jueves, 3 de octubre de 2013

El monstruo


-Bellísimo -dijo el director del museo.

Se estaba refiriendo, claro está, a la última adquisición del museo: la estatua de un monstruo de tipo reptil, de seis patas, con alas de murciélago medio desplegadas y en actitud agresiva; la cabeza estaba girada unos centímetros hacia la izquierda, mirando al frente con un ojo fiero. La boca entreabierta, cargada de colmillos, completaba el efecto. La cola descansaba sobre el suelo. En total, medía unos diez metros.

-Bellísimo -repitió. Acarició la fría piedra, a sabiendas de que no debería hacerlo-. Han hecho un excelente trabajo.

Se refería a los restauradores. La estatua había sido encontrada en la selva amazónica hacía varias semanas por un grupo de investigación. Al parecer estaban buscando nuevas especies animales cuando tropezaron literalmente con aquella obra de arte: la vegetación la cubría por entero. Avisaron por radio de aquel descubrimiento, a pesar de la reticencia del guía indígena -viejo y muy supersticioso-, y pronto se limpió un tramo de selva (ante el horror de los investigadores) y se sacó, con las debidas precauciones, con un helicóptero. Ahora, limpia de musgo y suciedad, se exhibía en el museo arqueológico de Río de Janeiro.

Hubo una gran afluencia de público para verla. cosa que Joao, uno de los vigilantes, no comprendía. Aquella estatua era verdaderamente horrenda, comentario que no podía evitar decir en voz alta cuando pasaba ante ella.

Un año más tarde, la estatua ya había perdido su popularidad, aunque seguía siendo la atracción del museo, que la exhibía tras unos cristales a prueba de balas desde el intento de robo: unos encapuchados habían conseguido entrar (nadie sabía como) y estaban intentando llevársela tirando de gruesas cuerdas amarradas a ella cuando fueron sorprendidos por los vigilantes. Uno de los ladrones -que resultó ser el guía de la expedición descubridora- fue internado en un hospital psiquiátrico, ya que cuando fue detenido no hacía más que repetir:

-¿Estáis locos? ¡eso no debería estar aquí! ¡debéis deshaceros de él!

Evidentemente, sus ruegos fueron desoídos.

Un mes después, la estatua fue cambiada de lugar: se había producido una fuga de agua de las cañerías del techo de la sala donde estaba, y ya se sabe la enemistad existente entre el arte y la humedad. Llevaron la escultura a un sótano y le impusieron una vigilancia nocturna.

A Joao le tocó la segunda noche. Odiaba quedarse a solas con aquel engendro -como él lo llamaba-, pero no podía hacer nada al respecto: la reparación aún duraría un par de días más.

Aquella noche, como de costumbre, Joao se acercó a la gran estatua, y comentó:

-Eres monstruosa. Si fueses mía, te hubiese reducido a polvo hace tiempo. No sé cómo la gente puede pagar por verte.

Y, sin ninguna razón especial, golpeó la mandíbula de la escultura con el puño.

Entonces el monstruo movió su cabeza, apartó el puño e, inclinándose, le arrancó las piernas de un mordisco.

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