martes, 8 de octubre de 2013

Profetas del Renacimiento


El nombre de Eduardo Schuré resulta conocido a los que hayan leído su libro más famoso, titulado Los grandes iniciados, en el que presentaba bajo una luz unitaria a los fundadores de las religiones, libro que ha tenido y sigue teniendo su éxito, más o menos limitado, en un mundo donde lo religioso se vuelve cada vez más apremiante y más actual. Pero como todo resulta confuso y todo se presta a una penosa mezcolanza, más peligrosa a menudo que el ateísmo puro, hay que ir con pies de plomo y saber distinguir entre ocultismo y esoterismo, entre religión y moral, entre orientalismo auténtico y orientalismo de feria, entre sutiles investigadores del alma y brutales torturadores del cuerpo. Hubo siempre, desde que nuestra religión aparece en la tierra, intentos de destruirla desde dentro, y gran parte de las herejías aparecen como puras técnicas de desestabilización cristiana. Pues hoy sucede lo mismo y, entre tanto budismo y tanto tantrismo y brujería y satanismo, uno no sabe ya qué camino elegir, puesto que, muy a menudo, se nos va el santo al cielo, enojado y aburrido por tanta pasión seudorreligiosa. Lo mejor, ahora como siempre, es estar de acuerdo con lo religioso y saber acogerse a la ortodoxia, bajo la protección de los evangelios. Por este motivo, cualquier interpretación que no esté estrictamente de acuerdo con la Iglesia me parece sospechosa. Me refiero, claro está, a la Iglesia de los textos sagrados, que nunca falla y que ha podido conservar su esencia intacta, a pesar de los abusos humanos, demasiado humanos, de sus a veces indignos servidores. Y se me ensombrece la memoria recordando las trágicas aventuras de los enamorados de la pureza religiosa y de los cultores de un cristianismo digno de sus orígenes –Dante y los suyos, ante la descomposición inmunda que conoció la Iglesia hasta en la Edad Media y que culminó con el exilio a Aviñón y, más tarde, con la muerte de Savonarola al que hoy, por cierto, piensan llevar a los altares-, aventuras no desprovistas de una enorme y aleccionadora actualidad.

Escribo obsesionado por lo que sucede alrededor nuestro. Acontecimientos terribles nos obligan a contemplar la otra cara de la moneda, a insertar lo que ocurre para la alegría cotidiana de los medios de comunicación, en otra perspectiva, inactual diría, pegada a otra realidad. El mismo terrorismo, físico y psíquico, que domina casi todo lo que está ocurriendo, la injusticia transformada en medida exclusiva de lo justo, en el marco de una ya clásica inversión de los valores, no es más que un instrumento metafísico, algo tan tremendamente aleccionador y simbólico como el rostro cansado de Fraga o el permanente desvarío intelectual de Alfonso Guerra. Esta cara visible de la realidad implica su propia contradicción, su adhesión a una caída, que puede ser el fin, parcial o definitivo, de un tiempo mucho más amplio que el nuestro. Nuestro tiempo, de este modo, resulta ser un eón, una vasta aglomeración de tiempos menores corriendo hacia la suerte mayor de su propio cumplimiento o de su muerte. Esto lo intuyen claramente los que saben de historia de las religiones y de esoterismo. Lo político se vuelve historia y es metafísica pura, en el marco de un destino al que cumplen, en su más mínimos detalles, los políticos, los verdugos y los grandes torturadores más o menos ocultos de la humanidad.

Y todo tiempo fue así. Ya que todo tiempo no es sino un fragmento, siempre igual a sí mismo, a pesar de lo que digan los historiadores. Pienso en la época enfocada por Schuré en su libro Los profetas del Renacimiento (Ed. Laterza, Bari, cuarta edición, 1983), al que acabo de encontrar en una librería de Turín y al que leí con bastante prisa, deseoso de llegar al final, algo frustrado y desengañado, desde las primeras páginas. Porque el autor nos promete mucho y cumple poco. Sus “profetas” son un poeta y cuatro pintores: Dante, Leonardo, Rafael, Miguel Ángel y Correggio. Todos ellos, pero sobre todo Dante y Leonardo, descubren “las fuerzas nefastas” que dominan su mundo, el fragmento de tiempo que les toca vivir. Leonardo se da cuenta de que la razón y la ciencia no son capaces de sorprender el misterio y dar cuenta de él, y pasa al arte con el fin de profundizar el enigma. Todo se vuelve símbolo, como en “La última cena”, de Milán, donde sabe retratar el misterio profundo de la religión cristiana. Judas es el mal, o su modesto representante, y está allí desde el principio, como una prueba de que en los mismos momentos fundadores de una religión revelada es preciso que aparezca el personaje, fundador también, pero del revés de la medalla. Representante del mal dentro del cristianismo, padre de todos los que han deformado el mensaje o han tratado de deformarlo, traicionándole en su esencia desde entonces hasta hoy. Herejías, reformas, separaciones, quisquillosismos diabólicos, alianzas con el mal, abusos e impurezas, contradicciones abominables, la historia misma de la Iglesia de Cristo empieza su itinerario en el momento de la Cena, cuando Dios está presente y cuando, con la simbolización ritual del pan y del vino, misterio estremecedor entre todos los misterios, el Mal clava en el cuerpo místico del edificio su primera flecha envenenada. Desde entonces hasta hoy la historia del cristianismo no ha hecho sino repetir aquella básica tragedia, esclarecedora de la tragedia humana.

