lunes, 22 de febrero de 2016

Palmagallarda, por Ignacio Romero de Solís

El autor, primo hermano de mi mujer, toma la idea de una singular finca de la familia para dar el título a esta novela. Después de toda una vida dedicada primero a la política, como camarada de Semprún o Pradera, y después al periodismo, Ignacio Romero de Solís ha debutado como novelista a una edad en la que otros escritores o viven casi retirados del oficio o preparan sus obras completas, que en su caso deberían contener unas memorias -de momento sólo orales- para las que lleva años tomando notas. Subtitulada Rosas, calas y magnolias, la primera entrega de Palmagallarda abre una trilogía donde se nos cuentan las peripecias de una familia de la aristocracia andaluza que vive, sin saberlo, el final de una época, recreada con brillantez y exquisitas maneras por un autor que conoce bien, por sus orígenes y vivencias, el medio al que se refiere, pero ha sabido trascender los recuerdos o las historias vinculados a su linaje para construir un relato de aire lampedusiano e indudable ambición panorámica. La novela tiene, ciertamente, una lectura sociológica que la hace valiosa por razones no sólo literarias, pero Romero de Solís ofrece en ella mucho más que un vasto cuadro de costumbres.

El marco espacial se sitúa en la ficticia Recuerda, una vieja ciudad de Andalucía la Baja, pero abarca también Sevilla y Lisboa en el turbulento periodo de la inmediata anteguerra -los meses previos a julio del 36- que señalaría el declive de la clase social protagonista de la novela, esa nobleza de raíz agraria -desplazada por la alta burguesía de no siempre bien ganada fortuna- que ha sido abordada en incontables ocasiones por los británicos, pero no ha tenido entre nosotros demasiados desarrollos que merezcan la pena. En efecto, el cercano ámbito de aquella Andalucía rural -su antigua forma de vida, con todo lo bueno y lo malo que la fundamentaba- sigue siendo un mundo reducido a cuatro clichés que no hacen justicia a la complejidad de las relaciones ni, sobre todo, a la riqueza de sus tipos humanos. En esto precisamente, en el vivo y variado retrato de personajes, se cifra uno de los logros del novelista. De una parte, la dignísima marquesa de Monsalves de Tous, sus dos hijos medio enfrentados, la atormentada condesa de Palmagallarda o su primogénito el joven Jerónimo, presumible héroe de la saga. De otra, el duro mozo de comedor, el mozo de cuadra y aspirante a torero, el ambiguo valet de chambre o la entrañable nodriza. A ellos se suman la institutriz francesa, el padre jesuita de confianza y otros secundarios extranjeros. A grandes rasgos, Romero de Solís ha optado por el clásico planteamiento -arriba y abajo- que contrapone la vida de los señores y la del servicio. Frente a los modelos habituales, sin embargo, caracterizados por un costumbrismo de buen tono, el autor cultiva la evocación, llamémosla proustiana, pero no renuncia al apunte solanesco -fiestas flamencas, burdeles, capeas- ni a trazar perfiles transgresores que escapan al rígido marco que dibuja. Si los distinguidos miembros de la familia canalizan sus pasiones a través de la comida -es bien visible la afición por la gastronomía-, las devociones estéticas -la música, la literatura, la pintura de aquel tiempo, fielmente representadas en los diálogos- o en algún caso la política, los de la servidumbre no se reprimen a la hora de enfrentarse al sexo, en escenas que pueden sorprender, por su erotismo no velado ni siempre ortodoxo, a los lectores más timoratos.


Demorado en una primera parte más descriptiva, el ritmo se va acelerando conforme el clima de agitación y violencia, hasta ese momento reflejado indirectamente o como en sordina, se apodera de la narración hasta conducirla a un final -dramático, abierto- de los que llaman trepidantes. El orden secular de la casa, la inercia de un mundo que ha permanecido inalterable durante generaciones, se ven entonces confrontados con las tensiones sociales que estallaron en la Guerra Civil. Romero de Solís no se aproxima a la tragedia con una mirada, digamos, ideológica, sino desde dentro de la mentalidad de sus protagonistas, que habitan un universo cerrado sobre sí mismo pero están conectados al mundo exterior por una corriente de afinidades cosmopolitas. Las detalladas descripciones, la cuidada composición de escenas o el modo como se insertan en las conversaciones las notas culturalistas o las pinceladas de contexto histórico, son otros tantos aciertos de una novela que dilata y prestigia la materia de Andalucía, sólo reducible a regional desde una concepción estrecha. Es de la condición humana de lo que nos habla Palmagallarda, que como todas las buenas novelas extrae de las vidas particulares ideas, sentimientos o caracteres de alcance universal.

