ostentosas y a los perifollos, extravagantes
genialidades y veleidades extrañas y fue ella la que inculcó a sus nietos esas
excentricidades e ideas desconcertantes sobre la imperiosa necesidad de
derrochar a manos llenas rentas y bienes de fortuna -con tal de quedar bien y hacer honor
al brillo y esplendor de la prosapia- que luego heredaron sus nietos y en
particular nuestro archifamoso y original protagonista que centuplicó con las
rentas los fabulosos despilfarros. De esta señora se cuenta que al tiempo de
sentar en su mesa a un Embajador extranjero en cuya casa había la víspera
escaseado el champagne en la comida, ordenó que los caballos de su coche fueran
abrevados con el rubio y espumoso vino. También se atribuye a ella la conocida
anécdota de haber encendido un billete de mil reales para alumbrar el suelo a
una persona que buscaba una moneda que había rodado de la mesa de juego. Así
fueron los lances que a fuerza de repetidos, forjaron la mente y formaron la conciencia
de aquel niño nacido en las Vistillas el 19 de julio de 1814, que creció a la
sombra de su abuela, gran señora estrafalaria, que le imbuyó a un tiempo
hábitos absurdos y aficiones refinadas.
Fue
entonces el segundogénito, Don Mariano, de figura menos seductora que su
hermano, de inteligencia menos cultivada, de menos brillante y persuasivo
ingenio y de más escasa sensibilidad y cultura, designado por la muerte precoz
de Don Pedro de Alcántara para ostentar sobre sus hombros el peso de una casa
ilustre, pródiga en egregios apellidos, títulos de nobleza (hasta 54),
grandezas y pergaminos.
Menos
dotado física e intelectualmente que su hermano mayor y después de una infancia
un poco triste pasada junto a su estrambótica abuela y unos preceptores
rutinarios que mostraban más interés por enseñar a Don Pedro que a él, nuestro
héroe abrazó la carrera de las armas, ingresando como cadete supernumerario en
el Cuerpo de Reales Guardias de Corps de Su Majestad el 27 de febrero de 1833,
cuando contaba la edad de diecinueve años, siendo uno de los primeros actos de
su servicio el dar escolta a la carroza fúnebre que trasladaba de Madrid a El
Escorial los restos de Fernando VII.
Durante
un par de años el Marqués de Terranova –como por entonces se le conocía a Mariano
Téllez- desempeñó sus servicios en Palacio, tanto en Madrid como en El Pardo, La Granja y Riofrío, ocupando
sus horas de ocio en jugar con sus compañeros al ecarté y al monte; haciendo
una corte respetuosa a las damas de la Reina[2] y
acosando por las galerías o dando citas en las nocturnas sombras a las
camaristas y azafatas. Los días de revista militar en el Salón del Prado, lucía
Terranova su brillante uniforme donde el oro de charreteras y galones refulgía
sobre el azul y el rojo de la casaca. Y un rato después de la parada, a caballo
o a pie, la mano se posaba en el tricornio o el morrión para rendir pleitesía a
las bellezas de la época. Cansado nuestro héroe de aquella vida demasiado
blanda que sólo interrumpían las grescas algo frecuentes de la dorada juventud
que integraba la Partida
del Trueno, decidió gustar las emociones de la guerra civil que asolaba las
provincias vascongadas y pidió un puesto en un escuadrón del Ejército del Norte
a las órdenes del general Restán, donde recibió su bautismo de fuego. Preciso
es consignar aquí que durante toda la campaña, nuestro protagonista demostró
ser un oficial bravísimo, acreditando en diversas acciones -entre ellas las de
Zubui y Villarrealcomo- como ayudante del General en Jefe Don Luís Fernández de
Córdova, su bizarría y heroísmo, que le valieron varias cruces de San Fernando
-que ostentó siempre con orgullo- y varios ascensos por méritos de guerra que
le permitieron llegar joven a los más altos grados de la milicia.
