Mientras China siga siendo una nación de fumadores de opio no existen motivos para temer que pueda convertirse en una potencia militar de ningún peso, puesto que el hábito del opio merma las energías y la vitalidad de la nación.
(El cónsul Hurst ante la Comisión Real sobre el opio, 1895).
Temo el juicio de Dios contra Inglaterra por nuestra iniquidad nacional respecto a China.
(Del diario de W.E. Gladstone, 14 de mayo de 1840).
Un fumadero de opio en Cantón |
“Tributo de los bárbaros rojos”. Aquella frase, aplicada al pueblo mongol, anamés y coreano, valió también, en agosto de 1793, para la ondeante bandera del sampán que trasladaba al embajador inglés del gobierno de su majestad Jorge III a la presencia del todopoderoso emperador de China. Junto con Lord Macartney viajaban una gran variedad de productos ingleses de todo tipo, muestra de lo más granado de la industria y ciencia inglesas.
Muchos años atrás, en 1516, China había tenido el primer contacto oficial con la cultura occidental cuando los primeros marineros portugueses arribaron a las costas del gran país asiático. Los holandeses no tardarían en seguir los pasos de los lusos. El primer barco inglés llegó en 1626. Para entonces los comerciantes portugueses ya se habían instalado en Macao.
Desde el principio los marineros y comerciantes occidentales vieron en China su gran oportunidad, y en la mayoría de casos su actitud respecto a los chinos y su gobierno fue de desprecio cuando no de clara hostilidad. En 1637 el capitán Weddell forzó su camino en el estuario del río de las Perlas bombardeando los fuertes del Bogue, la desembocadura de dicho río. La presión por parte occidental siguió creciendo hasta que en 1685 el emperador declaró a la ciudad de Cantón como puerto franco para que aquellos bárbaros pudieran comerciar legalmente. En 1689 los rusos firmaron un tratado con el gobierno chino, instaurándose una caravana comercial periódica entre Rusia y China que cruzaba el temible desierto del Gobi. En 1715 la Compañía de las Indias Orientales establecía sus primeras factorías en Cantón.
Desde el siglo XVI jesuitas y franciscanos habían venido realizando misiones evangelizadoras en tierras chinas, y los primeros llegaron a tener una gran influencia en la corte imperial, hasta que en los primeros lustros del XVII su ascendiente comenzó a resquebrajarse. El cristianismo fue prohibido, pero aun así nunca llegó a desaparecer, pasando a una situación de clandestinidad.
Aunque Macartney logró evitar el koutou, una ceremonia basada en una serie de reverencias que los enviados extranjeros eran obligados a hacer en señal de sumisión al emperador, no logró convencer, sin embargo, al viejo emperador Chien-Lung de la utilidad de aquellos extraños presentes que el embajador británico le había llevado. Como dejó bien claro el emperador, China no necesitaba a occidente.
La subsiguiente política británica respecto a China vino condicionada por diversos factores. La pérdida de las colonias norteamericanas había supuesto un gran golpe a la economía de las islas. Gran Bretaña, que por entonces se encontraba ya en los primeros pasos de la Revolución Industrial, vio como sus manufacturas comenzaban a apilarse en los almacenes sin encontrar salida alguna. Con el mercado europeo saturado y unos Estados Unidos independientes, el país necesitaba dar una salida a todos aquellos productos si no quería que su economía se colapsase. Fue aquella industria y aquellas manufacturas las que condicionaría la política británica a lo largo del siglo XIX. Otro aspecto importante era el té. Europa, y especialmente Gran Bretaña, habían desarrollado una gran dependencia del té, la seda y la porcelana chinas. El gobierno británico (y otros gobiernos como el francés, a la espera de acontecimientos) había puesto grandes esperanzas en aquél encuentro entre Macartney y el emperador chino. Sin embargo, aquella misión fue un fracaso.
El problema principal que constituyó el germen posterior de los conflictos entre China y los países occidentales fue aquella enorme demanda de té, siempre creciente. Puesto que los chinos no mostraban interés en adquirir los productos europeos, ¿cómo pagar todas aquellas toneladas de té y demás productos asiáticos? La respuesta era inevitable: dinero en metálico, oro y plata.
Tras las guerras napoleónicas Gran Bretaña se había erigido en la primera potencia mundial, con la armada más poderosa del mundo como medio de disuasión principal. Y sin embargo, la balanza de pagos británica se encaminaba cada vez más hacia los números rojos. La sed de té de los británicos estaba esquilmando la tesorería de la primera nación del mundo. La producción de té indio estaba todavía en pañales, con lo que Gran Bretaña estaba a merced de China. Si querían té habrían de pagarlo.
No sólo la nación británica se veía en tales cuitas. Dejando a un lado a Rusia, que disponía de un tratado y trabaja, digámoslo así, por libre, países como Francia o Estados Unidos buscaban también con desesperación un producto que pudiera interesar a los chinos. Cuando quedó claro que China lo único que quería eran metales preciosos, los gobiernos occidentales decidieron forzar el mercado chino a toda costa. Fue Gran Bretaña principalmente quién se decidió a abrir la llave de China de buen grado o por la fuerza. Francia acabaría también alineándose con su antigua enemiga, mientras que los Estados Unidos, cuyos comerciantes y embajadores se mostraron por lo general mucho más respetuosos con el gobierno chino y sus gentes, permanecieron a la espera. Eso sí, no dudaron en aprovecharse de las consecuencias y beneficios que trajeron las guerras del opio.
Opio. Aquella sería el arma que usarían los británicos para doblegar al férreo y hermético gobierno imperial. El comercio con esa droga y el uso de una gran armada y ejércitos modernos serían la llave que abriría el mercado chino. Tiempo atrás, con las caravanas provenientes de Asia Menor, el opio había llegado a la India. Bajo el gobierno mogol el opio se convirtió en un monopolio floreciente y lucrativo. Cuando la India pasó a ser dominada por Gran Bretaña, el monopolio de aquella droga pasó a manos de los británicos.
