Si algo caracteriza la idea de modernidad, desde el Renacimiento hasta nuestros días, pasando por la Ilustración y el positivismo, es la creencia ingenua de que el incesante avance de la educación, la ciencia y la técnica, indefectiblemente, conducirá a la humanidad, por el camino ascendente del progreso, hacia un futuro de dicha y bienestar. La visión del tiempo es lineal y progresiva, se idolatra el cambio y el futuro es la tierra prometida. Nuestro tiempo, que apenas comienza y que algunos han llamado pos-moderno es un tiempo de transición. Transición entre milenios y sobre todo entre épocas. El rasgo que distingue este tiempo es la crítica de la idea misma del progreso. Como bien dice Octavio Paz:” Vivimos el ocaso del culto al futuro… La modernidad está herida de muerte: el sol del progreso desaparece en el horizonte y todavía no vislumbramos la nueva estrella intelectual que ha de guiar a los hombres”.
Con el
derrumbe de la idea del progreso y el fin de la veneración del futuro, han
entrado en crisis terminal las utopías, construcciones intelectuales
típicamente modernas que nos han conducido a más de un genocidio, pero que
también sustentan gran parte de la esperanza del hombre en un porvenir mejor.
Con el crepúsculo del futuro asistimos impotentes a la entronización del tiempo presente, del “hic et nunc”. De esta absolutización del “ahora”,
vulgar caricatura del “carpe diem” del magnífico Lorenzo, se pasa fácilmente a
una sociedad impregnada por un materialismo asfixiante y simplista, un
hedonismo promiscuo y un egoísmo despiadado y obtuso. Esta sociedad que ha
perdido demasiado el sentido de la trascendencia y sus puntos de referencia
fuera del tiempo, está caracterizada por el fenómeno del consumismo. Se trata
de una cultura que identifica a la persona con lo que está en capacidad de
procurarse para conseguir placer. Una sociedad que ha hecho del “consumo” el
elemento directivo de la entera experiencia humana. Juan Pablo II, en la “Centesimus
Annus” nos advierte:”No es malo el deseo de vivir mejor, pero es equivocado el
estilo de vida que se presume como mejor, cuando está orientado a tener y
no a ser, y que quiere tener más no para
ser más, sino para consumir la existencia en un goce que se propone como fin en
sí mismo.”
En el fondo
de esta mentalidad consumista, que desafortunadamente se ha vuelto parte
esencial de nuestra cultura, está la idea de que la acción material de poseer
una cosa y servirse de la misma pueda resolver todos los problemas y liberarnos
de nuestras “esclavitudes”, inclusive las de carácter interior. Síntoma
“folklórico”, pero ilustrativo, de esta actitud es la creciente popularidad de
las medicinas que prometen eliminar no sólo los dolores sino también la
ansiedad, de las vacaciones organizadas con la “garantía” de la diversión y de
las prácticas “para-mágicas” que “garantizan” la serenidad. El politólogo
italiano Antonio Gambino afirma que el término “consumir” ha perdido toda
substancia y viene a coincidir con una obsesionante búsqueda de distinguirse y contraponerse
a los otros, con un “poseer” que adquiere valor y placer sólo si se tiene más
de los demás y con exclusión de los demás.
La sociedad
consumista – que no es una élite ampliada de los “happy
few” de decimonónica memoria, sino una enorme e informe conglomerado de
individuos anónimos – tiende, por tanto, a convertirse en una
sociedad de hombres-masa desesperados,
cuyas casi únicas salidas son la agresividad y la violencia. Violencia sobre
las cosas (por eso es siempre menos recomendable ir a un estadio de futbol o a
un concierto masivo de rock) y violencia sobre los hombres, particularmente, si
son o parecen ser “diferentes” cultural o étnicamente. En efecto el consumismo,
juntamente con las migraciones masivas y la crisis económica, está a la base de
la preocupante exhumación del racismo en la rica y “civilizada” Europa.
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