En
los cuerpos de Ejército de Oráa y Espartero, en Bilbao, en Luchana, en Zornoza,
en Durango, Elorrio, San Sebastián, Irún, Hernani, Urnieta, Oyarzun, Lecumberri,
Andoain y Santa Cruz de Arezo, volvió a distinguirse por su extraordinario
arrojo, recibiendo nuevas laureadas, que lució junto a la roja venera de la Orden de Calatrava, cuyo
hábito tomó en aquellos días, por demás azarosos, en que las tropas carlistas
al mando del general Cabrera llegaron sin encontrar resistencia hasta las
puertas de Madrid, acampando junto a las tapias del Retiro. La indecisión de
Cabrera y el denuedo de nuestro héroe que reunió un pequeño destacamento en el
Prado, iniciando el ataque a uno de los flancos carlistas en Vallecas, salvaron
la situación, obligando a las tropas de Don Carlos a replegarse cuando tenían
ya en sus manos la suerte de la
Villa y Corte. Cuatro cruces de San Fernando y el grado de Comandante
de Caballería de la
Guardia Real fueron la honrosa recompensa a sus magníficos
hechos de armas, que bastan para enaltecer una vida y dignificar y casi
inmortalizarla perpetuando su gloria en la historia. Conviene tener esto
presente cuando se trate de contrarrestar las censuras que por otros motivos y
flaquezas se le dirijan harto injustamente.
El
16 de enero de 1838 es designado para formar parte de la Misión Extraordinaria
que en nombre de la Reina
de España ha de asistir en Londres a las fiestas de la Coronación de la Reina Victoria de
Inglaterra. Y es allí donde Mariano Terranova muerde la fruta de la afectación un poco deslumbrado
por la gente elegante que en Picadilly,
Regent Street y en Hyde Park imponen las tiránicas normas de la
moda. Es la hora de Brummel y del Conde d'Orsay en Inglaterra y de Barvey
d'Aureville en París, que como todos los figurines de todos los tiempos
prefieren pasar por cretinos y mentecatos antes que dejar de ser elegantes.
Desde entonces adquirirá Osuna ese aire de abandono en el vestir y en el hablar, que algunos
consideran requisito importantísimo para triunfar en sociedad, y que si resulta
artificioso y afectado en un prócer con 14 grandezas y 54 títulos nobiliarios,
más cuatro Cruces de San Fernando, suele ser grotesco y divertido en los
rastacueros de pretensiones que tantas veces nos toca soportar en este mundo.
De
regreso de Londres el Duque de Osuna se cubre ante la Reina y jura la llave de
Gentilhombre de Su Majestad con ejercicio y servidumbre, ascendiendo a Coronel
de Caballería. Corre el año 1841 y apenas si nuestro héroe ha cumplido los
veintisiete años. Tiene relaciones con Ángela Camarasa, su prima, pero flirtea
con otras y ello le vale la ruptura con su novia. Ángela se casará con el Duque
de Tamames y nuestro héroe se consolará con fugaces aventuras parisinas y con
frecuentes visitas, a su regreso a Madrid, a la quinta que en Carabanchel posee
D. ª María Manuela Kirkpatrick, Condesa de Montijo –madre de la futura
Emperatriz Eugenia, a la sazón muy niña- y cuyos encantos físicos y
espirituales atraen a Don Mariano con el mismo fascinador sortilegio que
cautivaban a Sthendal y a Próspero Marimée. Más tarde, y al pasar los años, el
galanteo derivará hacia Eugenia, enamorada del Duque de Alba y que ingerirá un
veneno al saber la preferencia de éste por su hermana Paca. Mantendrá, sin
embargo, una buena amistad con la futura Emperatriz de Francia, cuyo matrimonio
con Napoleón III suscribirá como testigo por parte de la novia en unión de
Donoso Cortés, Embajador de España, del Marqués de Bedmar, del General Álvarez
de Toledo y del Conde de Galve, hermano de Alba.
