sábado, 30 de noviembre de 2013

Calderón de la Barca

La vida es sueño es una obra de teatro de Pedro Calderón de la Barca estrenada en 1635 y perteneciente al movimiento literario del barroco. El tema central es la libertad frente al destino.


Origen de la temática

La concepción de la vida como un sueño es muy antigua, existiendo referencias en el pensamiento hindú, la mística persa, la moral budista, la tradición judeo-cristiana y la filosofía griega.
Según Platón, el hombre vive en un mundo de sueños, de tinieblas, cautivo en una cueva de la que sólo podrá liberarse tendiendo hacia el Bien; únicamente entonces el hombre desistirá de la materia y llegará a la luz.
El influjo de esta concepción platónica en la obra es evidente: Segismundo vive en un principio dentro de una cárcel, de una caverna, donde permanece en la más completa oscuridad por el desconocimiento de sí mismo; sólo cuando es capaz de saber quién es, consigue el triunfo, la luz.

Historia

La vida es sueño se estrenó en 1635. Al año siguiente fue publicada en la Primera parte de las comedias de don Pedro Calderón de la Barca.

Estructura

Consta de tres actos o jornadas. La primera jornada, que tiene ocho escenas, se desempeña como contextualizador (es decir que en ella se presentan a los personajes y la ubicación espacio-temporal de la historia). En la segunda jornada, que tiene diecinueve escenas, aparece el conflicto, nudo o problema. Y en la tercera jornada, de catorce escenas, tiene lugar el desenlace o resolución.

Género

La obra tiene un tono dramático pero no llega a ser tragedia, perteneciendo al género teatral propio del Barroco, la tragicomedia. En ella se mezcla lo trágico con lo cómico para obtener un público amplio, tanto popular como noble. A la muerte de Lope de Vega, Calderón continúa con la evolución del teatro que había dejado planteado; así en La Vida es Sueño pueden verse algunas de las características de esta nueva forma de comedia instituida por Lope de Vega.

Personajes

Segismundo: Es el personaje principal, pretexto de esta obra. Viéndosele en un principio como hombre-fiera, se lo describe como alma reprimida, muy reflexivo, alterado por su larga reclusión. A lo largo de la obra, va evolucionando: al principio busca la venganza, comportándose en forma cruel y despiadada, pero luego aparecen en él ciertos rasgos de humanidad (al perdonarle la vida a Basilio demuestra que ha cambiado y logra vencer a su destino).
Rosaura: personaje principal femenino, que une fuerzas con Segismundo para impedir que Astolfo se convierta en rey y así evitar que se case con Estrella. Cuando llega desde Moscovia a la corte, oculta su identidad, haciéndose pasar por una criada. Durante la obra descubre que es hija del ayo de Segismundo, Clotaldo. Finalmente, declarada noble, puede casarse con Astolfo.
Basilio: rey de Polonia, padre de Segismundo. Es un hombre preocupado por lo que pueda sucederle a su pueblo. Es débil e indeciso. Sus campos son las matemáticas, las ciencias y la astrología, no demostrando realmente una sabiduría orientada hacia el gobierno. Teme a Segismundo desde que ha escuchado el oráculo que le dice el hado. Al final admite sus errores.
Clotaldo: Lacayo de Basilio. Es el único, aparte del rey, que puede verle. Le ha enseñado a Segismundo todo lo que sabe. Se muestra como un personaje anciano, que ha vivido anteriormente aventuras amorosas (es el padre secreto de Rosaura). Como personaje-tipo representa la superstición.
Astolfo: duque de Moscovia, con el que Basilio hace un trato para mantener el trono de Polonia. Está dispuesto a casarse con Estrella a pesar de amar a Rosaura. Al fin consigue su amor deseado.
Estrella: bella y noble infanta de la corte de Basilio dispuesta a casarse con Astolfo para heredar el trono (Astolfo y Estrella son primos y sobrinos de Basilio). Al fin acaba casándose con Segismundo.
Clarín: compañero de Rosaura. Es muy ingenioso, responde al arquetipo de cómico.

