Pensando sobre los cambios horarios, que el giro de la tierra, sobre su eje, nos obliga a establecer, he buscado la línea imaginaria que, por acuerdo internacional, marca el fin de un día y el comienzo del siguiente, el meridiano que separa el ayer del hoy o el hoy del mañana.
Esta línea, convenida por todos para el cambio de fecha, está entre dos islas, llamadas Diomedes, situadas en el estrecho de Bering, que separa Alaska de Siberia. Ocurre, por lo tanto, que desde una miran al mañana y desde otra al ayer, pues la diferencia entre ambas es de 21 horas; cuando en el lado ruso son las 12 del medio día, en el lado americano son las tres de la tarde del día anterior.
La distancia entre ambas es de 4 Kms. y en el invierno, se puede cruzar, a pie, de ayer a hoy o de hoy a mañana. Si viajas de America a Asia, pierdes un día, si lo haces en sentido contrario lo ganas. Descubrí que incluso en ese remoto e inhóspito lugar hay una pequeña población, en la isla americana, que tiene 170 habitantes.
Esto me ha llevado a pensar, una vez más, en esa extraña insatisfacción del ser humano que le ha obligado, desde los tiempos más remotos, a buscar la ocupación hasta del último confín sobre la tierra.
¿Qué misteriosa fuerza de atracción, que incontenible llamada sentirían aquellos, no se sabe bien, todavía, si ya eran hombres o todavía homínidos, para internarse, con aquellos miserables bagajes con que contarían entonces, por Siberia hasta su punta nordeste, pasar el estrecho caminando sobre los hielos y atravesar Alaska hacia el sur y en desplazamientos incontenibles, colonizar parte de America?. Cuantas muertes, cuantos fracasos en los múltiples empeños.¿Que esperarían hallar los que en vez de volver atrás y renunciar, ante dificultades crecientes se internaban por aquellos parajes imposibles?
Y no solo esos pueblos asiáticos llegaron a America en tiempos remotísimos, como van descubriendo las excavaciones, también otros como los polinesios y demás hombres australianos, que atravesaron mil veces el infinito Pacifico, saltando como audaces y geniales navegantes en frágiles balsas y canoas, de islote en islote descubriendo y colonizando otra gran parte de America. Los chinos, que establecieron comunicación con ella, navegando en embarcaciones más potentes y avanzadas que las de Colón y los intrépidos vikingos que, en algunas de sus legendarias correrías que las necesidades de rapiña les obligaban a hacer, tocaron, también, sus costas.
Sin embargo hemos dado en llamar El Descubrimiento de America al momento en que el hombre blanco, el europeo, puso los pies allí. Descubrimiento de un continente que estaba, ya, poblado de arriba abajo con hombres de varias razas y puede que de varias especies, que habían llegado desde tiempos remotísimos desde Europa por el Atlántico, desde Asia por el estrecho de Bering y desde Oceanía por el Pacifico y habían desarrollado unas sociedades y culturas no tan inferiores a las nuestras como nos gusta alardear y que constituían, ya, una población de millones de personas.
Tengo escrito que, muchos historiadores y pensadores, cuando hablan de la humanidad y su historia se refieren, únicamente, a la raza blanca.
Quizás la globalización, este novedoso acontecimiento que está cayendo encima de nuestras sociedades, con gran estropicio, nos obligue a ser más humildes y valorar, en verdadera dimensión, lo que otros pueblos y culturas han sido capaces de hacer y nos lleve a reescribir la historia, sincronizada, de toda la humanidad en vez de hacerlo de la forma parcial y provinciana que recriminamos a nuestras Comunidades Autónomas.
No se puede llamar descubrimiento al hecho de que tres cáscaras de nuez atravesaran el Atlántico, sin tener todavía claro si la Tierra era plana o redonda y llegasen a un inmenso continente con una gran población. Menos lobos. Deberíamos ser mas humildes y realistas y reconocer que nosotros fuimos, por el contrario, los últimos en llegar.
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