Dos días hacía desde que Raquel observó por vez primera rastros de sangre reseca en el tramo de escaleras que iba a dar al rellano de su puerta. Era un quinto piso de un bloque de nueve, pero en ningún otro sector de los que había inspeccionado aparecían esas manchas, impresas como por una huella o una zarpa, muy profundo, fluidos negruzcos medio infiltrados en la misma piedra, describiendo los contornos de un caminar furtivo y luctuoso; alguien inculpó del hecho a la más que segura intrusión de un animal, no obstante, era improbable que un animal desangrado y moribundo no hubiera perecido a su propia hemorragia y merodease por allí todas las noches, menos aún cuando ningún vecino había escuchado ruidos ni golpes ni sonidos de angustia gutural. Junto a la vecina de la puerta contigua, bajaron cubos de agua y lejía y se afanaron en limpiarlas, frotando al límite de las manos y las rodillas, desgastando fregonas y bayetas, incansables. Casi lo consiguieron, borraron las huellas en su mayoría excepto un pequeño cerco difuminado que era, por lo visto, inaccesible a la lejía ni al resto de abrasadores que dispusieron sobre la superficie. "Un trabajo inútil", se decía Raquel resignada, pues al día siguiente volvían a irrumpir en la misma posición en la que se hallaban el día anterior. Vuelta a bajar los cubos, vuelta a realizar complicadas mezclas de productos químicos y limpiadores industriales, pero las manchas no perecían a ningún intento. De mutuo acuerdo en la junta de vecinos, resolvieron ponerlo en conocimiento de las autoridades sanitarias para que una comisión de expertos investigara el asunto y dictaminara si se trataba de los rudimentos primarios de una nueva enfermedad o si por el contrario, eran producto de un transeúnte de las noches, de un algo que ascendía y descendía las escaleras con los pies ensangrentados. No de cara a los vecinos, ya que no se atrevía a exponerla, pero si en la intimidad, Raquel había insistido en un tercera hipótesis, una opción que su propio marido, sentado en el sofá sin prestarle demasiada atención, calificó de ridícula y pueril: "Creo que es un muerto el responsable de todo este caso. Lo siento, lo noto, pero no sabría explicarlo porque no es de aquí, sabes, no es de un suceso próximo, es como que está lejos y cada noche se acerca, vaga por donde desea y arrastra consigo y su cuerpo derretido, vestigios de la sangre que derramó la herida que, tiempo atrás, acabó con su vida". Él, en tono rotundamente sarcástico, asintió riendo a carcajadas un momento, para luego tomarla de los hombros y explicarle, como a una niña temerosa de los monstruos que se esconden en su armario, que los muertos no caminan y mucho menos maltrechos y esparciendo a su paso, gotas de sangre de heridas pasadas. "Eres absurda", agregó con un bostezo y se marchó a la cama. Pese a que la idea de su mujer era descabellada, el cuarto en penumbras le provocó cierto recelo, una sensación de peso en los pies y un agarrotamiento en el cuello: sería miedo aquello, miedo a una suposición estúpida de una mujer asustada que no encuentra respuestas y por ello las crea, miedo a una representación de un espíritu alterado y nervioso, miedo del armario del fondo y de los habitantes de su interior,....Petrificado en el umbral del cuarto, la mano izquierda apoyada firmemente en el quicio, no disponía de lucidez bastante para discernir si era miedo lo que lo atrapaba y le fijaba la postura, pero no fue capaz de pasar al interior. Temeroso e impávido, retornó a la sala donde Raquel, recostada cómodamente en el sillón, reconocía, en las tapas de un libro sobre la obra Harold Lloyd, un antiguo y tímido intento de lectura. La presencia callada y errante de él la asustó levemente: "¿Dónde vas?", le preguntó sin mover la vista de la portada del libro. "Voy a por un vaso de agua. Tengo la boca seca. ¿Vienes a la cama?, preguntó con la esperanza de que le fuera a acompañar. Raquel se dio vuelta en el sillón, posó el libro sobre la mesa, lo miró con picardía por encima del respaldo, como adivinado las raíces de un temor nuevo, y dijo simplemente: "!Vamos!".