Argumento

Jornada Primera

En el momento en que entran, Segismundo pronuncia su primer monólogo. Cuando el preso se da cuenta de que no está solo, intenta matar a Rosaura pero luego le perdona la vida. Irrumpe Clotaldo, súbdito de Basilio y ayo de Segismundo, y detiene a los dos viajeros por encontrarse en lugar prohibido. Clotaldo entonces reconoce la espada que ciñe Rosaura: es la espada que había dejado a la madre de Rosaura, abandonándola como Astolfo abandonó a la hija. Sin embargo, Clotaldo no reconoce aún ante todos a su hija y encubre lo descubierto, decidiendo llevar ante el rey a su hija y al gracioso, Clarín.
El rey Basilio. Revela la existencia de su hijo, Segismundo, que había provocado la muerte de la reina Clorilene al nacer. Cuenta el terrible nacimiento de su hijo y explica lo que vaticinó al leer en las estrellas: Segismundo sería un rey tirano y cruel. Basilio decidió hacer una prueba y dar una oportunidad a su hijo. Lo llevarían a palacio pero de manera que si efectivamente resulta ser un tirano su estancia en el palacio le parezca tan solo un sueño. Si Segismundo resulta tener templanza y razón, será el heredero del trono, si no, lo serán Estrella y Astolfo, unidos por matrimonio.
Tras confesar a todo el pueblo la existencia de su hijo, deja libres a Rosaura y Clarín. Pero Clotaldo quiere saber quién es el enemigo de Rosaura, y preguntando averigua que es el sobrino del rey. Además, Rosaura indica su verdadera identidad.
Jornada segunda[editar · editar código]
Basilio ha ideado un engaño para ver si Segismundo es realmente cruel: lo llevan dormido a palacio y le permiten ver cuál sería su destino, pero guardándose la posibilidad de hacerle creer que todo fue un sueño, en caso de que se demuestre malvado.
Rosaura entra de dama de Estrella con el falso nombre de Astrea.
Segismundo se comporta como un príncipe déspota lanzando un criado por la ventana al poco de despertar, intenta forzar a Rosaura, hiere a Clotaldo que sale en ayuda de su hija, y se enzarza en una pelea a espada con Astolfo. En vista del comportamiento, el rey Basilio decide volver a dormirle y llevarlo de vuelta a la torre.
Astolfo corteja a Estrella, pues con su unión compartirían la sucesión en lugar de competir por ella, una vez que Segismundo ha quedado fuera de juego. Astolfo descubre que Astrea es en realidad Rosaura y rompen definitivamente.
La jornada termina con el monólogo de Segismundo encerrado nuevamente en la torre. Los últimos versos de este monólogo son los que dan nombre a la obra:
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.

Monólogo de Segismundo

Acto II, escena 19. Monólogo de Segismundo.
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Jornada tercera[editar · editar código]
El pueblo de Polonia, al saber que tiene un príncipe heredero, organiza una revuelta y libera a Segismundo de su torre. Segismundo libera a Clotaldo permitiéndole ir con el rey, demostrando que ha recapacitado sobre su comportamiento.

Las tropas del Rey y las del príncipe se enfrentan y vencen las de Segismundo, se encuentran ambos cara a cara y el Rey se pone en manos de Segismundo, pero este se postra ante los pies del Rey, aceptando incluso el hecho de que el rey, Basilio, quiera darle muerte debido a que se haya levantado contra él. Sin embargo, en vista de la generosa actitud de Segismundo el Rey le deja el trono.
Análisis del soliloquio de Segismundo[editar · editar código]

La vida es sueño es una de las obras de Calderón de la Barca más conocida y estudiada. Dicho interés reside en su complejidad filosófica, pero también en el notable armado dramático. Sin embargo, desde que Marcelino Menéndez y Pelayo (1910) clasificara a la vida es sueño como drama filosófico, la crítica ha hecho hincapié en los problemas existenciales de la obra, desatendiendo a veces sus características específicamente formales, dramáticas. En relación con el primer punto, se pueden señalar algunos ejes que constituyen los temas filosóficos centrales; la oposición entre destino y libertad, el tópico de la vida como sueño y la tematización del autodominio. Estos temas centrales subordinan otros como la educación de los príncipes, el modelo de gobernante, el poder o la justicia, que más tarde vamos a ir relacionando con el soliloquio de Segismundo.
El soliloquio de Segismundo está separado en siete décimas a excepción del primer verso. Cada décima es octosílaba y en cada una de ellas se encuentra un planteo filosófico de los grandes debates entre la reforma protestante y la contrarreforma católica.