Brigadier
ya y Senador del Reino, se inicia su carrera diplomática presidiendo la misión
que "en nombre de la Reina ”
ha de asistir a las exequias del gran Wellington, que ha sobrevivido cerca de
cuarenta años a su triunfo memorable en Waterlóo.
De
regreso, es elegido Vicepresidente del Senado y académico de la Historia , la cual quiere
premiar en Osuna el mecenazgo espléndido que ejerce; y consagrar el dicho de
que la Historia
es él, puesto que su biblioteca guarda antiquísimos códices miniados, y sus
viejos pergaminos atestiguan que todos los ilustres linajes españoles se
enlazan con el suyo a través de las gestas del pasado. Varias comedias
manuscritas de Lope de Vega, Calderón y Tirso figuran entre los 35.000
volúmenes de su soberbio archivo, instalado en los bajos de un caserón de Leganitos,
abierto generosamente a la pública consulta.
Por
aquellos días es su brazo el que detiene el puñal regicida del cura Merino
cuando por segunda vez iba a ser hundido en el pecho de Isabel II. Osuna en
calidad de Grande, figura en el cortejo que se dirige a oír misa, en día de
Capilla pública y es el primero en sujetar al asesino.
En
el año 1856, las relaciones diplomáticas entre España y Rusia -que habían
estado largo tiempo interrumpidas a causa de la actitud del Gobierno Imperial
de Nicolás I durante nuestra guerra civil- se reanudan con ocasión del advenimiento
al Trono del Zar Alejandro II[3], que
se apresura a enviar a nuestra Reina dos cartas anunciándoselo y de las que es
portador su ayudante Conde de Beckendorff.
En
justa correspondencia, nuestro Gobierno nombra Ministro en San Petersburgo a
Don Javier Istúriz y designa al Duque de Osuna -ya promovido a Mariscal de Campo,
o séase General de División- Enviado Extraordinario y Plenipotenciario para
llevar la respuesta al Emperador moscovita. Osuna que tiene cuarenta y un años
y que reside en París con la ostentación y el fausto en él proverbiales,
renuncia a dietas y viáticos y hace sus preparativos de marcha, emprendiendo el
viaje en unión de su séquito que está formado por el joven secretario de
Embajada Don Juan Valera, su ayudante el Coronel Quiñones[4] y el
Teniente Coronel Don Carlos Calderón.
He
aquí el texto francés de las Cartas Credenciales[5] que
se le enviaron y que leyó ante el Emperador en la ceremonia de su presentación:
“Désirant donner un plus grand
éclat à la Mission
que notre Envoyé Extraordinaire et Ministre Plénipotentiaire Son Excellence Don
Mariano Téllez-Girón (aquí todos sus apellidos
y sus 54 títulos nobiliarios) remplit aussi dignement a la Cour de Votre Majesté Impériale,
Nous l'avons nommé Notre Ambassadeur Extraordinaire et Plénipotentiaire auprès
d'Elle. Nous espérons que Votre Majesté Impériale voudra bien ajouter toujours
entière foi et créance a tout ce que le Duc d'Osuna portera a sa connaissance
en notre nom Royal, et nous ne doutons point que le rapports heureusement
existantes entre Nos Couronnes et Nos Etats, tout en devenant de plus en plus
amicaux, se raffermiront chaque jour d'avantage. Les qualités du Duc d'Osuna
sont bien connues de Votre Majesté Impériale: c'est pourquoi en les jugeant les
plus a propos pour attendre un but si a souhaiter, Nous engageons Votre Majesté
de continuer à lui accorder un favorable accueil. Dans cette confiance, Nous
aimons a renouveler a Votre Majesté Impériale, les assurances de notre haute
estime et de Notre amitié sincère, tout en priant Dieu qu'il ait votre Majesté
en sa sainte et digne garde.
Ecrit au Palais de Sant Ildefonse
le 8 Aout 1860.
De Votre Majesté Impériale.
Signé: Isabelle.”
