lunes, 15 de julio de 2013

LA VOZ DEL CEMENTERIO

El frío era tan intenso aquella tarde, que la sensación de helor que provocaba el gélido viento, acartonaba las extremidades de quien se expusiera a aquella ventisca helada. En el cementerio de San Isidro apenas aguantaban a la intemperie catorce o quince personas, estoicamente, en pie, sólo sostenidos por su propio dolor mientras escuchaban con poca atención el piadoso sermón del padre Damián.

Era el día del entierro de Clara López. Sólo la familia y unos cuantos amigos habían acudido a darle el último adiós. En primera fila y junto al sacerdote, sollozaban Juan y Carlos, marido e hijo de la difunta. Abrazados y en silencio observando con impotencia cómo los dos operarios del cementerio introducían el ataúd color de haya en el nicho después que el presbítero hubo finalizado su oración, coreada de un apagado amén. Acto seguido, Juan depositó encima del féretro un triste ramo de rosas rojas y blancas envueltas en celofán, justo antes de que los albañiles sellasen el nicho bajo la atenta mirada de todos los presentes. Primero un murete de ladrillos y después una capa de yeso blanco para cerrar el hueco antes de encajar la lápida.

—Te acompaño en el sentimiento, Juan —le dijo Alberto con solemnidad mientras le abrazaba—. La vamos a echar mucho de menos. —Apostilló con tristeza.

—Muchas gracias —le respondió Juan con voz entrecortada mientras unas amargas lágrimas escapaban de sus ojos.

Durante unos minutos, Juan recibió las condolencias y pésames de algunas personas queridas. Cuando terminó de atenderles, camino de la desvencijada puerta del cementerio, el padre Damián se dirigió a él :

—¿Cómo te encuentras?— le preguntó amigablemente.

El joven viudo apenas fue capaz de asentir lastimeramente mientras su mirada, perdida y vacía, inundada de dolor, vagaba por el horizonte como alma en pena. El sacerdote respetó el sufrimiento silencioso de su sobrino y le acompañó con aflicción junto a su hijo y el resto de allegados hasta el aparcamiento exterior.

Alberto, el compañero de trabajo de Juan, caminaba con su esposa, Eva, unos metros por detrás.

—¿Todavía no se sabe nada? —susurró Eva a su marido.

—Te he dicho que no es el momento de hablar de estas cosas —respondió Alberto con gesto de enfado por la inoportunidad de la pregunta.— Además, no se conocen los resultados definitivos de la autopsia, hemos de esperar...

—¡Seguro que la mataron! —interrumpió Eva ante el desespero de su marido– ¡Dicen que la encontraron muerta en su coche...! Y además ¡la policía no encontró sangre! Eso no es normal...

El siniestro viento helado sopló con violencia obligando a los asistentes a apretar el paso, acallando los rumores de las habladurías y arremolinando las hojas caídas al son de un silbido inquietante.

Mientras, en otro lado del cementerio, dos operarios se afanaban por terminar pronto su trabajo.

—¡Este maldito tiempo! Tengo las manos congeladas. Acaba ya con la lápida que está anocheciendo, y ya sabes que no me gusta andar de noche por el cementerio —dijo Samuel, que rondaba los cuarenta años y lucía un rizado cabello entrecano.

—Me parece que no vamos a tener suficiente yeso —insinuó Saturnino a su compañero.

Los dos se miraron durante unos segundos y Saturnino comprendió que de nuevo le tocaba a él ir a buscar lo que faltaba a la vieja y destartalada caseta de los trastos.

—¡Maldita sea! Es la tercera vez que te quedas corto esta semana. ¡Siempre tengo que ir yo cuando falta algo! —protestó.

—Está bien, está bien, si quieres voy yo, pero no sé que irá a opinar tu mujer si se entera donde estuviste el martes por la noche... —espetó Samuel con una malévola sonrisa entre los labios.

No era la primera vez que chantajeaba a su compañero a costa de aquella noche en el prostíbulo del pueblo de al lado, pero en cierto modo se regodeaba de la forma en que podía manipularle, siempre con ese tono ironista que le distinguía.

—¡Eres un cerdo! —masculló el resignado Saturnino tras arrojar al suelo su espátula y enfilar a regañadientes el camino de la caseta mientras su colega le observaba con una sonrisa de complacencia: una vez más se había salido con la suya.

