viernes, 8 de noviembre de 2024

Invitación a la presentación del Profeso y el Faraón de Carlo Emanuele Ruspoli


Estoy muy satisfecho de haber completado mis estudios de egiptología con la publicación de esta novela histórica El Profeso y el Faraón que recibe este prestigioso premio Heródoto de 2024. Heródoto de Halicarnaso (Halicarnaso, 484 a. C.-Turios, 425 a. C.) fue un historiador y geógrafo griego, tradicionalmente considerado como el padre de la historia en el mundo occidental y el primero en componer un relato razonado y estructurado de las acciones humanas. Dedicó parte de su vida a efectuar viajes para obtener la información y los materiales que le permitieron escribir una obra de gran valor histórico y literario.

Discurso del autor:

Buenas tardes, quiero agradecer en primer lugar a los asistentes, a mi prologuista doña Carla Caamaño, a mi Editor don Basilio Rodríguez Cañada que sigue animándome a escribir, al Jurado que me ha concedido este prestigioso premio Heródoto 2024, a mi buen amigo don Javier Bahamonde y a las personas de la editorial que han hecho posible la edición de esta novela histórica que representa el resultado de años de estudio de la civilización egipcia.
Toda gran tradición espiritual posee su texto fundacional. El del Egipto faraónico es un conjunto de fórmulas simbólicas y rituales que los egiptólogos han dado en llamar «Textos de las Pirámides», pues estos últimos fueron grabados por primera vez en la pirámide del rey Unas (hacia 2375-2345 a. C.) y posteriormente en las de los soberanos de la sexta dinastía. El origen de este texto fundacional es mucho más antiguo y se remonta al nacimiento de la civilización egipcia. Fueron los sabios de la ciudad santa de Heliópolis, cuyo sumo sacerdote ostentaba el título de «gran vidente», quienes concibieron y formularon esta extraordinaria visión espiritual demasiado poco conocida aún. Leer los Textos de las Pirámides es recorrer los caminos de un continente en gran medida inexplorado donde abundan sorprendentes paisajes simbólicos. En el momento en que. afortunadamente, nuestra madre espiritual, el Egipto faraónico, se vuelve cada vez más presente, parece necesario precisar los temas fundamentales que presidieron la elaboración de su pensamiento.
Estos textos están escritos en jeroglíficos que. para los antiguos egipcios, no eran una lengua humana sino las medu neter. «las palabras de Dios», con un juego de sentidos con el término medu. «palabras», que significa también «los bastones», ayudas indispensables para el hombre que sigue el camino del conocimiento. Los redactores tenían conciencia de que dichos jeroglíficos eran seres vivos y que. incluso tras la extinción de la cultura faraónica, continuarían transmitiendo su mensaje más allá del tiempo y del espacio. Hoy se puede constatar que su misión se ha cumplido: penetrando en una pirámide de textos, entra en el corazón de un libro con cada palabra como una potencia creadora.
Los libros sagrados de las religiones monoteístas afirman la existencia de un dios que apareció en la historia en una fecha determinada y sirven de base a unos dogmas, aspiran do a una verdad absoluta y definitiva. No encontramos nada semejante en los Textos de las Pirámides: para ellos, la espiritualidad es un asunto de intuición, de percepción, de apertura del corazón y de la mirada. Por ello no se presentan como una revelación intangible o una enseñanza inamovible, sino como una sucesión de fórmulas de conocimiento cuya comprensión depende de la intensidad y cualidad de nuestra búsqueda.
La vida aparece en ellos como una mutación permanente, un proceso perpetuo de transformaciones visibles e invisibles: cuanto más se perciben, más vivo se está, mejor se lleva a cabo el viaje de la vida en espíritu, de origen divino y estelar. ¿No vive el alma del justo entre las estrellas imperecederas, en compañía de los dioses? Convirtiéndose en estrella, el resucitado entra en la fraternidad de las potencias de la creación, se sumerge en la matriz estelar donde todo se crea, se convierte en un «espíritu luminoso imperecedero» y vive de la vida del universo, de la dulce vida de la región de luz.
