No es lo mismo marcharse que huir. No puede ser lo mismo. Huir, es reconocer tu derrota, confesar tu cobardía. Abandonar. Dejar de luchar. Rendirte. Marcharse es alejarse, avanzar, retroceder, cambiar de dirección. Marcharse es caminar. Con frecuencia, caminar hasta volver al punto de partida.
Sentado en el banco de piedra, se cobija de la lluvia bajo una gabardina gris, de cuello roto y bolsillos descosidos. Lleva una gorra de marino. Para protegerse del frío, abotona hasta la nuez su camisa raída y sucia. Una cuerda anudada a su cintura, sujeta unos pantalones que apenas llegan a los zapatos. Sus zapatos sin cordones, empapados en barro, con la suela llena de agujeros. Las finas gotas escurren de su pelo revuelto, resbalan entre los surcos de su frente y se mezclan con el vino que gotea de su larga barba. Una y otra vez, con el reverso de la mano intenta limpiar la comisura de sus labios y vuelve a llevar la botella hasta su boca. Sorbo a sorbo se bebe su amargura, traga sus miedos y huye.
Desde mi ventana veo a los que pasan por su lado. Unos lo hacen deprisa, tan deprisa, que ni siquiera reparan en él. Parecen desesperados por llegar a su destino. Quizá él, alguna vez fue como ellos. Alguna vez tuvo prisa por llegar.
Otros, ajenos al tiempo, pasean con sus paraguas y al llegar al banco de piedra, aligeran el paso. Tienen miedo del hombre que está sentado. Temen que el destino les vuelva como él. No saben que aquel hombre, quizá en otro tiempo, igual que ellos temió al mañana. A un mañana miserable y absurdo.
Los menos, se detienen y miran al borracho. Sacan de su bolsillo unas monedas y se las ofrecen temerosos. El hombre extiende la palma de la mano y en su muñeca distingo una cicatriz. La huella de una decisión desesperada. Recoge las monedas, y ve como se marchan. Durante un rato mantendrán callada su conciencia. Su silencio solo cuesta unas monedas.
Nadie conoce la historia de aquel hombre. A nadie le importa. Solo es uno más. Un miserable más. Un hombre que se ahoga en alcohol, para huir de su realidad. Hace mucho tiempo que dejó de luchar. Que abandonó la pelea. Hace tanto tiempo, que no sabe por qué huye.
Frente al hombre sentado en el banco de piedra, un joven de color, lucha contra el viento, para sujetar unos palos al suelo y tender un plástico blanco que proteja su tesoro de la lluvia. Lo consigue y bajo el techo improvisado, despliega dos sábanas y muestra su fortuna: bolsos de señora, gafas de sol, cinturones de cuero, pulseras, pendientes, anillos y collares. Se sienta en una silla coja, sin respaldo. Y espera. Por delante de su puesto pasan los mismos. Los que van deprisa, los que pasean, los que se detienen y observan.
Una señora con un abrigo de paño se para y habla con él. Sin duda negocian sobre el precio. Va a marcharse sin comprar nada y él la llama, la detiene. Intenta vender con una última oferta. El hambre hace que el precio baje. Por fin, la señora del abrigo de paño, saca de su billetera unos euros y se los entrega. A cambio, recibe un bolso envuelto en las páginas amarillentas de cualquier periódico. El hombre negro le da las gracias con una enorme sonrisa.
Pasan las horas. La lluvia cesa. Nadie más se para junto al puesto. Cae el sol, y el hombre del banco de piedra sigue allí. Borracho. Abrazado a su botella de vino. Gira su cabeza, se agacha y vomita el alcohol y la hiel. Escupe su vida.
El joven negro recoge su tenderete. Se marcha. Hoy solo es un punto y seguido, un renglón más de su diario. Mañana será solo un recuerdo. Un pequeño pasaje de su vida. Una vida cruel, de miedos y de hambre. Mañana volverá. Volverá para rebelarse. Para luchar. Para enfrentarse a su destino con el plástico blanco, los palos y las sábanas anudadas entre sí.
Desde mi ventana, veo como se aleja. Sobre la tierra del parque, la luz de una farola dibuja su sombra. Una sombra triste, que camina despacio, muy despacio. Hasta que lentamente se pierde en las tinieblas.
No se rinde. No huye. Sólo se marcha.
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