No fueron ellos, sin embargo, los primeros en comerciar con opio en China. Portugueses y holandeses llevaban transportándolo a China desde el siglo XVIII, aunque no en grandes cantidades. En un principio había sido adquirida para usos medicinales, pero fue inevitable que los primeros adictos comenzarán a aparecer aquí y allá. En 1769 los chinos importaban mil barriles de opio al año.
En un país sin libertades y con valores muy distintos a los europeos, el comercio y consumo de opio no sólo era ilegal, sino severamente reprobable desde el punto de vista moral. Más que las leyes, la moral confucionista era la que regía a la sociedad china. Obligación y deber era lo más importante para un individuo chino. El respeto y sumisión dentro de la familia se extendía fuera de ésta, en una suerte de pirámide social en la que el emperador, más que un rey o dirigente político, era un gran padre al que todos debían obediencia. En un país sin un sistema democrático las dinastías se alzaban o caían mediante revoluciones. Desde mediados del XVII la dinastía manchú ocupaba el trono de China. Y no conviene olvidar que, a fin de cuentas, los manchúes eran para los chinos un pueblo extranjero.
Sin embargo, a comienzos del XIX, la dinastía extranjera se hallaba inmersa en el comienzo de una crisis de poder. A un emperador débil seguía otro más débil aún, mientras los mandarines de la corte luchaban entre sí por conseguir un poder mayor y mayores riquezas. Desde toda China los gobernadores y mandarines enviaban informes al emperador para informarle de la situación de las diferentes regiones de China. Supuestamente el emperador debía leerlos y dictar las órdenes oportunas. Pero cada vez más aquellos informes eran filtrados por la corte, al tiempo que los propios gobernadores falseaban cada vez más sus informes. Así, la figura del emperador chino se aisló cada vez más de la situación del país al que regía.
Tal vez si la amenaza hubiera sido una revuelta, una invasión bárbara desde el otro lado de la Gran Muralla o un ataque pirata (problemas a los que tradicionalmente el gobierno imperial había tenido que hacer frente) esa situación interna no hubiera importado tanto. Quizás simplemente habría provocado la caída de la dinastía Qing para que una nueva tomara su lugar. Pero ésta vez el gobierno chino se enfrentaba a unas potencias extranjeras con valores y modos de actuar muy distintos de los que poco o nada sabían el emperador y sus servidores. Ese desconocimiento iba a mostrarse fatal para la supervivencia de una China independiente.
En 1799 un edicto imperial había prohibido el comercio de opio. Hasta entonces, la Compañía de las Indias Orientales había subastado el opio entre los traficantes locales. Después la droga era descargada en Cantón de forma ilegal, a modo de contrabando. Muchos funcionarios chinos de la ciudad hicieron su fortuna con los sobornos que pagaban los traficantes. El Cohong, una asociación de empresas chinas designadas por el emperador, actuaba de intermediario con los occidentales. Dicho órgano era supervisado por un miembro de la familia imperial manchú, al que se denominaba Hoppo. A pesar de la prohibición, la compañía británica de las Indias Orientales se las arregló para mantener el comercio ilegal de opio durante casi veinte años, muchas veces en connivencia con el Hoppo, quién, tras haber comprado su puesto a un precio muy elevado, no dudaba en beneficiarse de hacer la vista gorda para recuperar, o incluso doblar, lo perdido. Así, mientras los impuestos (pagados en arroz) iban río arriba por el Pe-Ho hacía Pekín, y los funcionarios se enriquecían, por otro lado la Compañía de las Indias Orientales facturaba un millón de libras al año con su monopolio. Gran Bretaña, por su parte, seguía llenando sus arcas con los impuestos del té que arribaba a sus puertos cada año. En la sombra, los traficantes se embolsaban buenas sumas vendiendo opio en Cantón, mientras que la India comenzaba a obtener grandes ingresos gracias a la exportación del opio tipo Patna.
En los primeros 20 años del siglo XIX el consumo de opio en China se vio estabilizado entorno a los 5.000 barriles anuales. Aunque los occidentales tenían prohibida la entrada en Cantón, durante la cosecha del té les era permitido permanecer en un área llena de factorías y almacenes conocida como “La Fábrica”, situada entre el río y las murallas de la ciudad. Una vez se hubiera embarcado todo el té, los europeos y americanos debían abandonar el lugar. La mayoría volvían a sus hogares en Macao.
La India jugó también un papel importante en los hechos que iban a acontecer. El gobierno británico se veía cada vez más presionado por los industriales del Norte, que clamaban por una salida a todas sus manufacturas. Aunque la India había sido un mercado lucrativo, hacía tiempo que la exportación de manufacturas se había estancado. Sin embargo, si la exportación de opio aumentaba, los beneficios para la colonia serían mayores, con lo que la cantidad de manufacturas adquiridas se incrementaría. Para los potentados británicos aquello estaba tan claro como sumar dos y dos.