Cierto que días, meses y años son portadores de muerte, pues están inmersos en la existencia que los Textos de las Pirámides diferencian de la vida; para que esta última no se limite a la existencia inmersa en el tiempo, de «vivir la vida y morir la muerte». Es a la vez que el Faraón puede «partir vivo»: en contra de la opinión aceptada según la que nadie regresa del país de los muertos, se proclama: «Has partido. Faraón, pero regresarás». Cuando el ser se ha convertido en luz. Cuando ha reencontrado su dimensión universal cautiva en la individualidad durante su estancia terrena, no percibe ya la muerte como una frontera infranqueable. Mientras que la vida no ha nacido jamás y no puede por tanto morir, la muerte ha adquirido vida y morirá.
Gracias a los Textos de las Pirámides es posible conocer los elementos de una verdadera ciencia de la resurrección concretizados por el mito osiriano. Osiris fue asesinado por Set, la energía del universo, unas veces benéfica, otra destructora, y las partes de su cuerpo desmembrado fueron dispersadas. Su esposa Isis, encarnación del trono real que hace nacer a todo Faraón, y su hermana Neftis. la «soberana del templo», partieron en su busca y consiguieron recomponer a Osiris. Pero éste no era aún más que un cadáver que Isis devolvió, sin embargo, a la vida para darle un sucesor. Horus, «el Lejano», protector de la institución faraónica.
Este Osiris resucitado es perfectamente visible, puesto que se encarna en la pirámide. Lejos de ser una tumba, ya se trate de la gigantesca pirámide de Keops o de una pirámide más modesta, esta forma arquitectónica es la traducción visible en piedra de la vida luminosa, regenerada y victoriosa de la muerte.
¡Una fórmula sorprendente indica que esta muerte, tan temida, es buena para los hombres! Pues, efectivamente, no es nuestra humanidad la que puede aspirar a la resurrección y a una vida eterna, que no se presentará como una beatitud inamovible sino como un viaje incesante a través de las múltiples potencias del universo. Nacida en el tiempo, la encarnación humana está condenada a desaparecer, lo cual no excluye una buena muerte, un feliz recalar en la orilla del Más Allá después de una travesía por la existencia vivida con rectitud. Armonía y rectitud son precisamente temas esenciales de los Textos de las Pirámides evocados por la figura simbólica de la diosa Maat, una mujer sentada que lleva en la cabeza una pluma de pájaro, la timonera, que permite un vuelo perfecto. 
No se exagera afirmar que la civilización faraónica nació de la conciencia de Maat y descansó sobre ella como sobre un pedestal de estatua, que es una forma de escribir el término Maat en lenguaje jeroglífico. Maat, que es a la vez regla eterna del universo, verdad de la vida luminosa, armonía, justicia y justeza, seguirá existiendo después de que la especie humana y la misma Tierra hayan desaparecido. En este mundo y entre los hombres existe una fuerza llamada isefet, tendencia natural a la injusticia, al mal. al conflicto, a la destrucción, a la mentira, a la corrupción y a sus consecuencias. Entre Maat e isefet no es posible ningún compromiso; uno se sitúa de un lado o del otro. Los Textos de las Pirámides nos enseñan que el deber fundamental del Faraón consiste en poner a Maat en el lugar de isefet. la armonía en el lugar del desorden, la justicia en el lugar de la injusticia, la verdad en el lugar de la mentira, la rectitud en el lugar de la iniquidad, la luz en el lugar de las tinieblas, el bien en el lugar del mal, la paz en el lugar del conflicto. Si este acto no se lleva a cabo de forma permanente, la sociedad humana se vuelve invivible. La victoria no se logra nunca de forma definitiva y, cada día, el Faraón debe reanudar la lucha contra las tendencias negativas inherentes a la especie humana. Sabe que su destino se decide en el desenlace del combate entre isefet y Maat, del que él es representante. Por eso el estado faraónico no tenía, en definitiva, más que una única función que adoptaba múltiples formas, desde la espiritual hasta la económica, pasando por la social: hacer vivir a Maat en la tierra. Además, el acto justo llevado a cabo en función de Maat debe ser restituido a su fuente, la luz: quien no actuara más que para sí mismo y en su exclusivo interés sería un actor y no un agente. Por ello es por lo que la espiritualidad de los Textos de las Pirámides afirma la indispensable solidaridad del Faraón con los dioses, el universo y Maat, de donde deriva la solidaridad entre los hombres, garante del equilibrio terrestre y fundada en una máxima: «actúa para aquel que actúa».