Samuel se frotó las manos para hacerlas entrar en calor. Nunca usaba guantes en el trabajo, ya que según él "perdía el tacto de las cosas". Miró hacia arriba por encima del pasillo de nichos donde se encontraba y observó la silueta fantasmal de la luna llena, recortada sobre un cielo negro y espeso, nublado, oscuro... Se apercibió que casi había anochecido, sólo la luz mortecina de unas pequeñas lámparas iluminaban aquel tétrico lugar. A él tampoco le gustaba permanecer en el cementerio de noche, quizás fueran los miedos inculcados desde niño; aquellas supersticiones sobre los fantasmas que deambulaban entre la bruma que tanto le habían aterrorizado. Él nunca había visto nada, pero tenía claro que no iba a quedarse allí dentro para comprobarlo.

—¡Demonios! ¡Qué frío hace! —habló en voz alta mientras se abrochaba el último botón de su anorak. Buscó nervioso en el bolsillo del pantalón su paquete de tabaco. Se llevó a la boca un cigarrillo y tras varios intentos, pudo encenderlo a pesar de las fuertes rachas de viento.

Fue tras dar la primera calada al cigarro cuando oyó algo. No sabía bien lo que era pero estaba seguro de haberlo escuchado. Giró sobre sí mismo, observó alrededor y no vio nada extraño. Las silenciosas hileras de nichos salpicados de ramilletes de flores mustias le observaban impasibles desde la penumbra. Sus ojos no alcanzaban a observar nada vivo, ni tan siquiera las ramas peladas y nudosas de los árboles secos que asomaban, amenazantes y grotescas por encima de los nichos.

Samuel se hallaba en la mitad del pasillo dieciséis, de unos treinta metros de largo acotado por dos hileras de nichos. El cementerio de Santa Ana era completamente rectangular, con sus calles perpendiculares unas a otras. El lugar donde ahora se encontraba estaba bastante alejado de la salida, por eso resultaba difícil que pudiera escucharse la voz de una persona desde el exterior, y como siempre él y su compañero eran los encargados de cerrar el cementerio, luego nadie más quedaba allí dentro salvo ellos "Y los muertos no hablan" Pensó.

Volvió a escuchar algo y se sobresaltó, sintió erizarse el vello de su cuerpo porque a pesar de estar solo, creía haber oído... un susurro. No podía identificar exactamente de dónde procedía, porque las repentinas rachas de viento se lo impedían.

—¡Muy gracioso Saturnino! —espetó en voz alta tratando de convencerse de que era su compañero quien le intentaba gastar una broma macabra —¡Te he descubierto! ¡Sal ya de donde estés y dame el maldito yeso que hace mucho frío!

El silbido del viento fue la única respuesta. Samuel protegió sus ojos de un remolino de aire y tierra que le cegó durante algunos segundos. De repente, cesó la ventisca, y el sepulcral silencio permitió a Samuel escuchar los acelerados latidos de su propio corazón. En aquel momento un nuevo susurro, esta vez más alto y nítido le hizo darse la vuelta. Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando consideró la posibilidad de que el misterioso murmullo proviniese de aquella tumba recién sellada.

Permaneció durante unos instantes de pie, inmóvil frente al nicho, con los ojos muy abiertos. Unas gotas de sudor frío resbalaron por su frente. A pesar de que el pavor había hecho presa en él, algo le impedía salir corriendo. Quizás la vergüenza de encontrarse con Saturnino y sentirse ridículo huyendo de algo sin fundamento le hizo reaccionar con más templanza. ¿Realmente había oído aquello? ¿Provenía de allí? ¿Sería una broma de su colega? ¿O quizás habrían enterrado a una persona viva...? Sin pensarlo dos veces recogió el martillo del suelo y se acercó a la tapa del nicho. Su corazón palpitaba de forma salvaje cuando aproximó su rostro temeroso al sepulcro: nada se oía. Se acercó aún más al nicho y aplicó su oído izquierdo a la losa de mármol.

—Abre la lápida— susurró con suavidad una voz de mujer...

Saturnino se esforzaba por colocar una bombilla en el techo de la vieja caseta. Había tardado un buen rato para encontrarla en medio del desorden de aquella hedionda leonera sumido en la oscuridad más completa, con la única ayuda de la luz de su mechero.