En su excelente libro La guerra del opio, Jack Beeching nos ofrece un esquema muy útil para comprender la cadena comercial que iba a desencadenar las susodichas guerras: la décima parte de la renta pública británica provenía del impuesto del té. Ese té estaba financiado con la plata que se obtenía de la venta de opio. Los plantadores de opio eran los que adquirían las manufacturas inglesas. Y para hacer el comercio de opio posible, la Compañía de las Indias Orientales era imprescindible, y dicha compañía estaba apoyada directamente por el gobierno británico, cuya estabilidad económica dependía en gran medida de los impuestos del té. Así que cuando americanos, franceses y otras naciones comenzaron a llevar opio a China, el monopolio británico se vio obligado a barrer a sus competidores de mapa. Para ello, incrementó la producción de la droga, con lo que el precio del opio descendió. Gran Bretaña conservaría su monopolio, pero para ello se había visto obligada a llenar sus almacenes de aquella preciada droga. Con un precio más bajo y unos ingresos menores las importaciones de té a la metrópoli se podrían resentir, y aquello debía ser evitado a toda costa. Era necesario, pues, que el número de toxicómanos chinos (aunque cabría puntualizar que para entonces también los había en Gran Bretaña) doblara su número. Para entonces una nueva técnica de consumir opio mediante el uso de pipas iba a jugar a favor de los británicos. Antiguamente el opio se consumía siendo ingerido, pero debido a su sabor amargo y a su lenta asimilación por el cuerpo no era un método muy popular entre los toxicómanos. Si se fumaba, los efectos eran inmediatos y el desagradable sabor era eliminado. Como contrapartida, la adicción era mucho más fuerte.
Puesto que el edicto de 1799 de poco había servido, el gobierno imperial decidió usar la fuerza. En 1821 se interrumpió el comercio de té durante dos meses y los contrabandistas fueron detenidos y exiliados a los fríos desiertos del norte de China. Tres barcos británicos fueron apresados y sus cargamentos confiscados. Durante dos años China les puso las cosas difíciles a los occidentales.
Sin embargo, la tecnología iba a jugar a favor de las potencias extranjeras. China apenas contaba con una armada digna de llamarse así. Disponía de pequeñas flotas de juncos armadas con cañones fijos que se usaban para disuadir o apresar a los piratas que surcaban las costas del país. Frente a los modernos buques occidentales, aquellos pequeños barcos no suponían ningún peligro. Pero eso era algo que el gobierno imperial no sabía aún.
Cerca de Macao había una pequeña isla llamada Lintín. Los comerciantes de opio la ocuparon y comenzaron a desembarcar allí su opio, que posteriormente era introducido a escondidas en el continente. El bloque en Cantón era, así, burlado.
Hacia 1830 el monopolio de la compañía británica de las Indias Orientales comenzaba a derrumbarse. Las firmas privadas comenzaron a incrementar su capacidad de maniobra. La compañía Jardine, Matheson & co. disponía en 1831 de más opio que todo el consumo chino de la droga diez años antes. China importaba ya casi veinte mil barriles de opio anuales. Los famosos clípers, los barcos más modernos y rápidos de su tiempo, aumentaron la efectividad del transporte no sólo de productos legales, sino también del opio. Las cantidades de opio y dinero que se manejaban por entonces eran tan grandes que Cantón sucumbió a sobornos y pagos. La pequeña flota de juncos vigilaba a los clípers que arribaban a la ciudad, y una vez éstos habían descargado sus mercancías, y se alejaban en el horizonte, salían simbólicamente tras ellos, disparando sus cañones a sabiendas de que ya no podían alcanzar a los barcos europeos. Pero ello servía de excusa a los dirigentes cantoneses para demostrar al emperador que no estaban de brazos cruzados. En la corte los informes relatarían como los juncos del mandarín habían puesto en fuga a los barcos de los nuevos “bárbaros rojos”.
En 1833 el parlamento británico abolía oficialmente el monopolio de la Compañía de las Indias Orientales. Iba a llegar entonces la etapa de esplendor para “comerciantes” como William Jardine y James Matheson, que con el tiempo amasarían grandes fortunas gracias al tráfico de opio, regresando a Gran Bretaña como grandes potentados, llegando incluso a ser miembros respetables del parlamento.
En Pekín cundía el temor de que si seguían las cosas así la China que habían conocido y regido hasta entonces desaparecería por completo. Con el aumento del opio importado desde la India crecían los toxicómanos. Las familias se destruían, los adictos enfermaban y morían, y muchos campesinos, adictos a la droga, descuidaban sus campos y malvivían en la indolencia. Por otra parte, la plata china con la que se pagaba el opio comenzaba a ser una preocupación para la tesorería china.
Para sustituir el vacío de la vieja compañía Gran Bretaña comenzó a enviar a embajadores que con el cargo de “Superintendentes del Comerio” vigilarían por los intereses del gobierno en la zona. El primer superintendente fue Lord Napier de Meristoun. Sus órdenes eran seguir las normas chinas impuestas por el emperador y ponerse en contacto con las autoridades. Debía obtener un acuerdo sin usar nunca la fuerza. Por último, aunque nominalmente estaba encargado de regular el comercio, se le prohibió taxativamente interferir en el tráfico de opio.
Su tarea no iba a ser fácil, más aún teniendo en cuenta que a su llegada la política imperial era la de mantener alejados a los extranjeros lo más lejos posible de Pekín. Si Lord Napier pretendía entablar negociaciones con los chinos, había llegado en el peor momento posible. Sin embargo, el británico estaba decidido a desempeñar su cometido. Existía en Cantón un medio de elevar peticiones al gobernador, mediante cartas que eran dejadas en la llamada Puerta de las Peticiones, en la muralla de la ciudad. Lord Napier envió a su secretario con una carta para ser entregada al gobernador. Al no ser considerada una petición, los chinos se negaron a aceptarla. Durante varias horas el secretario se iba entrevistando con mandarines de un rango cada vez más alto, para acabar obteniendo siempre una negativa. Después, al saber que el superintendente no disponía de los permisos necesarios, se le comunicó que debía trasladarse a Macao hasta que tuviera sus papeles en regla. Por consejo de Jardine, Lord Napier se negó a marchar. Envió una petición de ayuda al gobierno británico. Debido a la lentitud de las comunicaciones, el superintendente no podía saber que para entonces el gobierno que le había enviado había perdido el poder. El afamado Duque de Wellington era el nuevo Primer Ministro. Cuando el virrey Lu-Kun interrumpió parcialmente el comercio en Cantón, Lord Napier pidió al gobierno que empleara la fuerza. Los traficantes de opio siempre apoyaban semejante medida, mientras que aquellos que comerciaban legalmente con el té temían siempre que tales provocaciones dieran al traste con sus negocios. El siguiente movimiento del británico fue distribuir en la ciudad carteles, escritos en chino, en el que pedía el apoyo de la población china. Ante tal artimaña, Lu-Kun interrumpió todo comercio, la táctica habitual china en estos casos. Lord Napier, que desconocía la manera de obrar de los chinos, y cuya carrera se había forjado entre armas, ordenó a dos buques británicos que navegaran río arriba hasta Wampoa. Si en el estuario del Bogue los fuertes abrían fuego, los barcos británicos debían responder con toda su fuerza. Los dos primeros fuertes lanzaron salvas para avisar a los buques de que debían detenerse. Al hacer caso omiso, los inmóviles cañones chinos abrieron fuego. Armados con unos cañones más modernos, los barcos bombardearon los fuertes hasta reducirlos a cenizas. Tras algunas escaramuzas más, los buques llegaron a Wampoa. La crítica situación finalmente se vio solucionada debido a la malaria. Lord Napier cayó enfermo y su médico le recomendó que se trasladara a Macao. El superintendente fallecería allí poco tiempo después.