Décimas uno y dos

Marco

La obra está dividida en tres jornadas las cuales se desarrollan en dos sitios diferentes, la torre de Segismundo y el palacio de Basilio. La primera jornada ocurre en la torre de Segismundo a la cual llegan Rosaura y Clarín después de una travesía por un monte. La segunda jornada se desarrolla en el palacio de Basilio y es donde Segismundo toma el poder sobre Polonia, al final de esta jornada Segismundo es vuelto a la torre por su padre. Este manejo de los sitios construye una oposición simétrica que es quebrantada en la última jornada cuando surge el "campo de batalla" donde se enfrentan padre e hijo en una fervorosa batalla por el poder, donde termina victorioso el hijo y perdona a su padre. La torre de Segismundo se encuentra rodeada por un monte enmarañado, es un recinto reducido en el cual se encuentra este hombre encadenado, cubierto de pieles, mitad bestia mitad hombre, pero muy culto con conocimientos sobre todos los temas de índole religioso. Todas estas oposiciones entre hombre y bestia, la torre y el monte, comprenden un recurso muy utilizado en el barroco denominado el claroscuro.

Religión

Debido a la influencia religiosa que tuvo Calderón durante su educación, plantea estos problemas que surgieron en su tiempo, uno de los más citados es el libre albedrío y la predestinación. El libre albedrío que es sustentado por la iglesia y la predestinación que es sustentado por los reformistas protestantes. Ambas tesis tienen apostura bíblica. La resolución de la tragedia indicaría, previsiblemente, la posición de Calderón a favor del credo contrarreformista. El personaje de Segismundo es introducido en la obra cubierto de pieles, encadenado y con una tenue luz sobre su cabeza. Esta situación lo convierte a él en una bestia, pero con el desarrollo del soliloquio podemos observar que Segismundo es un hombre muy culto ya que Clotaldo era el encargado de educarlo. Segismundo es capaz de absorber todo tipo de conocimiento desde mitología griega a geografía mundial que hace alusión en sus menciones sobre el minotauro y el volcán Etna. En su alusión al minotauro Segismundo no lo hace directamente sino que lo hace a través de un recurso denominado alusión mitológica, en la cual nunca menciona el nombre del monstruo sino que se refiere a donde estaba encerrado: el laberinto. Segismundo es análogo a este personaje de la mitología griega ya que los dos se encuentran prisioneros y ambos son bestias. En su alusión al volcán Etna, Segismundo lo menciona con el fin de demostrar la magnitud de su desilusión y bronca, con respecto a lo que le había sucedido, el estar encarcelado y privado de su libertad. Éste menciona que va a estallar como el Etna; esta exageración es denominada hipérbole. De nuevo se encuentran analogías entre el personaje y los elementos de comparación. Se dice que él va a estallar con verdades dolorosas.

Dualidad

La representación de la civilización y la barbarie en Segismundo es la dualidad, un tema muy importante en esta obra y típico del barroco. El recurso con el cual se aplica este tema, es la antítesis que funciona contraponiendo dos ideas. En este caso la civilización o la cultura, y la barbarie o la irracionalidad se interponen para crear este monstruoso personaje, que en fin termina siendo una persona comprensiva. Dentro de la obra la antítesis más grande es el personaje de Segismundo el cual representa los términos más opuestos, la civilización y la barbarie mencionados anteriormente.

Décima tres

En el soliloquio el tema más importante es la libertad y el libre albedrío el autor la trata haciendo que el personaje se compare con todos los animales de la naturaleza y haciendo mención también de los cuatro elementos; el agua, la tierra, el fuego y el aire, donde para cada una de ellas encuentra un animal. Con lo que primero se compara es con el ave en la tercer décima donde los recursos que utiliza son variados. En primer lugar se puede observar un retruécano donde se mezclan un ramillete de flores con un ala donde la flor toma el lugar del ala y el ramillete toma el lugar de las plumas; "...es flor de pluma / o ramillete con alas...". También en esta décima se hace alusión a la libertad con la que goza un ave cuando el lo que más ansia es poder tener la mínima libertad. Ya todos sabemos que Segismundo fue encerrado por lo que los hados habían dictado pero por que si el ansiaba tanto su libertad, cuando fue libre le privó la libertad a otras personas no era capaz de reconocer que este efecto podría llegar a ser contraproducente. Para concluir esta décima Segismundo plantea una pregunta retórica "¿y teniendo yo más alma/ tengo menos libertad?" estas preguntas se encuentran al final de cada décima, con el fin de cuestionar la existencia de una persona si esta es inferior a todo lo que hay sobre la Tierra.