Cuando el otro día el presidente del Consejo, hablando de la ejecución del poeta negro, decía, con su habitual sentido de la irrealidad, que aquello “está en contra de la historia”, tenía que haber dicho lo contrario: aquello estaba dentro de la historia. Nadie, en lo horroroso, se mueve contra la historia, ni siquiera los socialismos en el poder. Contra la historia se habría levantado algún que otro poeta o santo, pero tengo la impresión de que don Felipe no sabe mucho de esto. Nunca lo sabe un político, que es, forzosamente, autor de historia. Buena o mala, esa es harina de otro costal.

Pensemos en Dante y en el viaje iniciático que realiza en el mundo del más allá, viaje profético, auténtico “método del conocimiento”, como bien lo define Schuré, porque concluye una época y abre otra, y porque sintetiza la sabiduría secreta de los últimos siglos medievales. Obra tan compleja y tan completa como el lenguaje plástico de una catedral gótica. Pensemos también en la lucha que Dante llevó a cabo con el fin de purificar las costumbres eclesiales de su tiempo y en el sueño que soñó en relación con el Imperio universal, destinado a liberar a todos los hombres de la tierra, en el marco de una religión vuelta a su pureza inicial. La vida de Dante es quizá la más representativa en el marco de la cultura occidental, porque representa conscientemente una actitud contra la Historia, un intento de corrección, al que nadie logró llevar a cabo, porque todos los rebeldes (Savonarola, como decía antes, o San Francisco de Asís) fueron condenados y ejecutados o, con más suerte algunos, fueron aceptados como tales reformadores y rápidamente eliminados como doctrina, considerados como peligrosos destructores de un orden bien sentado en su propia malignidad. Es la historia misma del franciscanismo, que todavía no ha terminado, desvirtuada durante los últimos decenios por los propios franciscanos, de la misma manera en que los templarios, los jesuitas o los dominicos de su primera fase no se parecen a los de la última. Se plegaron todos al tiempo histórico y traicionaron su mensaje fundador. Recuerden las dificultades que tuvieron que pasar Fray Luis de León o San Juan de la Cruz, dentro de la misma desgracia.

¿Hasta qué punto Julio II fue un gran pontífice, y hasta dónde lo siguió Miguel Ángel en su búsqueda artística? ¿Era deber de la Iglesia dejarse arrastrar por los caminos de la Historia o, más bien, levantarse contra ella con el fin de alejarse de la política y dejar al ser humano libre para que cumpliese su destino como ente espiritual y no como mero monigote físico? En el fondo, el Renacimiento, según Schuré, no es sino una metamorfosis de la antigüedad, un cambio de imagen, seguido por la presencia de lo eterno femenino (que es más bien medieval) y por la revelación jerárquica de “los tres mundos”, divino, humano e infernal, tal como aparece en La Divina Comedia. Es aquí, precisamente, donde el pensamiento de Schuré aparece como algo inseguro, deseoso de descubrir leyes detrás de los acontecimientos artísticos de la época y dejarlo todo bien claro y arregladito. Creo que Burkhardt fue más explícito y más profundo. El Renacimiento no es sólo lo que Schuré observa en él y hoy, años después de la primera publicación del libro, sabemos más y con más criterio de separación y síntesis. Sin embargo, el autor acierta cuando piensa que, por encima de las destrucciones y mediocrizaciones de la democracia actual, el ser humano ha vuelto a descubrir el camino que une la religión a la ciencia, clave quizá del mundo de mañana, clave no muy nueva ya que la misma Edad Media, y en gran parte el Renacimiento también, han utilizado para despejar los derroteros políticos de la Historia. Derroteros inferiorizantes, como nos podemos dar cuenta comentando las frases cabalísticas de los políticos, pero formando parte de la eterna tragedia del hombre.

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