Mientras los traficantes de opio clamaban por un plenipotenciario apoyado por una fuerza militar, las autoridades chinas querían tratar con un hombre de negocios y no un militar. El sustituto de Napier fue John Francis Davis, un estudioso de la cultura china y antiguo colaborador de la Compañía de las Indias Orientales. Davis no aguantó mucho allí y fue sustituido a su vez por Sir George Robinson. Al poco tiempo en Londres había nuevos cambios, y Lord Henry Temple, vizconde de Palmerston, uno de los artífices del Imperio Británico bajo el reinado de Su Majestad la reina Victoria, se hacía de nuevo con la cartera de Asuntos Exteriores. Lord Palmerston no tardó en destituir a Robinson y poner en su lugar a alguien con una visión del problema chino más afín a la suya, Charles Elliott, miembro de la Royal Navy e informador del Ministro de Exteriores. El fracaso de Lord Napier había engañado a los chinos respecto al potencial de los ingleses. Los mandarines siguieron confiando en los métodos tradicionales, sin saber que en un mundo tan cambiante semejantes tretas poco podían hacer frente a la fuerza de los cañones y mosquetes. El primer signo que debería haber puesto en alerta a los dirigentes chinos fue el avistamiento, por primera vez, de un barco de vapor. Ocurrió en 1835, y se trataba del Jardine, el flamante nuevo buque de la compañía de traficantes más importante en aquellos momentos. En un principio, Elliott tampoco fue recibido por ningún mandarín. El nuevo superintendente decidió seguir una política de contención a largo plazo, para labrarse una buena reputación entre los dirigentes locales. Durante algún tiempo, el británico les seguiría el juego a los chinos.
En 1838 ya eran 40.000 los barriles de opio que entraban en el país. La cifra de toxicómanos se estimaba ya en varios millones, y Lintín seguía siendo un paraíso para los traficantes. El virrey de Cantón intentó dar un golpe en la zona, y se dedicó a destruir todas las galeras chinas que operaban en la costa de Cantón ayudando al comercio de opio. Más tarde los juncos imperiales llegaron a atacar a un buque que transportaba la droga. El precio del opio descendió en picado. La presión china continuó, y en Cantón miles de chinos considerados traidores por ayudar a los extranjeros fueron detenidos y deportados.
Como lección para los traficantes, el virrey Teng ordenó que se ajusticiara en la cruz a un chino que poseía un fumadero de opio frente a las fábricas de los occidentales, en las afueras de la ciudad. La cruz fue colocada cerca de dónde ondeaba la bandera norteamericana. Ésta fue arriada en seguida, ya que se consideraba un ultraje hacia la nación norteamericana. Unos marineros occidentales que presenciaron la escena decidieron intervenir y la emprendieron a golpes con los funcionarios chinos, destrozando de paso la cruz. Una multitud de chinos airados no tardó en comenzar a lanzar piedras a los marineros. En un abrir y cerrar de ojos había estallado una revuelta a las puertas de Cantón. Finalmente el comercio de se interrumpió de nuevo, y a finales de año el emperador nombró a un Alto Comisario para que acabara de una vez por todas con el comercio de opio. El hombre designado era un astuto y experimentado mandarín, de trato afable y aficionado a la poesía, llamado Lin-Tse-Hsu.
A su llegada Lin publicó varios edictos y escribió una carta a la reina Victoria, exhortándola a que ayudara al pueblo chino a librarse de la penosa lacra del opio. La carta fue traducida a un inglés bastante pobre, y, puesto que no había conductos diplomáticos oficiales, el comisario se la entregó a un inglés simpatizante de la causa china.
El comisario Lin. En su cruzada contra la droga, Lin confiscó cargamentos, detuvo a colaboradores chinos, obligó a los toxicómanos a entregar sus pipas, prohibió a los occidentales residentes en Cantón viajar hasta Macao, y en esa misma ciudad quemó todos los almacenes repletos de opio que pudo encontrar. También obligó a los mercaderes a entregar todas las existencias de opio en la isla de Lintín. Un satisfecho Lin creyó haber asestado un golpe tan grande a los traficantes que éstos tendrían que dejar sus negocios ilegales. Lo que el chino no sabía es que en la India toneladas y más toneladas de opio esperaban a ser embarcadas. Para empresas como Jardine, Matheson & co. Aquello no fue sino un simple contratiempo.