Décima cuatro

En la décima siguiente Segismundo se compara con un animal al cual lo denomina bruto. Esta décima comienza desde el principio con una metáfora la cual es la mencionada anteriormente (la de denominar bruto al animal). También se puede encontrar una hipérbaton donde el orden sintáctico del verso es modificado "apenas signo es de estrellas", luego hace una referencia a Dios por medio de una metonimia la cual lo menciona como El "docto pincel". En esta décima también podemos encontrar la referencia al minotauro mencionada anteriormente, esta mención hace referencia a su posición académica ya que demuestra sus conocimientos sobre la mitología griega. Para culminar esta décima la pregunta retórica es la siguiente "... ¿y yo, con mejor instinto, / tengo menos libertad?..." está cuestionando a los cielos por que razón él que es un ser humano el cual según Segismundo tiene más alma y más instinto que un animal y que un ave, no puede tener su libertad. El instinto en la novela no es un tema muy mencionado o fundamental pero este puede relacionarse con el autodominio. Este como problema se expresa en la obra como el triunfo del libre albedrío sobre la predestinación, pero también como una victoria de la conciencia, de la condición humana sobre los instintos y los horóscopos, triunfo que además es característico y virtud propio del buen rey en que se convertirá Segismundo.

Décima cinco

En la quinta décima Segismundo se compara con un pez. Los primeros versos se ven plagados de metáforas despectivas hacia estos "insignificantes animalitos" que viven en tan vasto espacio como es el océano, cuando Segismundo es la completa antítesis de un pez, una persona tan grande, como una bestia encerrada en tan reducido recinto, confinada a vivir en aislamiento completo, sólo manteniendo contacto con una persona, Clotaldo. Segismundo se refiere al pez como un "...aborto de ovas (...) bajel de escamas..." y una imagen visual la cual dice "...sobre las ondas se mira..." que se refiere a las olas u ondas que existen en todo medio acuoso. Al final de esta décima Segismundo cuestiona nuevamente el albedrío, el cual evidentemente es un tema que se repite varias veces en este texto.

Décima seis

En la sexta décima Segismundo hace alusión al arroyo, el cual contiene el elemento vital para la vida de todos los seres sobre la tierra, el agua. Segismundo en esta décima se refiere al arroyo como una culebra la cual serpea las planicies en busca de su fin. Este arroyo el cual está destinado a su cauce durante toda su historia y no tiene vida, tiene más libertad que este pobre hombre. En esta décima Calderón utiliza dos sentidos para describirnos el arroyo primero utiliza una imagen visual "sierpe de plata" luego una imagen auditiva "músico celebra" y culmina la descripción del arroyo mostrando como este no tiene restricción alguna para vivir ya que este tiene "el campo abierto a su huida" ya que este pide a los "cielos la piedad" y estos se la "dan con majestad". En esta décima la pregunta es "... ¿y teniendo yo más vida/ tengo menos libertad?...". Aquí hace mención a un concepto básico, la vida.