La
ceremonia de la presentación de credenciales es deslumbrante y la acogida que
el Zar Alejandro II dispensa a nuestro Embajador es cordialísima. En el
banquete de gala de 80 personas que en el Palacio Imperial le ofrece, le son
presentados el Gran Duque Constantino, el Príncipe Alejandro Gortchakoff,
Ministro de Negocios Extranjeros, la bellísima Princesa Dolgoruky esposa del
Gran Chambelán -y por la que el propio Zar bebe los vientos- el Conde Orloff
hijo del amante de la
Emperatriz Catalina , el de Nesselrode, hijo del famoso
Plenipotenciario en el. Congreso de Viena...
Se
ha producido el mutuo embelesamiento; el flechazo recíproco. El Duque ha quedado
prendado de la Corte
de San Petersburgo, y la Corte
de su rumbo y su persona. Ha nacido la una para el otro. Por eso la misión
ordinaria que le sucede y personifica, el ex Presidente del Consejo Istúriz,
contraste por su modestia con el oropel de nuestro Duque que ha causado grato e
imborrable efecto. Lo que prueba que en ese arte sutil y complicado en que
consiste la diplomacia, no es a menudo el talento, la cultura o el trabajo lo
más aconsejable para obtener el éxito, siendo en cambio el brillo social, la
opulencia o el donjuanismo, los que lo logran fácilmente. (Como le ocurrió a Metternich,
que, al enamorar a Carolina Bonaparte, trabajaba por la grandeza del Imperio
Austriaco.)
Se
hace necesario ahora traer a colación un punto realmente interesante que conviene
tener en cuenta para comprender la mentalidad de Osuna, que jamás ha aceptado
ni aceptará sueldo alguno del Estado al que se honrará en servir
desinteresadamente. Porque ésa ha sido su norma de conducta como militar, tanto
en la paz como en la guerra, desde alférez a general de división, renunciando
siempre a gajes y emolumentos que de ninguna manera consiente en percibir para
que sus servicios a la Patria
y a la Reina
sean pura ofrenda y sacrificio –a menudo de su sangre y su vida- sin mezcla
alguna de lucro pecuniario. Es una concepción de gran señor y patriota puro,
difícil de comprender en estos tiempos.
Esta
prodigalidad del Duque sin precedentes ni continuadores en la Historia -ni entre los
soberanos ni los multimillonarios- no puede menos de causar impresión profunda
en la imaginación inclinada por naturaleza a admirar todo lo que es insólito y
asombroso.
No
ya las comidas de gala (condimentadas a la española, para lo que cuenta con un
ejército de cocineros de nuestro país, con menús exquisitos), los bailes y
fiestas deslumbrantes, las recepciones principescas se suceden en la Legación de España –sede
de la riqueza, el fausto y la elegancia-, sino que la esplendidez del Ministro
español, colma a sus miles de invitados con los más soberbios y valiosísimos
regalos: abanicos primorosos, joyas centelleantes, pieles finísimas y costosas.
Y junto a ello las extravagancias que examinaremos más tarde; las expediciones
especiales de frutas y flores, traídas de España para un sarao o un banquete;
el rebaño de corderos regalado a un potentado, procedente de nuestro país, para
demostrar su calidad; los ejemplares de osos cazados en Asturias para corresponder
al obsequio de los polares que le donara el Zar... Todo ello, crea como no
puede ser menos, una aureola de grandiosidad fantástica en torno a la figura de
nuestro Embajador cuyo rancio abolengo y cuna ilustre abrillantan sus atuendos
y condecoraciones rutilantes.