Más tarde Lin pensó en dar una lección a los occidentales. Ordenó que un afamado traficante de opio, Lancelot Dent, fuera trasladado a Cantón, dónde seguramente sería ajusticiado. Entonces Charles Elliott entró en acción: burló el bloqueo del Río de las Perlas y trasladó a Dent a su cuartel general. Durante los dos meses siguientes, Lin y Elliott usaron todas las argucias posibles para contrarrestar las medidas del otro, en lo que constituyó una peculiar partida de ajedrez diplomática. Lin quería hacer firmar a los extranjeros un documento por el cual prometerían cesar en el comercio del opio, pero, ¿cómo garantizar la efectividad de tal acuerdo? Como bien apuntaban los rivales chinos de Lin, con el total control marítimo de los británicos nada les impediría ingeniárselas para llevar la droga de un modo u otro. La situación en aquellos días era parecida a una guerra fría. Al igual que los Estados Unidos y la Unión Soviética, China y Gran Bretaña se vigilaban, mostraban sus fuerzas militares y urdían distintos planes en la sombra. Cualquier pequeño incidente podía encender la chispa del conflicto armado. La tensión creció de nuevo cuando 30 marineros que desembarcaron en un pequeño pueblo de la bahía de Hong Kong durante un descanso del viaje se descontrolaron y comenzaron una acción vandálica que acabó con la destrucción de un templo. Y lo que fue peor uno, apalearon a un pobre chino que fallecería al día siguiente. Según las leyes chinas el asesinato se castigaba con la muerte. El capitán Elliott se trasladó en seguida a la zona y trató de repartir dinero entre los familiares y lugareños para aplacar su indignación. También llevó a juicio a los seis principales sospechosos y les condenó a diversas multas y temporadas de prisión que obviamente no iban a satisfacer a las autoridades chinas. Lin exigió que se le entregara al asesino. La atmósfera política se estaba enrareciendo rápidamente, y los ciudadanos británicos comenzaron a abandonar Macao. Aquellos mismos ciudadanos, que se veían obligados a malvivir en barcos anclados en Hong Kong, celebraron la llegada a las costas chinas de dos nuevas fragatas británicas armadas con poderosos cañones. Mientras tanto, Lin hacía la vida difícil a los extranjeros de Macao, y para recordar a los portugueses que aquella no era una colonia y que estaban allí por permiso chino, el comisario chino realizó una ostentosa visita a la ciudad. En los días siguientes, mientras Lin contestaba a un memorial del emperador repleto de preguntas sobre aquellos extranjeros (¿era cierto que los extranjeros comían niñas chinas? ¿Acaso era verdad que mezclaban el opio con carne humana?), Elliott y sus compatriotas, negándose a dejar Hong Kong, seguían suponiendo un problema. Y con el comercio interrumpido, no sólo eran los occidentales quienes se resentían de ello. China se embolsaba grandes cantidades gracias a la venta del té, y el comisario estaba deseando que los británicos pudieran volver a comerciar en Cantón, pero por otro lado no podía dejarles retornar a sus negocios con sólo una mera disculpa. Cuando Elliott se negó a entregar al asesino, los chinos cortaron todos los suministros a la comunidad flotante británica. El superintendente respondió ordenando a tres embarcaciones (su guardacostas, una chalupa y una goleta) que partieran con un intérprete hacia Koulún, la ciudad más importante en la bahía de Hong Kong. Cuando se acercaban a la costa tres grandes juncos chinos se acercaron a los buques ingleses. Desde tierra, un gran cañón vigilaba los movimientos de los extranjeros. El intérprete bajó y entregó dos cartas de Elliott. Los mandarines del lugar dijeron que no tenían autoridad para aceptar dichas cartas. Elliott respondió con un ultimátum: o reanudaban los suministros o hundiría los juncos.
A ojos de los mandarines aquellos pequeños barcos extranjeros no podían rivalizar con los grandes juncos chinos, de tal modo que dejaron expirar el plazo. Con puntualidad británica, la chalupa se encargó de disparar el primer cañonazo. La primera guerra del opio había comenzado.
Según testigos británicos, si el fuego chino hubiera sido más concienzudo podría haber acabado con todos los que allí se encontraban. El intercambio de fuego fue terrible, y el guardacostas tuvo que abandonar el lugar al quedarse sin munición. A pesar de su moderna tecnología, los británicos se encontraban en una franca inferioridad y se vieron incapaces de forzar a los chinos a reanudar los suministros, con lo que abandonaron el lugar. Aunque la victoria china no había sido ni mucho menos total, los informes enviados al emperador hablaban de una “gran victoria”. Y lo que es peor, la batalla de Koulún convenció a los chinos de que los extranjeros occidentales no diferían demasiado de otros pueblos bárbaros. El propio Lin comenzó a creer que los juncos chinos podían enfrentarse sin problemas a la flota británica. Pero lo cierto es que China no estaba preparada para una verdadera guerra, sobretodo de corte moderno. Las rebeliones e invasiones de tártaros implicaban pequeñas y breves operaciones militares. ¿Cómo comparar esas batallas a las terribles guerras napoleónicas? Sin embargo, en aquellos momentos en que China se iba a enfrentar a su primera guerra con una potencia occidental, todo les hacía creer que la victoria iba a estar de su parte. ¿Cómo perder, si su causa era justa?
Cuando las noticias llegaron a Londres, Lord Palmerston se puso en seguida manos a la obra. Reclutar hombres y fletar barcos no era problema, pero debía convencer al parlamento de la necesidad de costear una guerra contra china. Por supuesto, los cultivadores y traficantes de opio estaban con él, así como los industriales del Norte. Pero no todos consideraban que una política violenta fuera la solución para el problema chino. Aun así, el animal político que era Palmerston logró su objetivo. En un despacho secreto al capitán Elliott le prometió refuerzos para marzo de 1840.
Paulatinamente, la política exterior británica respecto a China coincidía cada vez más con las teorías defendidas por traficantes como Jardine. El propio traficante enviaba informes a Lord Palmerston ofreciéndole su ayuda y punto de vista. Las teorías del pragmático Jardine respecto a China solían ser de lo más acertadas. Aquellos informes acabarían siendo remitidos por Lord Palmerston al Almirantazgo.