Décima siete

Finalmente la última décima utiliza la diseminación y recolección para concluir y cerrar este soliloquio el cual va a dar a conocer la relación entre Segismundo, Rosaura y Clarín. En el comienzo de esta décima encontramos la ya antes mencionada hipérbole sobre el volcán Etna. En esta décima también nos enteramos de que Segismundo cree que todos los hombres de la tierra están en la misma situación que él, ya que la pregunta que se hace es "... ¿Qué ley, justicia o razón/ negar a los hombres sabe/ privilegio tan suave/ excepción tan principal, / que Dios le ha dado a un cristal, / a un pez, a un bruto y a un ave?...". En esta última pregunta retórica, el personaje plantea un privilegio, el cual se convierte en derecho cuando una persona nace, del cual él fue privado desde el momento en que nació, que es la libertad. También esto demuestra un error de conceptos debido al poco roce social que Segismundo tuvo, ya que la única persona que conoce es Clotaldo. Los últimos dos versos sintetizan el monólogo, estos dos son la mención de cada uno de los elementos con los cuales él se fue comparando a medida que el soliloquio ocurría que son; un cristal o el arroyo, un pez, un bruto y un ave.
Para el ave tenemos el alma, de la que carecen los animales, pero tienen más libertad. Para el bruto tenemos el instinto el cual los animales tienen en sobremanera de forma tal que no lo pueden controlar y en ocasiones deben pagar con sus vidas. Para el pez tenemos el albedrío el cual es el tema fundamental de la época barroca ya que la contrarreforma se basa en el pensamiento del libre albedrío con tal de refutar el ideal de la predestinación de los luteranos. Para finalizar tenemos el cristal o el arroyo el cual hace mención a la vida ya que por un lado es el único de los mencionados que no tiene vida pero es el encargado de transportar el material más necesitado por todos los seres vivos sobre la tierra. La libertad que es el punto de comparación para todas estas preguntas la cual es la relación fundamental de la obra, en la cual todas las lecturas convergen. La representación dramática de la posibilidad o imposibilidad del hombre de decidir libremente su destino, su salvación, recoge las polémicas contrarreformistas sobre el libre albedrío y la predestinación. Aquellos que opten por la predestinación sostendrán que existe un designio divino que condena o salva, mediante la gracia y la Fe, que es un don de Dios, más allá de la forma en que los hombres actúen. Quienes postulan el libre albedrío creen en la salvación a través de las buenas obras que los hombres realicen en su vida.

Conclusión

En conclusión, el soliloquio de Segismundo sintetiza el carácter barroco en setenta y un versos que están plagados de metáforas, metonimias, hipérboles, hipérbatos, preguntas retóricas, retruécanos, analogías e imágenes tanto visuales como auditivas. Todos estos recursos se utilizan para demostrar la complejidad del pensamiento de esa época y las dualidades tanto culturales como religiosas en el caso de la reforma y la contrarreforma. Pero al ser una persona tan religiosa, Pedro Calderón de la Barca utiliza su obra para inculcar los dogmas contrarreformistas. Si bien la pieza analizada cuenta con gran cantidad de recursos y temas de esta época, su verdadero valor se encuentra en el planteamiento de la libertad como un bien tan preciado para la vida del hombre, que por estar privado de ella muta a un ser implacable y tirano que pierde control sobre su conciencia y deja que su instinto actúe en su lugar. Esto demuestra la transformación de hombre a bestia, ya que la parte de hombre deja ser dominada por la parte de bestia o, mejor dicho, el instinto. En pocas palabras, Segismundo pierde el autodominio al ser privado de su libertad. Esto lo lleva también a perder su libre albedrío, ya que cuando una persona está cegada por el instinto o por la ira pierde el control sobre su cuerpo y deja de tener toda posibilidad de tomar decisiones sabias y correctas.

Representaciones

La obra, según algunas fuentes, fue vendida por Calderón de la Barca a la compañía de teatro de Cristóbal de Avendaño, que la estrenó en la década de 1630. El actor Manuel Vallejo la representó ante la corte del rey Carlos II el 5 de febrero de 1673 y el 12 de noviembre de 1684 y el 24 de noviembre de 1695 lo hizo su hijo Carlos Vallejo. En el mismo siglo XVII la obra se estrenaba más allá de las fronteras españolas, en Bruselas (1647), Amsterdam (1654), Hamburgo (1658) o Dresde (1674).

Aquí adjunto una representación completa de la obra.




Tirso de Molina

El burlador de Sevilla y convidado de piedra



El burlador de Sevilla y convidado de piedra es una obra de teatro que por primera vez recoge el mito de Don Juan, sin duda, el personaje más universal del teatro español. De autoría discutida, se atribuye tradicionalmente a Tirso de Molina y se conserva en una publicación de 1630, aunque tiene como precedente la versión conocida como Tan largo me lo fiais representada en Córdoba en 1617 por la compañía de Jerónimo Sánchez. Alfredo Rodríguez López-Vázquez señala al dramaturgo Andrés de Claramonte como autor de la obra en función de pruebas de carácter métrico, estilístico e histórico. Sin embargo, tanto Luis Vázquez como José María Ruano de la Haza la dan sin dudar como obra de Tirso y otros críticos concluyen que tanto El burlador como el Tan largo me lo fiais descienden de un arquetipo común del Burlador de Sevilla escrito por Tirso entre 1612 y 1625.

