EL VERANO AÑORADO
Los juguetes de nuestra infancia |
Añoro paisajes humanos que poblaron los veranos de mi infancia y que quizá ya nunca volverán.
Echo de menos a esas mujeres vestidas como para ir a misa que, descalzas, remangaban sus faldas por encima de las rodillas y daban gritos y saltitos en la orilla, temerosas de que micro olas de cinco centímetros de altura les fueran a arrastrar mar adentro.Echo de menos a las familias compuestas por:
-Padre, con meyba azul descolorido y camiseta blanca ceñida en la que se leía "Fontanería Padilla" "Suministros Palentinos " y cosas semejantes, o camisa a cuadros, dos tallas menores de las que les hubieran sentado bien, que dejaban su torso al desnudo y sólo abotonaban en la cintura.
-Madre con traje de baño prieto , estampado en flores grandísimas, cubierta por una batita a rayas verticales, con cuello de inmaculado blanco y un par de bolsillos a la altura de sus muslos.
-Suegra vestida de luto riguroso con pañuelo a juego cubriéndole la cabeza. Todo ello tan negro como el futuro de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial.
-Y una colección de cuatro o cinco niños de edades indefinidas, camuflados bajo colchonetas y toallas, cubos, palas, moldes para hacer castillos, un par de cazamariposas, un balón de Nivea, aletas y gafas de buceo. Entre aquellos grupo de infantes, el más pequeño era fácilmente identificable porque era el único que sólo llevaba en su cintura un flotador con cabeza de jirafa o de algún otro animal exótico.
Los padres robustos, de calvicie incipiente cubierta con gorra de visera, bigote fino (que les daba aire de militar con mala baba) y papada generosa, llevaban enroscados en su brazo izquierdo cuatro flotadores ya inflados y, bajo el mismo, tres sombrillas gigantescas de muchos colores a rayas horizontales.
Esos recios cabezas de familia de antaño, también acarreaban una nevera, del tamaño del petate de un torero, tres sillas plegables, un transistor negro con una antena de setenta centímetros y un paipay azul y blanco de plástico trenzado para darse aire.
Las orondas madres de pelo corto y rizado, teñido de un castaño tirando a rojizo, iban cargadas con la mesita de aluminio , también plegable, el mantel a cuadros rojos y blancos y un canasto reventón del que asomaban infinidad de cosas.
Añoro a las suegras/abuelas con las bolsas de plástico del super. Una llena de platos, cubiertos y vasos tintineantes al compás de sus caderas, y la otra rebosante de naranjas valencianas.
Eso era organización y saber vivir y no lo de ahora. Que la gente baja a la playa como si todos fueran unos sin techo. Aquello sí que era una puesta en escena con fundamento.
Esas familias, a las que siempre envidié….Porque confieso que los de mi casa siempre hemos ido a la playa como auténticos menesterosos. Que no llevábamos nada de nada. Si acaso un triste bocadillo y una botella de agua camuflados en la cesta de la playa.
Sus sombrillas coloridas hacían que la nuestra de de lona gorda, rematada en flecos blancos de cordoncillo retorcido, pareciera insignificante. Ese flotador fauno-mórfico que nunca tuve. Esos niños con cabellos al viento mientras los míos permanecían aprisionados bajo un gorro de goma que asemejaba un pez y me hacía sentir ridícula.
Esas familias sí que sabían. Los mayores plantaban las tres enormes sombrillas, las sillas y la mesa mientras los niños corrían con sus flotadores, palas, cubos, moldes de hacer castillos, aletas y gafas de buceo hasta la orilla.
El padre sintonizaba "Carrusel Deportivo", se encendía un Celta corto, se repanchingaba en la silla plegable como un marqués y se abanicaba con el paipay.
Madre y suegra/abuela ponían el mantel, los platos, los vasos ,una jarra de verdad-de las de cristal-, una cuchara de palo, y los cubiertos con servilletas y todo.
Aquel saloncito de piso piloto que desplegaban, ocupaba una porción de playa en la que hoy caben unos cincuenta turistas. Y, por fin, nos sacaban de dudas abriendo la nevera.
¡Qué delicias!
Brick de vino tinto, una lata grade de melocotón en almíbar, dos botellas de litro de La Casera, dos tortillas de patata- de las de a docena de huevos cada una y bien compactas porque también llevaban medio kilo de patatas por pieza-, un tupper de boquerones en vinagre, otro de mejillones en escabeche, una tartera con calamares en su tinta bien aceitosos, dos barras de pan y la sandía. Ah, la sandía…fruta prohibida de colores seductores y aspecto maravilloso…
La suegra/abuela vertía en la jarra el vino, la casera y los melocotones con todo el almíbar y hasta hielos, que salían de la misma nevera, y removía con la cuchara de palo hasta conseguir que la sangría estuviera al punto.
Cuando llegaba la hora de comer y a mí me levantaban porque nos íbamos, -que siempre fuimos muy sosos y comíamos en casa-, esa madre española gritaba con toda la fuerza de sus pulmones."Niños, a comer" -Y aquella familia devoraba aquellos manjares bajo la sombra de las flamantes sombrillas de colores.
¡¡¡Ay, aquellos veranos!!!! Esos sí que eran veranos maravillosos y entonces sí que se descansaba un montón.
¡Aquellos veranos...! Aún quedan estos. Miralos con ojos de no haber pasado el tiempo y mantener intacta la capacidad de sorpresa.
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