A finales de 1839 dieciséis buques de guerra, cuatro vapores armados y varios transportes cargados con 4.000 soldados británicos y cipayos indios partían hacia China. Mientras, Lin se dedicaba no sólo a reclutar soldados mediante las levas, sino que literalmente le dio armas al pueblo, organizando milicias locales para proteger lugares clave como Cantón. En Fatshan, el gran centro metalúrgico chino, se fundieron cañones de cinco toneladas para fabricar modernos cañones europeos bajo la supervisión de algún extranjero dispuesto a colaborar con los chinos. Lin también compró un buque moderno, el Chesapeake, y lo ancló en la bahía del Río de las Perlas. Por entonces la autoridad de Elliott comenzaba a mostrar fisuras. El capitán sabía las consecuencias que podía traer para el gobierno inglés la firma de las exigencias de Lin. Pero muchos mercaderes honrados que nada tenían que ver con el tráfico de opio estaban cansados de esperar en los barcos anclados en Hong Kong. Uno de esos mercaderes, un tal capitán Warren, permitió que su consignatario firmara aquél documento y llevó su buque hacia Wampoa. Lin, viendo en aquél marino a un inglés honrado, le entregó la carta que tiempo atrás había escrito a la reina Victoria. La situación para Elliott se tornó muy difícil. Si otros comerciantes seguían el ejemplo de Warren, su autoridad, y la unidad del frente británico, se harían añicos. La desesperación del superintendente era comprensible. Más que nunca, Lin estaba a punto de lograr todos sus objetivos. Pero un fatídico 20 de octubre de 1839 Elliott recibió un despacho secreto de Lord Palmerston que le informaba de todos los refuerzos que se hallaban en camino a China. A partir de entonces el superintendente tendría mucho más margen para maniobrar.
En noviembre otro incidente encendió los ánimos de todos. Aunque las versiones sobre lo ocurrido son varias, lo cierto es que un barco británico que transportaba arroz, el Royal Saxon, estaba dispuesto a firmar también el documento de Lin. Una flota china al mando del anciano almirante Kuan estaba encargada de proteger a los barcos británicos que llevaran cargas legales. Según algunos relatos, un buque de guerra británico abrió fuego contra el Royal Saxon, y Kuan intervino con sus juncos. Poco antes Lin había dado un ultimátum a la flota anclada en Hong Kong para que abandonaran china. Tal vez Kuan aprovechara la excusa del Royal Saxon para dar una lección a los británicos, o tal vez intentara apresar al culpable de los desmanes que Elliott no había querido entregar.
Aunque Elliott se mostraba conciliador, el capitán Smith, al mando de las dos fragatas inglesas Volage y Hyacinth, estaba cansado de negociar. Viendo que Kuan no retiraba sus barcos, Smith ordenó a las dos fragatas que abrieran fuego. Los cañones fijos de los juncos no lograron hacer blanco en los buques británicos. En una breve lucha de tres cuartos de hora conocida como la batalla de Chuenpi Smith hundió algunos juncos y dañó algunos otros, mientras que el resuelto Kuan, cuya entereza provocó la admiración de los británicos, se retiró con su junco medio hundido a las costas chinas. A principios de diciembre Lin decidió cerrar todo comercio con los británicos.
En los meses de espera que se sucedieron hasta que llegaron los refuerzos, la población británica anclada en Hong Kong se vio obligada a comprar víveres a precios casi de extorsión, mientras que los americanos hacían su agosto comprando toda la seda y té que podían. Gran Bretaña se vio obligada a comprar té a los norteamericanos a cambio de grandísimas sumas de dinero.
Para entonces Elliott se veía impelido a comprender y a ayudar a los chinos. Por su sentido del deber debía seguir la política oficial británica, pero en cartas privadas mostraba arrepentimiento por el modo en que se estaba tratando a los chinos. Siempre que podía evitaba cualquier gesto de fuerza y ayudaba a la población local en lo que podía. Las buenas intenciones del superintendente confundieron de nuevo a los chinos, que creyeron que los británicos no estaban realmente dispuestos a enfrascarse en un conflicto armado con China.
Mientras, los gastos del gobierno británico crecían hasta los dos millones de libras, y además Elliott había prometido a los traficantes de opio que se les compensaría por los cargamentos destruidos o confiscados. A los ojos de cada vez más personas la guerra con China se antojaba inevitable.
Pero cabe también señalar que había muchas opiniones críticas respecto a la política británica en China. Por supuesto, la oposición de los tories descargó en los debates parlamentarios toda su artillería contra Lord Palmerston. Destacados personajes de fuertes convicciones religiosas y morales clamaban contra el comercio del opio que era claramente respaldado por el gobierno de Su Majestad. De modo que no fue extraño que se elevara una moción de censura contra Palmerston. Pero éste era perro viejo, y con su inflamada oratoria logró salvar la peliaguda situación.
Cuando en 1840 llegaron los buques británicos de refuerzo el negocio del opio fue el primero en volver a la normalidad. Se volvió a ocupar la isla de Lintín, y los barcos mercantes que trasportaban la droga iban allá donde fuera la armada británica. Al mando de la flota se encontraba el contralmirante George Elliott, primo del superintendente, y que debido a su cargo se convertía desde entonces en la máxima autoridad británica en la zona. George Elliott, veterano que había servido a las órdenes de Nelson, ciertamente no tendría duda alguna en emplear toda la fuerza que fuese necesaria contra los chinos, a diferencia de su arrepentido primo.
Lin impuso una serie de premios monetarios para inflamar el espíritu combativo de sus tropas. Por ejemplo, la cabeza del capitán Elliott se valoró en 50.000 dólares. Mientras tanto, la armada extranjera se dirigió al norte para poner sitio a la isla de Chusán, situada frente a la desembocadura del Yang-Tsé. Si se establecía una base en Chusán podría amenazarse la ruta del Gran Canal por la que cada año se llevaban los impuestos de grano a la sede imperial.