Finalmente quiero señalar que Palma Gallarda es una de las haciendas más importantes y mejor documentadas de Carmona, situada al sur del término y próxima a la carretera nacional IV, con acceso tanto desde la carretera Mairena del Alcor-Brenes como desde la que une El Viso del Alcor con Carmona, a través de largos carriles de varios kilómetros que llevan a su caserío, emplazado en una ligera elevación. El caserío, con la disposición prototípica de esta tipología edilicia, se articula en torno a un amplio patio cuadrado, ante cuya entrada se levanta una cruz humilladero. La fachada principal del edificio es muy sencilla y presenta un muro con el único hueco del acceso. Adosado a dicha fachada se encuentra uno de los elementos más interesantes de la hacienda, su capilla pública. Su fachada está centrada por un vano en cuyo dintel puede leerse "Iesvs, Marya y Iocph. Año de 1713". Por encima de la puerta aparece la ventana de la tribuna, sobre la cual hay tres paneles cerámicos: el central con la imagen de san Miguel, patrón de la finca, flanqueado por los escudos de las familias Lasso de la Vega, Barba, Cansino y Porres. Una sencilla espadaña remata el frente del oratorio. El interior de la capilla está cubierto por una bóveda de cañón en el cuerpo de la nave y por cúpula en la cabecera. A los pies se encuentra la tribuna, a la izquierda de la cabecera la sacristía y a su derecha un confesionario de obra. Preside el espacio un retablo de la primera mitad del siglo XVIII que ha sido atribuido al retablista Luis de Vilches. Pero sin duda el elemento más significativo de esta capilla es su zócalo de azulejos, de 60 cm de altura, fechado en 1726 y de tema cinegético. La importancia de estos azulejos ha llevado a Alfonso Pleguezuelo a denominar a su anónimo autor "maestro de Palma Gallarda", cuyo estilo, de un vigor casi violento, se rastrea por toda la provincia de Sevilla. En 1702, Miguel Lasso de la Vega presenta ante la autoridad eclesiástica la solicitud de licencia sacramental para esta capilla. De ese momento hay una interesante descripción que recogemos completa por su interés: La visita de dicho oratorio rural es en la forma y manera siguiente. Primeramente está la capilla, con la puerta principal que sale al campo, y muy separada del comercio y oficinas de la dicha hacienda, y es nueva. Y una ventana para mayor claridad junto al altar, de donde se puede con toda desencia oir misa. Item, tiene por retablo principal y abogacía un lienzo de dos varas de largo, con su moldura dorada, en que está pintado el Arcángel San Miguel. Y al lado derecho otro lienzo de dos baras con su moldura dorada en que está pintado Nuestro Padre Jesús Nazareno, y al lado izquierdo otro lienzo de dos varas, con su moldura dorada, en que está pintada la Purísima y Limpia Concepción de Nuestra Señora. Y al pie de dicho retablo están seis láminas doradas de diferentes devociones. Y una imagen de media vara de alto, de talla, barnizada y dorada, y su peana de madera dorada. Y a los lados de dicha imagen están dos ramos de talco de media vara de alto, con sus macetas barnizadas de colorado. Y así mismo es el altar lapídeo de una vara de ancho y cinco cuartas de alto, y tiene de largo dos varas y tres cuartas... Y sobre dicha ara están dos paños de lienzo crudo, y sobre el altar otro lienzo que coge el altar de ancho y largo... Y al pie del altar una alfombra de tres varas de largo y vara y media de ancha. Y un esterado de estera, y dicha capilla está colgada con tapicería. Y el dicho oratorio tiene diecinueve varas y media de largo y cuatro y medio de ancho. Esta descripción no coincide con lo que luego se ejecutó y existe en la actualidad, por lo que es posible que se estuviera describiendo lo que se pensaba llevar a la práctica. En cualquier caso, la capilla no se terminó hasta 1730, sufragada por Antonio Lasso de la Vega, heredero de Miguel, quien pretendió convertirla en iglesia pública.