Contexto

Don Juan personifica una leyenda sevillana que inspiró a Molière, Lorenzo da Ponte (autor del libreto de Don Giovanni de Mozart), Lord Byron, Espronceda, Pushkin, Zorrilla, Azorín, Marañón y a muchos otros autores. Es un libertino que cree en la justicia divina («no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague») pero que confía en que podrá arrepentirse y ser perdonado antes de comparecer ante Dios («¡Qué largo me lo fiais!»). Si además recordamos que El burlador de Sevilla fue publicada en 1630 podemos concluir que es una obra cuya vocación es moralizante, y podría haber sido concebida como respuesta a la teoría de la predestinación de Juan Calvino, según la cual la salvación y la entrada al reino de los cielos ya ha sido determinada por Dios desde el nacimiento de uno, dado por gracia a través de Cristo y recibido solamente por fe, por lo que los actos no son determinantes para la salvación de las almas.
Se ha especulado mucho sobre la posible inspiración en un personaje real, señalándose a Miguel de Mañara como principal candidato. Sin embargo, si aceptamos la opinión mayoritaria respecto la autoría y la fecha no podrá considerarse el personaje de Don Juan inspirado en la vida de Don Miguel ya que éste nació en 1627 y la obra fue editada solo tres años después. Si bien, una versión precedente del Burlador, el Tan largo me lo fiais, podría datar de 1617. Se dice que la obra de Tirso fue un guiño dedicado a los caballeros de la época, cuya profanación de la honra de las mujeres era mundialmente elogiada.

Argumento

Un joven noble español llamado Don Juan Tenorio seduce en Nápoles a la duquesa Isabela haciéndose pasar por su novio, el duque Octavio, lo que ella descubre al querer alumbrarle con el farol. Tras esto, en la huida va a parar a la habitación del Rey, quien encarga al guardia Don Pedro Tenorio (pariente del protagonista) que atrape al hombre que ha deshonrado a la joven. Al entrar Don Pedro en la habitación y descubrir que el burlador es su sobrino, decide escucharle y ayudarle a escapar, alegando más tarde que no pudo alcanzarlo debido a su agilidad al saltar desde la habitación a los jardines.
Tras esto, Don Juan viaja a España y naufraga en la costa de Tarragona; Catalinón (su criado) consigue llevarlo hasta la orilla, donde les aguarda la pescadora Tisbea, que ha oído su grito de socorro. Tisbea manda a Catalinón a buscar a los pescadores a un lugar no muy lejano y en el tiempo que están ellos solos Don Juan la seduce y esa misma noche la goza en su cabaña, de la que más tarde huirá con las dos yeguas que Tisbea había criado.
Cuando Don Juan y Catalinón regresan a Sevilla, el escándalo de Nápoles llega a oídos del rey Alfonso XI, quien busca solucionarlo comprometiéndolo con Isabela (el padre de Don Juan trabaja para el rey). Mientras, Don Juan se encuentra con su conocido, el Marqués de la Mota, el cual le habla sobre su amada, doña Ana de Ulloa, tras hablar de burlas, “ranas” y mujeres en todos los aspectos; y como el Marqués de la Mota dice de Ana que es la más bella sevillana llegada desde Lisboa, Don Juan tiene la imperiosa necesidad de gozarla y, afortunadamente para él, recibe la carta destinada al Marqués, al que luego informará de la cita pero con un retraso de una hora para así él gozar a Ana. Por la noticia de la carta de Ana de Ulloa, Mota le ofrece una burla a Don Juan, para lo cual éste ha de llevar la capa del Marqués, que se la presta sin saber que la burla no iba a ser la estipulada, sino la deshonra de Ana al estilo de la de Isabela.
Don Juan consigue engañar a la dama, pero es descubierto por el padre de esta, Don Gonzalo de Ulloa, con quien se enfrenta en un combate en el que Don Gonzalo muere. Entonces Don Juan huye en dirección a Lebrija.
Mientras se encuentra lejos de Sevilla, lleva a cabo otra burla, interponiéndose en el matrimonio de dos plebeyos, Aminta y Batricio, a los que engaña hábilmente: en la noche de bodas, Don Juan llega a parecer interesado en un casamiento con Aminta, quien lo cree y se deja poseer.
Don Juan vuelve a Sevilla, donde se topa con la tumba de Don Gonzalo y se burla del difunto, invitándole a cenar. Sin embargo, la estatua de éste llega a la cita ("el convidado de piedra") cuando realmente nadie esperaba que un muerto fuera a hacer cosa semejante. Luego, el mismo Don Gonzalo convida a Don Juan y a su lacayo Catalinón a cenar a su capilla, y Don Juan acepta la invitación acudiendo al día siguiente. Allí, la estatua de Don Gonzalo de Ulloa se venga arrastrándolo a los infiernos sin darle tiempo para el perdón de los pecados de su “Tan largo me lo fiais”, famosa frase del Burlador que significa que la muerte y el castigo de Dios están muy lejanos y que por el momento no le preocupa la salvación de su alma.
Tras esto se recupera la honra de todas aquellas mujeres que habían sido deshonradas, y puesto que no hay causa de deshonra, todas ellas pueden casarse con sus pretendientes.