La práctica de Maat se traduce por «la justeza de voz», siendo la palabra justa indisociable del acto justo. Esta formulación de rectitud anima lo que parecía inerte y desencadena el proceso de la, vínculo entre los dioses y los hombres, entre lo invisible y lo visible. Los Textos de las Pirámides desarrollan con insistencia el tema de la omnipotencia del Verbo creador: la luz divina habla, existe una «palabra grande y perfecta» que permite convertirse en un ser de luz y ascender hacia Dios. Es esencial «decir lo que es» y condenable «decir lo que no es», pues la palabra falsa es la abominación de Dios. El Verbo se nutre de la palabra creada por los dioses, une las palabras de luz y de verdad: así se obtiene una formulación en rectitud, clave del desarrollo espiritual.
El mundo en el que evolucionan los seres humanos está preso de unas fuerzas antagónicas que sólo un tercer término, el Faraón, logra conciliar a fin de hacer de este mundo un espacio de verdad y de justeza. Sin su intervención, la dualidad dinámica se convierte en conflicto devastador, las fuerzas que el hombre cree dominar le aniquilan. Conciliador de los contrarios, el Faraón se convierte en el fuego que alcanza hasta el extremo del cielo. Cada mañana, en la isla de la llama, toma parte en el combate contra las tinieblas.
¿Somos verdaderamente capaces, hoy en día, de comprender lo que fue el concepto de Faraón? Condicionados por nuestras religiones dogmáticas, por nuestra obsesión por el tiempo, por las fechas, por la psicología y por la anecdótica, nos resulta poco menos que imposible concebir que el Faraón no fuese un individuo preocupado por su ego y su poder personal, sino un ser de función, encargado de poner la rectitud en el lugar de la iniquidad, de prolongar la creación y de luchar contra el caos. Estando a cargo de la tierra, el Faraón está destinado al cielo. Este último es una diosa que contiene la energía primordial y la transmite a su hijo, en este mundo y en el otro. Fecundada por la luz, la diosa Cielo es un granero inagotable que guarda toda suerte de riquezas. El cielo no está vacío del Faraón que utiliza múltiples métodos para ascender a él, desde la escala de oro hasta el rayo de luz; se convierte en el soporte y logra unir las diferentes formas de los cielos. «En el cielo -afirman los Textos de las Pirámides-- se vive; en la tierra, se existe.»
Los Textos de las Pirámides se nos revelan como una obra de videntes cuya mirada, tal como la del halcón celeste cuyos ojos son el sol y la luna, ha perforado el velo de la apariencia para descubrir el universo de las causas. Tras el final de la edad de oro que fue el Imperio Antiguo, los Textos de las Pirámides no fueron olvidados; algunos pasajes fueron retomados en los textos grabados en las paredes de los sarcófagos durante el Primer Período Intermedio (hacia 2180-2060) y el Imperio Medio (hacia 2060-1785), y encontramos un eco de ellos en el célebre Libro de los Muertos, cuyo verdadero título es «libro para salir a la luz», antes de asistir a una especie de resurrección en la época llamada «saíta». durante la vigesimosexta dinastía (672-525). E incluso en los últimos fulgores del Egipto grecorromano, la luz. de los textos fundacionales sigue brillando.
Por más que hayan pasado las obras y el tiempo, el espíritu que motivó dichas obras sigue vivo. La tradición primordial del Egipto faraónico, en efecto, sigue estando viva, pues los conceptos y los símbolos de que es portadora no podrían ser alterados por el tiempo. Muy al contrario, emergen del océano de la duración como una isla en la que están preservados como inestimables tesoros, cuyo poder debe quedar intacto. El Egipto faraónico había llevado a cabo una elección: hacer vivir al cielo en la tierra, practicar la regla de Maat, dialogar con Dios, los dioses y lo invisible, tratar de percibir las mutaciones incesantes de la luz y las dimensiones del viaje perpetuo del ser en los paisajes del espíritu. Igual que la creación se piensa y se formula a cada instante, también los Textos de las Pirámides son la expresión de una espiritualidad creadora, abierta y vivificadora.
Tengo la impresión de que estos textos son las líneas maestras de un mensaje espiritual cuya importancia apenas si comienza a presentirse, y confío en que esta obra los vuelva más accesibles. En contra de lo que habían anhelado los sucesivos invasores del Egipto de los faraones, su gran voz no se ha apagado, y nos habla cada vez con mayor fuerza. Los Textos de las Pirámides, de perspectivas ilimitadas, ¿acaso no son uno de los caminos privilegiados hacia el conocimiento?








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