Y
conste que Osuna, que posee los más variados y suntuosos uniformes -el diplomático,
el de Gentilhombre, el de Maestrante, el de Caballero de Calatrava-, prefiere
siempre a todos ellos el de General del Ejército Español, que ostenta en las
grandes solemnidades luciendo sobre la áurea y re camada casaca de su alta
jerarquía militar las bandas, cruces, placas y veneras de las numerosas órdenes
que posee: el Toisón de Oro, la gran Cruz de Carlos III, las cuatro cruces de
San Fernando, la gran Cruz de Alejandro Newsky en brillantes, el gran Cordón de
San Andrés, las grandes Cruces del Águila blanca y el Águila negra de Prusia,
el gran Cordón de la Legión
de Honor de Francia, la gran Cruz de Isabel la Católica , Mérito Militar,
la del Danebrog de Dinamarca y otras muchísimas más que constelan su pecho,
refulgiendo al resplandor de las arañas en los salones aristocráticos o
asomando bajo la blanca capa que rima con la nieve en los desfiles militares de
Moscú o de San Petersburgo, en los que a 20 grados bajo cero acompaña al Zar a
caballo junto a los mariscales, grandes Duques y jefes más preeminentes de su
Estado Mayor.
Aún
dura todavía en Europa la estrategia napoleónica y no se ha desvanecido el
aspecto teatralmente marcial que la guerra reviste. El humo de las batallas
envuelve como el de la gloria los penachos, entorchado s y galones de los combatientes
que saben conservar su apostura heroica, enardecidos por el redoblar de los
tambores y la bélica vibración de trompetas y clarines. El poder de las armas
es casi inocuo comparado con el mortífero de nuestros días. Y el
sentimentalismo romántico flamea en las banderas que se agitan al viento y
brilla con la luz del sol en las bayonetas de los decorativos fusiles.
Son
los días de la guerra de Crimea; de la de Italia entre Francia y Piamonte
contra el Austria, con las victorias de Magenta y Solferino; de la Austro-prusiana ,
terminada rapidísimamente en Sadowa; de nuestra espectacular de África con Prim
y O'Donnell, Castillejos y Wad-Ras..., en las que nuestros jinetes unas veces y
otras los lanceros de Balaclava, los húsares, los cosacos, los ulanos,
los dragones o los coraceros deciden con sus impetuosas e irresistibles cargas
la suerte de los combates.
También
la diplomacia es pugna teatral y brillante que no ha olvidado los dogmas del Congreso
de Viena y que aún conserva muy vivo el recuerdo de Metternich y Talleyrand.
Tanto que el primero aún existe; y un sobrino del segundo, el barón de
Talleyrand Perigord es el Ministro de Francia en San Petersburgo y ha
reemplazado al Duque de Morny, el dandy del segundo imperio que en Rusia casará
con la bellísima Princesa Sofía Troubetzkoy, que luego pasará a segundas nupcias
con nuestro Duque de Sexto, Marqués de Alcañices. Hermano Morny, como ya sabéis
todos, de Napoleón III, por ser hijo adulterino de Hortensia Beauharnais y el
Conde de Flahaut, hijo a su vez ilegítimo del Príncipe de Talleyrand; a él se
atribuirá la frase cínica: «Mi abuelo era Obispo, mi madre Reina y mi hermano
Emperador. Y encuentro todo esto natural.» Una hortensia en su ojal y
otra a modo de blasón en la portezuela de su coche con la inscripción: Tace
sed memento, serán la expresión constante de su impúdico alarde.
En
este mundo espectacular y refulgente en el que tanto se pagaban las gentes de
la pompa externa: alcurnias, uniformes, títulos, bandas y preeminencias, era
lógico que nuestro Don Mariano hiciera un papel relevante y alcanzase en la Corte del Zar de todas las
Rusias una situación de privilegio. Tanto, que el año 60, a instancias del propio
Emperador Alejandro, es nombrado, por Real Decreto de 4 de agosto, Embajador de
Su Majestad cerca de Su Imperial Persona; designación que le produce a ésta
honda satisfacción.