El mito de Don Juan

Protagonista de la obra, El burlador de Sevilla, y personaje en torno al cual gira la obra entera, que durante toda la obra se dedica a burlar a todas aquellas damas que encuentra en estado de gracia para así él poseerlas, haciendo uso de trucos, engaños y burlas y deshonrando de esta forma a la mujer y perdiendo el honor del hombre con el que ella realmente deseaba gozar.

Orígenes

Los orígenes de Don Juan son difíciles de determinar. Según Youssef Saad, el Don Juan de España es una figura auténticamente española, pero tiene muchas semejanzas con una figura árabe, Imru al-Qays, quien vivió en Arabia durante el quinto siglo: Como Don Juan, era un burlador y un seductor famoso de mujeres; como el don Juan de Zorrilla, fue rechazado por su padre por sus burlas y también desafió abiertamente a la ira divina. Según Víctor Said Armesto, las raíces literarias de Don Juan se pueden encontrar en los romances gallegos y leoneses medievales. Su precursor típicamente llevaba el nombre de “Don Galán” y este hombre también trata de engañar y seducir a las mujeres, pero tiene una actitud más piadosa hacia Dios.

Evolución

Tras esta acuñación del personaje de Don Juan Tenorio, El Burlador de Sevilla como llega él a llamarse, se dan varias imitaciones del mito, como la de Molière cuyo Don Juan no solo roza los límites de la más cínica arrogancia, sino que también nos muestra un Don Juan con un gran escepticismo religioso, lo que es una gran distinción con el de del dramaturgo murciano.
A la mentalidad del siglo XVIII corresponden tres obras sobre Don Juan: la española de Antonio de Zamora, No hay plazo que no se cumpla, la italo-austriaca, con libreto de Lorenzo Da Ponte y música de Mozart y la italiana de Carlo Goldoni, titulada Don Juan o el castigo del libertino.
En el romanticismo se dio un nuevo rumbo al mito; unas veces se une al tipo primitivo y otras a la expresión de la vivencia personal a creadores que en su vida tuvieron mucho que ver con él. Como el Don Juan de Byron, y del protagonista de El estudiante de Salamanca, de Espronceda. Y en relación con los primitivos están la versión de Zorrilla, Don Juan Tenorio, y las francesas de Merimée y A. Dumas. Aunque el Don Juan romántico pierde con respecto al primitivo ya que a veces llega a mostrarse como un simple juguete del destino y hasta se enamora sinceramente, dejando de ser el mito eterno del cínico seductor que fácilmente olvidaba para volver a seducir.

Representación

La obra completa puede verse en este enlace:


Alessandro Manzoni

Il Cinque Maggio, Ode composta per Napoleone Bonaparte.

L'Ode il Cinque Maggio fu scritta, di getto, in soli tre o quattro giorni, dal Manzoni commosso dalla conversione cristiana di Napoleone avvenuta prima della sua morte (la notizia della morte di Napoleone si diffuse il 16 luglio 1821 e fu pubblicata nella "Gazzetta di Milano"). Nonostante la censura austriaca, l'ode ebbe una larga diffusione europea grazie al Goethe che la fece pubblicare su una rivista tedesca "Ueber Kunst und Alterthum". La prima edizione avvenne nel 1823 a Torino presso il Marietti. L'ode scritta dal Manzoni, per alcune tematiche (tema del ricordo, evocazione della storia) ha delle analogie con il Coro di Ermengarda e con la Pentecoste e soprattutto ha in comune con essi, quello schema che parte da un inizio drammatico e si conclude con un moto di preghiera. L'Ode può essere divisa in due parti, la prima che va dal prologo fino alla nona strofa, di tono epico, in cui emerge la figura storica di Napoleone, dall'ascesa alla caduta La seconda dalla decima strofa in poi, di tono più contemplativo e lirico (si entra qui nell'animo dell'imperatore) il cui motivo conducente e la definitiva caduta di Napoleone come uomo e l'inizio del suo riscatto spirituale e religioso.

