Se reproduce a continuación el prólogo escrito por Matilde Torres, ex directora general de Catai, fallecida prematuramente. Orientalia, publicado por Palibrio, es un libro de antropología. Puede adquirir se en tres formatos: tapa dura, tapa blanda y digital.
Prólogo de Orientalia
La biografía de las personas que aman el viaje (así, en singular) se ve jalonada por los hitos que marcan sus diferentes viajes. Lo escribo en singular porque no hablo de todos los viajes, ni de muchos viajes, ni de algunos viajes, sino del hecho de viajar como cambio que transforma nuestra vida.
Un día, me levanto, abro la maleta y meto cosas en ella. ¿Significa esta actividad que ya he comenzado el viaje? ¿O ha sido antes, cuando me dan un papel en el que se dice que voy a volar un día determinado a una hora determinada hacia un determinado lugar? Hay un momento en que el viajero ya no es del mundo que le rodea en su vida cotidiana y lo ve como alejándose de él, como si su cuerpo estuviera allí mientras que su mente está ya viajando hacia otro sitio. Ése es el comienzo. Sin apenas notarlo, todo cambia. Y eso es lo importante, porque este cambio nos trasforma, nos convierte en otra persona, nos revitaliza e impregna de una pátina invisible de la que en nuestro día a día carecemos. Abandonamos nuestra imagen de crisálida, mudamos la piel y pensamos en otras historias.
Todo ello sucede por el hecho simple de que viajar es un estado de ánimo que nos impulsa hacia una forma de conocimiento universal: por un lado, mirando hacia afuera nos acerca a mundos diferentes, extraños o cercanos, y nos relaciona con ellos; por otro, mirando hacia adentro (aunque no queramos), nos obliga a reflexionar, a valorar, a escoger. Es decir, a conocernos. Werner Heisenberg, Premio Nobel de Física en 1932 y uno de los padres de la mecánica cuántica, se atrevió a señalar: “el simple hecho de observar modifica lo observado”. En el asunto de viajes que ahora nos concierne, podemos añadir: “y modifica al observador”.
Si hubiera que empezar a viajar por algún lugar, Oriente lo da casi todo. Un viaje a Asia siempre es un viaje de iniciación, de contenido plural y resultados sorprendentes. Cuando hace treinta años fundamos la empresa Catai Tours, los primeros viajes que ofrecimos fueron a la India y a China, a pesar de que entonces eran países apartados de las rutas turísticas debido a su imagen de dureza y dificultad. Lo primero que aprendí fue que Asia no quería perder su pasado milenario, ni sus costumbres antiguas, ni siquiera pretendía parecerse a la otra mitad del mundo. Hoy sucede lo mismo, pero Europa tampoco quiere perder su pasado milenario, ni sus costumbres, ni su bienestar, ni la fulgente América piensa en comer la hamburguesa, los tacos o el asado criollo con palillos en vez de tenedores, trocar la vegetación floral de sus parques por jardines de pura piedra, una película de Woody Allen por la meditación trascendental o el rock por la música dulce que surge del laúd japonés shamisen.
Carlo E. Ruspoli, autor del libro virtual o físico que ahora tiene en sus manos, dice (con razón): “Distintos, distintos. Entre sí y con respecto a los demás. Eso son los orientales. Nada los une, nada los aglutina”. Excepto a veces la religión. Excepto la familia más cercana. Viven en sus celdillas como abejas solitarias sin saber apenas acerca de quien tienen al lado como vecino. Exactamente igual que le sucede a un neoyorquino en Manhattan, pero con distinta filosofía de vida. Ahí está el desencuentro.
El resultado es magnífico. El viajero llega a la India y pregunta cualquier cosa, por ejemplo, si en ese edificio que tiene ante él hay un cajero automático. La respuesta es un movimiento de cabeza de un lado a otro parecido al que hacemos en Occidente cuando queremos decir no. Y significa todo lo contrario. O nos llevamos la mano al estómago para explicar a un chino que tenemos hambre y él se queda mirando de manera estática con una sonrisa asiática que parece equivaler a un “no tengo ni idea de lo que esta persona está diciéndome”. Con frecuencia, ni siquiera el lenguaje corporal se rige por las mismas normas y eso desconcierta, obliga a buscar nuevas pautas y despierta la creatividad y el sentido de superación que en nuestro medio habitual están adormecidos o escasamente estimulados.
Ese distanciamiento, esa forma de anclarse cada uno en su posición, se rompe con el viaje para convertirse en un compendio de enseñanzas que mucho tiene que ver con la paciencia, la tolerancia, la bonhomía y otras muchas virtudes que suelen acrecentarse cuando se viaja. A ellas hay que agregar una parte sustancial del viaje: su vertiente cultural. Cada paso que damos fuera de nuestro entorno es un aprendizaje, una guía que nos enseña a mirar, oler, palpar, saborear y escuchar más intensamente, una recreación de la otra persona que todos llevamos dentro, un libro (o mejor aún, un mapa) interior que leemos casi siempre sin esfuerzo alguno. Esta relación no camina en un único sentido, sino que va y viene entre ellos y nosotros con la fuerza de un elefante y la velocidad de una gacela.
Carlo E. Ruspoli sabe mucho de esto. Como buen viajero, sabe que nadie puede decir que es aficionado a los viajes, sino que es viajero o no lo es. Él lo demuestra en este libro que titula acertadamente Orientalia, un atlas descriptivo escrito a través de sus viajes por Oriente, fundamentalmente por Asia, pero también por algunos países del norte africano considerados por los viajeros decimonónicos como orientales aunque estén en los mismos meridianos que atraviesan mentalmente España, Francia, Italia, Grecia o Finlandia. En él, mezcla historia, geografía física y humana, fauna y flora, cultura, religiones, leyendas y relatos de sus viajes por unos treinta estados y los tritura en el crisol de los metales brillantes para que sirva al lector de guía o referencia.
Pero ante todo, el libro de Ruspoli sirve para iniciarse en un mundo tan enigmático como cautivador: el mundo de los viajes por oriente. De su mano, el lector puede intuir el contenido, la filosofía o las costumbres (tan distintas a las nuestras) de aquella inmensa y lejana tierra continental. Decia Gandhi: "nuestra recompensa se encuentra en el esfuerzo, no en el resultado"; cambiemos dos palabras y obtenemos esta frase: "nuestra recompensa se encuentra en el viaje, no en el destino". Y al este del Mar Amarillo, otro remata: "un pájaro no canta porque tenga una respuesta, canta porque tiene una canción". Algo que, traducido a nuestro particular lenguaje, podría significar: un viajero no viaja sólo por curiosidad, sino porque tiene por delante un camino interior para conocer y conocerse mejor.
Matilde Torres
No hay comentarios:
Publicar un comentario