Careciendo
las relaciones diplomáticas españolas con Rusia de móviles concretos y específicos
y no existiendo por lo tanto con el inmenso Imperio las normas de una política
a desarrollar, de antemano prefijada, es natural que Osuna no desenvuelva un
plan previsto, limitándose a dar cuenta al Ministerio de lo que ve y observa,
sin olvidar que es militar y que el Ministro de la Guerra Ros de Olano le
pide a menudo información secreta sobre «la misteriosa organización de ese
ejército ruso, comparable al de Átila» para decirlo con palabras suyas. De todo
ello da cumplida cuenta el Embajador, de cuanto guarda relación con asuntos
militares (renovación de armamentos y material de campaña, táctica, progresos
en el tiro y la artillería, construcción de arsenales, buques de guerra, bases
navales, etc.), y de las fiestas, bailes y banquetes que da en la Embajada y en cuya
descripción se muestra por lo general parco, contrastando la sobriedad de
aquélla con la magnificencia inenarrable de su esplendor.
Sus
excentricidades, sus locuras fabulosas y sus despilfarros disparatados que
acusan una anormalidad mental, de sobra conocidos; son precisamente los que han
dado la popularidad –por no decir la inmortalidad- al Duque de Osuna. No se
podría hacer la semblanza del famoso Embajador, sin recordarlos siquiera sea
muy someramente. Porque le gusta una corbata-plastrón de uno de sus invitados y
éste le dice que la adquirió en París, envía allí un criado en un tren especial
para que le compre una igual. En cierta ocasión en que ha aparecido en Siberia
un zorro azul, cuya piel se dice que es un primor de finura, el Emperador
costea una expedición de cazadores, los cuales después de ímprobos trabajos
logran capturar un ejemplar, cuya cobertura convierte en una capita el Zar y se
la regala a la Zarina.
Poco después Osuna organiza otra partida de caza que tras
infinitos gastos y trabajos cobran varias piezas cuya piel transforma nuestro
Embajador en sendas pelerinas para sus cocheros y lacayos. Otro día en que hay
recepción del Cuerpo Diplomático en el Salón del Trono, llega con retraso,
cuando ya todos los Embajadores y Ministros ocupan sus asientos ante el Emperador.
Para no perturbar la solemnidad, pues su acomodamiento es difícil, se despoja
de su capote de uniforme, espléndidamente forrado de hermosas cibelinas
costosísimas y cuajado de condecoraciones de oro y diamantes; y haciendo de él
un rebullo, se sienta sobre el mismo en el suelo. Al acabar la ceremonia le
dice al estupefacto ujier de Palacio que lo recoge para entregárselo: “Gracias.
El Embajador de España no acostumbra a llevarse los asientos”. Otra de sus locuras memorables: Después de un
banquete de cien cubiertos en honor de los Emperadores y de lo más granado de la Corte -digno por su maravilloso
boato de un cuento de hadas- manda tirar al Neva toda la vajilla de oro, para
que nadie pueda comer donde los Zares lo han hecho. Previamente han venido de
Niza, de España y hasta de América, expediciones especiales con flores y frutas
que suponen sumas de dinero ingentes. Porque en una de sus licencias, durante
uno de sus viajes por nuestra península, cuando llega inesperadamente a uno de
sus castillos, se encuentra con que no hay comida preparada, ordena que en lo
sucesivo en todas sus fincas y posesiones se servirá a la hora señalada el almuerzo
y la cena con arreglo a un menú exquisito, haya o no haya gente, como si él
hubiera de estar presente. Así el anecdotario puede prolongarse hasta el
infinito con narraciones todavía más pintorescas e inverosímiles, que la
imaginación popular se ha encargado, por supuesto, de abultar y exagerar
transmitiéndolas de generación en generación y haciendo del Duque de Osuna un
personaje casi mitológico.
En
las minutas de los despachos del Duque depositadas en los archivos de la Embajada y ricamente
encuadernadas en piel con cantos dorados, en una de ellas ponía de manifiesto
su indignación porque uno de los agregados a la Embajada había ido a la
ópera imperial a paraíso. Le había llamado a capítulo para reprenderle
severamente y le había entregado unos billetes de banco para que en lo sucesivo
fuese a una localidad decorosa, digna de un funcionario de la Embajada de España. Más
tarde, había pedido a Madrid el relevo de éste, sin duda porque su falta de
medios pecuniarios le creaba una situación insostenible.