Tin-Hai, el puerto que constituía la capital de la isla, fue tomada sin demasiadas complicaciones. En Chusán se elaboraba vino de arroz, y Tin-Hai estaba abarrotada con garrafas de aquél licor. Cuando los marineros y soldados las descubrieron, lo que sucedió a continuación fue inevitable. Los ebrios extranjeros saquearon la ciudad. Tras las tropas británicas llegaron a Chusán los traficantes de opio, y tras ellos los misioneros.
Los chinos tal vez estuvieran atrasados tecnológicamente pero no eran tontos. Ya hemos visto cómo llegaron a fabricar sus propios cañones modernos, y lo que no podían adquirir lo copiaban. Cuando vieron los primeros vapores británicas impulsados por una paleta, los chinos fabricaron juncos a imitación de aquellos modernos barcos. Puesto que carecían de una industria para impulsarlos con vapor, las paletas se movieron a base del gran combustible chino, la fuerza humana.
El siguiente destino de la armada fue la desembocadura del Pe-Ho, protegida por los poderosos fuertes de Takú. El Pe-Ho era la salida al mar de la capital, Pekín. Y en aquellos fuertes se podían divisar viejos cañones británicos. Fueron parte del regalo que en su día llevara Lord Macartney al emperador chino.
Con la flota amenazando la salida del Pe-Ho los dirigentes de la zona aceptaron entrevistarse con el capitán Elliott. Un noble manchú llamado Chi San acudió a la cita con el único propósito de alejar a los extranjeros de allí como fuera. Hacía tiempo que la dinastía manchú no era popular en China, y cualquier movimiento en falso podía hacer caer a la centenaria dinastía Qing.
El superintendente se veía entonces presionado por todas partes para que hiciera cumplir todas las exigencias británicas. Sin embargo, su actitud afable hizo pensar a Chi San que podría aplacar a los extranjeros mediante la simpatía y pequeñas concesiones. Para colmo, el primo del superintendente, el almirante Elliott, preocupado por el peligro que pudieran correr sus barcos en el Pe-Ho, alejó a la flota, llevándose toda posible forma de disuasión.
Las evasivas de Chi San continuaron hasta principios de 1841. Por entonces las recompensas ofrecidas por Lin estaban surtiendo efecto y varios ciudadanos y marinos británicos fueron apresados y encarcelados en la ciudad de Ningpo. Las dilatorias de Chi San le valieron el favor de la corte y se le envió a Cantón para que sustituyera al comisario Lin. No sería el único cambio. Se nombró a un nuevo gobernador para la provincia, el sádico Yu Chien.
La flota británica se dirigió entonces a la desembocadura del Río de las Perlas. Los “bárbaros rojos” planeaban destruir los fuertes del Bogue, y convencer así a los chinos de que cesara toda resistencia. Tras un fuerte bombardeo de los buques británicos dos divisiones fueron desembarcadas en Chuenpi, y su fuerte fue tomado. Otro fuerte fue destruido a base de cañonazos. Las tropas de élite imperiales, los selectos guerreros manchúes, fueron incapaces de frenar a las fuerzas británicas. El anciano almirante Kuan se vio obligado a capitular.
El llamado Tratado de Chuenpi fue la consecuencia directa de la derrota china en el Bogue. Los británicos devolvieron Chusán, pero a cambio se hicieron con la colonia de Hong Kong. Se estableció que las relaciones entre Gran Bretaña y China serían a partir de entonces directas y oficiales. Gran Bretaña recibiría también una compensación de seis millones de libras. Por supuesto, todo el comercio sería reanudado en Cantón.
El tratado no resultó demasiado perjudicial para los chinos, pero en realidad no dejó contenta a ninguna de las partes. El emperador no podía aceptar un tratado así, y Lord Palmerston consideró lo arrancado a los chinos como insuficiente. Poco tiempo después Chi San fue arrestado y el capitán Elliott destituido. Por su parte, los esfuerzos denodados del comisario Lin fueron premiados con un destierro a las frías tierras del norte de China.
Todo indicaba que el Tratado de Chuenpi iba a resultar papel mojado. El emperador ya había mandado un ejército al mando de un viejo general, Yang Fang, a Cantón. Por su parte, los británicos intentaban organizarse en su nueva colonia de Hong Kong. Ante la renuencia de Chi San a cumplir el tratado, el por entonces todavía superintendente Elliott hizo otra demostración de fuerza y ocupó la siguiente línea de fuertes de Takú. El propio almirante Kuan se contó entre las víctimas chinas.
Los cambios de nombres en el lado británico llegaron algún tiempo después, en 1842. Las fuerzas militares fueron puestas b ajo el mando de Lord Auckland, gobernador de la India, y el capitán Elliott fue sustituido por Sir Henry Pottinger. La flota se puso al mando de otro veterano de Nelson, el almirante William Parker. Su objetivo era hacer lo necesario para que Lord Palmerston consiguiera para Gran Bretaña mayores ventajas y beneficios que los conseguidos hasta entonces.
La flota viajó de nuevo hacia el norte, a las costas de Fukién, donde tomaron el puerto de Amoy. Allí descubrieron una gran batería de cañones modernos. Los chinos seguían avanzando en su progreso tecnológico, pero las fuerzas extranjeras seguían teniendo una gran ventaja a ese respecto. Más tarde la isla de Chusán fue tomada de nuevo.
La nueva estrategia británica era llevar la guerra al centro de China. Mientras los conflictos habían tenido lugar en Cantón y las costas chinas, la corte imperial nunca se había visto realmente amenazada. Sin embargo, una guerra en el interior del país era algo muy distinto. Los ingleses lo sabían, pero con sus barcos no podían llegar tan lejos. Sin embargo, atacando la ciudad de Nanking, podían amenazar la ruta que los impuestos anuales seguían a través del Gran Canal y del Pe-Ho.