"Me voy a tomar mi tiempo para arreglar esto" pensó Saturnino con desdén.

Imaginaba a Samuel tiritando de frío en el exterior, mientras él recuperaba su resuello dentro de aquel maloliente chambado. "Se lo tiene bien merecido el cabrón" .

Según transcurrían los minutos, el achaparrado albañil fue consciente de que debía volver lo más rápido posible con el yeso, ya que, sumido en sus pensamientos vengativos, había olvidado que la noche caía sobre el cementerio con toda su negrura.

A pesar de los incidentes ocasionados por el peculiar carácter de Samuel, Saturnino había desarrollado una importante dependencia hacia él. Juntos visitaron lugares que jamás hubiese soñado, alternando con las mejores prostitutas de la comarca, y además, cuando iba mal de dinero, incluso le prestaba algo, eso sí, con intereses. No había nada que hiciera por él de forma filantrópica, porque al fin y al cabo le utilizaba y explotaba aprovechándose de su poca inteligencia.

Cuando pudo encender la luz, encontró un saco de yeso medio lleno que había tirado en una esquina justo al lado de una sucia manguera. Al abrir la puerta, se sorprendió de que el viento hubiese cesado, aunque todavía hacía frío. Caminó con paso vivo hacia el pasillo número dieciséis, y mientras, pensaba con cierto regodeo en el tiempo que había hecho esperar a su colega.

"Espero que no se enfade mucho" Saturnino, conocía desde tiempo el carácter de su compañero y sabía de su mal talante, pero había disfrutado su "pequeña venganza particular" y se sentía satisfecho.

Cuando encaró el pasillo en cuestión observó a su compañero sentado en el suelo.

—Lo siento. No encontraba el dichoso yeso. Lo tenemos todo tan desordenado que cualquiera...

Interrumpió sus disculpas bruscamente al apercibirse de que algo no iba bien: Paco estaba sentado en el suelo, inerte, como un muñeco de trapo colocado encima de la cama de un niño. Su cabeza caída hacia delante le impedía divisar su rostro y aún sostenía en la mano derecha uno de los martillos. Arrojó el saco y se aproximó a la carrera.

En el suelo se esparcían los fragmentos de lo que antes habían sido la lápida del nicho y los ladrillos del murete que sellaba el compartimento. Además, el ataúd estaba fuera y se encontraba apoyado entre la pared y el suelo, aparentemente cerrado. ¿Por qué su compañero rompió la lápida de aquella forma y había sacado el ataúd?

Se aproximó a Samuel y al levantarle la cabeza observó la expresión de horror dibujada en su rostro con los ojos abiertos como platos y gran cantidad de sangre manando de una herida en su cuello.

—¡Dios Santo!— exclamó presa del miedo.

Se incorporó con rapidez para pedir ayuda, pero al volverse vio una imagen espectral que se recortaba contra las luces del pasillo. Una mujer, de pelo blanco, joven y bella. Vestía una túnica también blanca y caminaba hacia él descalza. Sus grandes ojos negros le observaban con avidez, desprendiendo un siniestro brillo que a Saturnino le pareció tranquilizador, por eso ni tan siquiera se preguntó quién era aquella joven. Tampoco le extrañó la ligereza de sus ropas en un clima tan gélido. El asesinato de su compañero también había pasado a un segundo plano. Embriagado de un placer indescriptible, creyó estar flotando en un mar de éxtasis para sus sentidos. El rostro de aquella mujer le recordaba a la vez el de todas aquellas con las que había experimentado sus mejores momentos de placer individual en compañía de las revistas que escondía debajo del colchón de su cama. Él la veía levitar sin que apenas sus pies tocasen el suelo, pero no era consciente de que se acercaba lentamente sin apenas mudar el gesto.

Saturnino, fascinado por el rostro angelical que le sonreía mostrando unos labios rojos y exhuberantes no apreciaba como realmente, de aquella boca sobresalían dos colmillos excesivamente puntiagudos y amarillos. De su horrenda boca rezumaba la sangre de su compañero mientras abría sus fauces con una expresión demoníaca en su rostro. Lo último que pudo percibir en su vida fueron las manos heladas de aquel ser en la cara y el intenso dolor de una mordedura en su cuello.



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