Su
leyenda amorosa también es fértil en conquistas y aventuras, como conviene a un
gran señor de su categoría que es Brummel, Creso y Mecenas a un tiempo, y, por
tanto, no puede ser indiferente a la mujer ni invulnerable a las flechas de
Cupido, aunque su elegancia y su afectación
sirvan de coraza glacial e impenetrable para que aquéllas no se
claven en su pecho. Ya hemos hablado de sus relaciones con Ángela Camarasa; de
su admiración apasionada por la
Condesa de Montijo, madre de Eugenia; de su flirteo con ésta,
aunque no llegó a interesada a ella como Alba y Alcañices...Añadamos fugazmente
que en San Petersburgo los bellísimos ojos negros cargados de melancolía de la Zarina María
Alexandrowna, envuelta en pieles ideales, cargada de perlas y brillantes, le
impresionan profundamente, aunque sus homenajes hacia ella no pasen de ser los
adecuados en un caballero español galante y respetuoso. Viene luego una larga
lista de grandes damas por las que tuvo especial predilección, sin que conste
el grado de intensidad que la amistad
con ellas alcanzara y cuya aclaración podría ser objeto de una
investigación interesante: la Condesa Korsakoff ; las Princesas Demidoff,
Dolgoruky -amante del Emperador-, Souvaroff y Youssopoff... La hermosísima
Elena Strattmann. Y por último, las aventuras picantes de entre bastidores con
bailarinas, cantantes y actrices francesas, como mademoiselle Théric o Magdalena
Brohan, de la Comédie
française, de la que Don Juan Valera estuvo también enamoriscado y por la
que perdieron los papeles el Conde Orloff y el italiano Marqués de Oldoini,
padre de la encantadora y famosísima Condesa Castiglione, por la que
igualmente, a su vez, había de perder los estribos Napoleón III. Una joven
ingles Miss Clementina Villiers, hija de los Vizcondes de Villiers, había de
ser uno de sus más impetuosos motivos de adoración, sin que las cosas acabaran
de arreglarse por no decidirse la belleza británica a otorgarle su mano, con
grande y apenada decepción de nuestro héroe, que con todo no era un Casanova;
esto es: un Don Juan, sino un dandy (que no es lo mismo), cuya obsesión,
según Valera, es hacer visitas. «Es incansable y no comprendo como no cae
muerto de fatiga. No duerme ni reposa; se .viste o desnuda seis o siete veces
al día y no hay fiesta en que no se halle ni persona a quien no visite, con lo
cual y con su grande cortesanía y con toda la larga cáfila de sus títulos se
tiene ganada: la voluntad de los rusos. Anoche volvió a casa a las tres y
cuarto de la mañana y a las siete ya estaba levantado para acompañar al
Emperador a cazar osos.»
Por
fin, una bella Princesita de veinticuatro abriles, Leonor de Salm Salm,
parienta suya, le atrae con sus juveniles encantos. Aunque ella no le quiere y
él la lleva veintiocho años, porque cumplió los cincuenta y dos, se casan en
Wiesbaden el 4 de abril de 1868. Esta unión enlaza dos familias ilustres, pero
no los corazones de los contrayentes, para los que la diferencia de edad es un abismo
que solamente el hielo y la indiferencia pueden llenar. Mariano Osuna que como
su hermano lo tuvo todo: grandezas, títulos, honores, fortuna y privilegios,
amoríos y aventuras, no podrá decir que poseyó el verdadero amor, ni que fue mimado
por la felicidad que de él emana.
Derribada
Isabel II y establecido el gobierno provisional del Duque de la Torre , se le admitió por el
Ministro de Estado Álvarez Lorenzana, la dimisión del cargo de Embajador cerca
de Su Majestad el Emperador de todas las Rusias, «que ha desempeñado con tanto
celo, inteligencia y noble desinterés», según reza el Decreto.