Los investigadores del ministerio de sanidad, luego de efectuar minuciosos estudios sobre el terreno durante dos días, y ponderando todos los factores y posibilidades, concluyeron que lo que ocurría en esa escalera, se reducía a que, cada noche, aparecían huellas ensangrentadas que el día anterior no existían. Por supuesto, esta respuesta absurda, pues les reiteraba lo que ya conocían, no llevó la satisfacción a los vecinos, que protestaron y se agolparon con pancartas entorno a la sede ministerial, ya que consideraban que se habían reído de ellos, y que el estudio tan sólo había sido una farsa, un sutil juego de ficción que pretendía minimizarlos. Al regresar de la pequeña y no especialmente beligerante concentración – los efectos de un enfado se miden en la insistencia y la intensidad de las protestas - uno de ellos, posiblemente el abogado del tercero B, propuso al resto una reunión espontánea en un restaurante de la zona, donde comerían y beberían hasta reventar (forma bastante habitual de mitigar las irritaciones), para después ir a bailar y a putear, y a no ejercer esa noche misión ni encargo distintos del placer y la lujuria desatada. Esa proposición fue recibida con ansiedad, por lo que todos se adhirieron y de inmediato marcharon bajo la tutela del abogado, que les prometía un método seguro de evasión y pacificación de sus espíritus alterados. Fueron todos, todos cogieron sus coches y siguieron al abogado (que gracias al desempeño de su trabajo, conocía a la perfección la inmensa mayoría de los restaurantes de la ciudad, además de los bares, los pubs, las cantinas, e incluso la intrincada ubicación de las tascas indecentes y podridas de los barrios altos de la periferia), todos excepto Raquel, que no entendía la actitud sumisa a los instintos de sus vecinos, y menos aún, la de su propio marido que, feliz como pocas veces lo había visto, no dudó en darle un acelerado beso de despedida, introducirse en al auto negro del abogado, y decirle a través de la ventanilla mientras marchaban: "Volveré tarde. No olvides que no me llevo llave, así que debes estar atenta a cuando llegue para abrirme la puerta". Quedó en la acera, observando el auto alejarse, furiosa e indignada, del mismo modo a como habría de penetrar en el portón del edificio, ascender lentamente las escaleras experimentando la sensación de que la ira cedía paso al resquemor y éste a un miedo inmundo y suave que se deslizaba enervante desde la punta de los cabellos hasta la gruesa circunferencia de los tobillos. Fue en ese preciso momento, en el que recordó que aquel día, poco antes de partir hacia la plaza donde se situaba el ministerio, no había necesitado ponerse zapatos, e incluso, como una imagen sobrevenida a su propio estado de conciencia, vislumbró los tacones aún bajo la cama y no recubriendo sus pies. Al momento, una vez que se hubo desprendido de esta figuración, un dolor intenso y agudo hasta el crujir de arterias, le recorrió las piernas como látigos incandescentes; tendida en el rellano previo al tramo de escaleras que, irremisiblemente, desembocaban en su puerta, se incorporó dolorida, y gimiendo de terror, observó sus tobillos, dos muñones sangrientos, mortificados en la profusión de capilares rotos y ligamentos descosidos, que se consumía como en una particular hoguera de alcoholes y lejías, como expuestos a una infernal ventisca de arena y alfileres. Procuró por todos los medios no mirar el estropicio y apoyarse en la baranda para lograr subir el tramo que le restaba. Varias veces resbaló y gritó, varias veces manchó de sangre las barras de metal. Finalmente, logró alcanzar el rellano, dejando atrás una hilera de rastros idénticos a los que aparecían de noche en noche, pero ante la feroz persistencia del dolor que arreciaba infranqueable y los nublos paulatinos que cubrían sus retinas, renunció a llegar a la cerradura de la puerta, renunció a entrar en su apartamento pues nada tenía ya que hacer y, situándose con la espalda sobre la pared y con la respiración exasperada y jadeante a consecuencia del esfuerzo, resolvió esperar pacientemente a que la hemorragia acabara con su vida, y así poder convertirse en el muerto insólito que daría respuesta al enigma de las huellas, el muerto que merodearía y vagaría todas las noches a lo largo de esas escaleras, sangrando por una inexplicable herida del pasado.
Empezaba a clarear en los ventanucos de ventilación del edificio. Su marido, visiblemente borracho y con la juerga aún prensada en la inercia de sus gestos, se sitúa frente a la puerta medio tambaleándose y pulsa el timbre con desgana. Una sonrisa estúpida surca su cara mientras aguarda tranquilo. Ante la inexistencia de respuesta, repite la operación dos, tres veces, pulsa compulsivamente alterando la paz del rellano sereno tras una batalla de la que apenas quedan rastros, excepto los habituales de cada noche. Se da la vuelta enfadado y enciende un cigarrillo. En ese justo instante, la puerta se abre sigilosamente a sus espaldas. "Ya era hora", comenta él con la entonación feliz de las fiestas. Entra y cierra; su mujer no está, la busca entre la penumbra, cruza el pasillo, llega hasta el dormitorio y de un solo movimiento de cuerpo, se rinde sobre el colchón sin importarle si estaba o no allí su mujer, intenta quedarse dormido, pero no puede a pesar de la carga que el alcohol ejerce en su cabeza. Enfadado y molesto, sintiendo cercano el vómito liberador de la nausea, alarga el brazo y enciende la luz de la mesa de noche. Ha escuchado un ruido cuya procedencia sitúa, irracionalmente, en el armario, un ruido de pies sobre pastos resbaladizos, la secreta concreción de una incapacidad. Se levanta, con voz firme pregunta que quién está ahí. No hay respuesta a su requerimiento, se aproxima y agarra la manivela, pero la suelta al instante, como aguijoneado por una sospecha horrible; antes de abrir, escucha un grito árido, unos pasos apurando la longitud del pasillo con una rara suerte de vehemencia atribulada; ya sin respiración, aterrado, observa, a través de una de las lunas del armario, que su mujer lo espera desencajada, sentada al borde de la cama, afligida pero sin llanto, muerta ya, desangrada y vacía con los pies en la mano.
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