Un sencillo vano en la fachada de la hacienda, en cuyo dintel campea su nombre, da paso al patio, que está empedrado. En la crujía de fachada y en su mitad derecha se encuentran las cuadras, en la planta inferior, mientras que la superior está ocupada por un granero al que se accede por una escalera exterior. La nave del granero es muy cerrada, bajo una viguería de par y nudillo atirantada. Al otro lado de la portada se encuentra hoy la oficina del encargado de la explotación. Toda la edificación del costado izquierdo del patio corresponde al señorío, orientado al sur, de doble planta, con un escudo de piedra en la fachada. El señorío se abre también a un amplio jardín mediante una doble galería, aunque en la actualidad la superior está cegada. El jardín fue en origen huerta y en la actualidad está decorado con piedras de molino y tinajas; al fondo del recinto ajardinado están la noria, hoy rematada por una pérgola, y la alberca. Cerrando parte de un lateral del jardín y a partir de la capilla hay unas estrechas naves cubiertas por bóveda que fueron añadidas a mediados del siglo XX que sirvieron tanto de gañanía como de casa de máquinas y vivienda del casero.
En la crujía de la derecha del patio se encuentra en el presente la vivienda del casero en la planta baja, aunque aquí se situaron en origen una cuadra, la gañanía y la vivienda del molinero. En la planta superior, en la que aparece un reloj de sol y otro escudo de piedra, se dispone otro granero con las mismas características del antes descrito. En el lateral del fondo del patio se hallan la vivienda del capataz y el antiguo molino de aceite, que se dispone al modo tradicional en tres naves paralelas, con la particularidad de que sobresalen del cuadrado que delimita el patio. La nave de la prensa sólo conserva la estructura, con la cubierta primitiva sustituida por uralita, mientras en la otras se distinguen el gran arco bajo donde se situaría el empiedro ¿del que todavía quedan huellas de sus anclajes¿ y los espacios para trojes. La torre de contrapeso compone un sencillo volumen prismático con remate de merlones y un esbelto chapitel con veleta de forja en el centro, revestido de cerámica. Junto a la almazara hay un corral donde se encontraba el tinao, del que sólo se conservan unos pocos restos a los que se han añadido en la actualidad unos cobertizos. Por último, aproximadamente a un kilómetro del caserío se encontraban las zahúrdas de la finca. Desde el siglo XVI estuvo asociada a los Lasso de la Vega, una de las principales familias de la oligarquía de Carmona, figurando como una de las piezas claves y más antiguas de su ingente patrimonio agrícola, hallándose vinculada a la rama mayor del linaje. La primera noticia de la explotación data de 1573 cuando su propietario, Antonio Barba de Baeza, la vincula a un mayorazgo. A finales de la siguiente centuria Miguel Lasso de la Vega y Barba empieza a edificar el actual caserío. La finca pasó al primogénito de don Miguel, Antonio Lasso de la Vega y Porres, que realizó diversas mejoras en el edificio, construyendo su capilla y concluyendo la edificación en 1713. Poco después, el citado propietario aborda nuevas mejoras, especialmente en el señorío, que entonces alcanzó su actual disposición. También mejoró la gañanía, construyendo la tahona, y levantó la bodega de aceite, de igual forma que dispuso pesebreras nuevas en las cuadras. A comienzos del siglo XIX se debieron hacer algunos reparos, lo que se deduce de que en 1806 un nuevo Miguel Lasso de la Vega solicitase cortar 200 pinos en Palma Gallarda para las obras en casas, molinos y cortijos de su propiedad, noticia que además hace patente la variedad de la primitiva explotación, que incluía terrenos de monte. Con posterioridad sólo sufrió alteraciones menores, hallándose en la actualidad muy bien conservada.

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