Durante
los años posteriores de la
Restauración presidirá varias Embajadas extraordinarias en
Viena y Berlín, esta última representando al Rey Alfonso XII en las bodas del
futuro Emperador Guillermo con la Princesa
Augusta de Sajonia. Ya está completamente arruinado y
teniendo que hacer frente a un ejército de acreedores que han acudido a los
Tribunales, defendidos por Don Francisco Silvela, pues no solamente ha dilapidado
una inmensa fortuna, para entonces astronómica. Bravo Murillo es llamado en
calidad de letrado y de asesor financiero para que vea el modo de poner un poco
de orden en la maraña y un remedio a la bancarrota. Pero ha de desistir del
empeño ante la decisión de Osuna de no reducir su tren fastuoso ni de cercenar
gastos totalmente superfluos y suntuarios. Para huir del asedio y esquivar las
demandas judiciales y los conflictos de todo orden que se suceden, se retira a
sus posesiones de Beauring, donde el 2 de junio de 1882 fallece, después de
haber recibido los Sacramentos.
Trasladado
el cuerpo a España, la
Duquesa Viuda encarga al escultor Frápoli que esculpe un
sarcófago tan ostentoso y recargado que se necesitan seis yuntas de bueyes para
arrastrarlo hasta la capilla del panteón ducal, en el que no cabe por la
puerta, siendo preciso dejar los restos en el convento de la Concepción donde quedan
insepultos. Entretanto, D.ª Leonor carece totalmente de fondos, porque el Banco
de Castilla[6], que se hizo cargo del
pasivo pensando resarcirse con las subastas de los residuos de la catástrofe,
ha declarado la suspensión de pagos, siendo por tanto imposible abonar la
factura al escultor que anuncia su propósito inaudito de embargar el féretro y
desahuciar el cadáver. Este es el final lamentable de aquel gran señor cuya
existencia deslumbrante causó el éxtasis y la admiración al mundo.
Y
yo[7] me
pregunto: ¿Qué fue en vida? ¿Un noble que tenía la obsesión de grandeza para la
que sacrificó su colosal fortuna? ¿Un filósofo que prefirió arruinarse a dejar
sus bienes a herederos interesados? ¡Quién sabe si de todo un poco! ¿Y cómo
Embajador? ¿Qué concepto debe merecernos? A mi modo de ver muy respetable.
Porque representó con plena dignidad y esplendor sin precedentes a su Patria en
la Corte de los
Zares, enalteciendo el nombre de España en todo momento y contribuyendo incluso
con sus despilfarros y sus exorbitantes dispendios a su mayor prestigio y
gloria, sin recibir de ella un solo céntimo. No es justo, pues, increparle con
los epítetos de engreído, esperpento hueco, con que le saludan algunos
historiadores y biógrafos. Porque sin olvidar sus errores y defectos, que los
tuvo y grandes -como todos los humanos- al enjuiciarle como a un simple español
y un militar, no olvidemos que la tierra vascongada fue regada con la sangre de
sus muchas heridas. Y que en su pecho agujereado por las balas, fulgían cuatro
cruces de San Fernando. Para ganarlas, jugando con la muerte enamorada de los
valientes, hace falta algo más que ser un parásito, un vicioso o un dandy. Hace
falta ser un héroe.[8]
[8] Bibliografía: General Fernández de Córdova; Sr. Betancourt; Don Juan Valera,
su secretario en Rusia; Don Antonio Marichalar, autor del libro “Riesgo y ventura
del Duque de Osuna”; Don Federico Oliván.
Un personaje realmente interesante y al que quizás se le debería dedicar un libro que trate su vida en profundidad. Por desgracia el duque Mariano ha pasado a la posteridad más como un derrochador que como el gran caballero y diplomático que fue.
ResponderEliminarinteresantisimo.
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