Como base para el ataque los británicos eligieron Ningpo, dónde habían sido encerrados y maltratados los ciudadanos británicos. Pottinger propuso que en represalia por el trato a los prisioneros Ningpo fuera saqueada. Al resto de mandatarios británicos no les pareció buena idea, pero de todas formas el tesoro local fue puesto bajo control británico. Para evitar un saqueo los ciudadanos de Ningpo pagaron un rescate para evitar que su ciudad fuera destruida. Sin embargo, miles de mendigos chinos que seguían a las tropas trataron de hacerse con todas las riquezas que pudieron.
El general Pei Ching Chiao fue nombrado por el emperador para que recuperar Ningpo. Por un momento sus tropas estuvieron a punto de conseguirlo, y llegaron a penetrar en la ciudad, pero la poderosa artillería británica diezmó a las tropas chinas, sembrando de cadáveres las calles de la ciudad. Los británicos no sufrieron baja alguna. Las reservas de tropas chinas, lideradas por el general Chang, un adicto al opio, nunca llegaron a actuar. Pei había sido puesto al mando de Chang, y vio impotente como éste era reducido por la tensión y la falta de droga a un guiñapo incapaz de tomar decisión alguna.
El fracaso de los chinos se pagó caro. Una tras otra las fuerzas expedicionarias fueron tomando poblaciones chinas hasta llegar a Shangai. Allí, unos valerosos 300 guerreros manchúes resistieron durante horas los embates británicos, pero aquélla fue una resistencia fútil. Shangai cayó en manos británicas. Como en otras ocasiones, oficialmente no se saqueó la ciudad, pero mendigos chinos y soldados británicos se llevaron lo que pudieron.
Los fuertes y las ciudades que siguieron encontrando los británicos a su paso no fueron obstáculo para las fuerzas extranjeras y la poderosa artillería naval. Finalmente, la fuerza expedicionaria se situó frente a Nanking. Ante tal amenaza los chinos pidieron una tregua. El emperador envió a tres emisarios para cerrar un nuevo tratado.
En el Tratado de Nanking se ratificó la entrega de Hong Kong a Gran Bretaña, se estableció una nueva compensación de 21 millones de dólares, y Chusán y Amoy quedarían en poder británico hasta que se satisficiera dicha suma. Se abrieron nuevas ciudades al comercio libre, y se estableció que los británicos serían tratados en términos de igualdad con los chinos, y no como salvajes bárbaros. Los chinos que hubieran cooperado con los demonios extranjeros serían amnistiados. La plata que se hallaba en Nanking fue enviada a la metrópoli.
Por supuesto, los chinos se resistieron de la mejor forma que pudieron a cumplir el tratado. Mientras, muy lejos, en Gran Bretaña, las presiones de los industriales seguían pidiendo una apertura total para el comercio en China. Lord Palmerston seguiría siendo el adalid del imperialismo británico en la zona, mientras unas pocas voces clamaban contra el descarado apoyo que el gobierno británico otorgaba al tráfico de opio.
La presión británica sobre el gobierno chino siguió creciendo en los años siguientes, mientras los traficantes de opio aumentaban sus beneficios. El emperador y su gobierno siempre se negaron a legalizar o siquiera aceptar el comercio de opio. Pusieron todas las trabas posibles y utilizaron todo el ingenio imaginable, pero lo cierto es que nunca pudieron parar dicha lacra, hasta el punto que comenzó a cultivarse la flor de la amapola en remotas regiones chinas. Tras más pugnas diplomáticas, incidentes y escaramuzas, llegaría una segunda guerra del opio, en la que ésta vez Gran Bretaña tuvo como aliado a la Francia imperial de Napoleón III. El símbolo final de la caída de China fue el incendio deliberado del flamante Palacio de Verano del emperador, que comprendía amplios jardines y varios edificios y contenía gran parte de las riquezas y obras artísticas enviadas como tributo o regalo por el pueblo y por las naciones bárbaras. Todo lo que no había sido saqueado por oficiales y soldados fue pasto de las llamas. Debió ser como si el palacio de Versalles hubiera sido reducido a cenizas con todo el Louvre dentro.
Tras la segunda guerra del opio el orgullo nacional chino fue prácticamente aplastado. Nuevas y onerosas indemnizaciones tuvieron que ser pagadas por el gobierno imperial. Los extranjeros llegaron a Pekín y abrieron sus embajadas. Gran Bretaña y Francia podrían comerciar libremente en el país. Rusia consiguió abrir las rutas comerciales fluviales y poder olvidarse así de las caravanas del Gobi, además de conseguir ventajas territoriales, otra vieja aspiración rusa. Los Estados Unidos, aunque no participaron en las guerras del opio, no dudaron en aprovechar la situación.
Entrada triunfal de Lord Elgin en Beijing. Para 1864 las exportaciones desde Inglaterra a China alcanzaban más de 20 millones de libras esterlinas. Por supuesto hoy en día el equivalente sería mucho mayor. Apenas veinte años después, a finales de la década de 1870, el comercio del opio se había doblado, alcanzando la cantidad de 105.804 barriles en 1880. 448 millones de metros productos de algodón llegaban a China por aquellas fechas. Gran Bretaña había logrado su objetivo.
Años más tarde, a finales del siglo XIX, la Rebelión de los Boxer marcaría el canto del cisne de la resistencia nacional china. Tras ser aplastada, la dinastía de los manchúes finalmente cayó, siendo el emperador niño Pu Yi el último vestigio de la china imperial. Se proclamó la República China y tras varios períodos de crisis y guerras internas en 1948 Mao Tsé Tung instauraba el comunismo y la República Popular China.
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