I Parte

L'ode si apre con un forte inciso "Ei fu" in cui pare sia isolata la grandezza "dell'uom fatale", mentre con attonito stupore la terra accoglie la notizia della morte del potente personaggio che ha tenuto in pugno per tanti anni i destini d'Europa (è da notare il doppio significato della parola terra, vale a dire di metafora del mondo umano da una parte, e dall'altra, come campo di battaglia insanguinato dai soldati che per lunghi anni si sono combattuti).
Nella seconda e terza strofa il Manzoni dà le ragioni del motivo per cui tratta l'argomento e mette in risalto il fatto che egli abbia composto l'ode senza nessun'ombra di piaggeria o di reverenza verso l'imperatore. In questa parte sono importanti il termine "genio" di chiara reminiscenza pariniana, ma dai forti connotati manzoniani e dal diverso significato, e "forse", che conclude la quarta strofa, in cui emerge chiara la visione cristiana e provvidenziale del poeta.
Con la quinta strofa si ha l'esaltazione della potenza di Napoleone che si concluderà nel verso 54. Qui la strofa si anima e con rapidi tratti è descritta l'immagine di condottiero di Napoleone (è da notare l'alternarsi in tutta l'ode di toni descrittivi ed epici a toni più riflessivi) che si contrappone a quella del corpo immemore presente nella prima strofa. Rapidamente però il tono rallenta e diventa nuovamente contemplativo con la domanda "Fu vera gloria?", in cui Manzoni rispondendo vuol mettere in risalto, più che le grandezze terrene del condottiero, la statura morale dell'uomo: con la propria conversione, infatti, Napoleone ha dato un'ulteriore prova della grandezza di Dio che servendosi di lui ha stampato "la più vasta orma sulla terra". Le ultime tre strofe, continuano con la descrizione del raggiungimento del disegno di gloria di Napoleone (settima e ottava strofa) e della sua grandezza umana (nona strofa). Particolare rilievo si deve dare ad alcuni termini in antitesi tra loro che rendono bene l'instabilità del potere e della gloria umana che caratterizzano l'ottava strofa: gloria-periglio; fuga-vittoria; reggia-esiglio; polvere-altar. Con "Ei si nomò" (v.49), cioè con l'enfatizzazione dell'uso antonomastico del pronome si conclude così la prima parte dell'ode.

II Parte

Il motivo conduttore di questa seconda parte dell'ode é il verbo "giacque", che ha il significato della caduta definitiva di Napoleone e l'inizio del suo riscatto spirituale.
Scompare il pronome antonomastico e la figura dell'imperatore viene espressa attraverso una terza persona più comune, "E sparve, e dì nell'ozio", "E ripensò..." La strofa centrale di questa parte è la similitudine espressa nei versi 61-68.Questa è la parte fondamentale in cui avviene il ripudio delle vane glorie terrene e il sollevarsi verso l'eterno. Napoleone è come un naufrago che prima a lungo ha nuotato nel mare tempestoso della vita cercando terre remote, cioè cercando un significato della vita che le desse un senso. Ma questo suo sforzo è risultato vano, poiché solo Dio può rendere concreta la sete d'eternità è d'infinito presente nell'uomo e non le effimere glorie terrene. Anche l'ultima speranza di lasciare ai posteri la memoria di sé risulta vana. "Il cumulo di memorie" invece di lasciare la memoria eterna della propria epopea, diventano per Napoleone, un peso insopportabile, "la stanca man" che cade "sull'eterne pagine" assume il significato dell'estrema sconfitta umana. La figura di questa sconfitta è magistralmente descritta dall'immagine presente nel verso 75: "chinati i rai fulminei" (gli occhi, rai, una volta balenanti sono ora chini al suolo).
La strofa quattordicesima descrive le ultime immagini che scorrono nella mente di Napoleone prima di morire. Sono immagini nostalgiche di un passato di gloria e di battaglie, che non ritorneranno più. Questa strofa e caratterizzato dall'uso del polisindeto, cioè l'uso ripetitivo della e posta in capo al verso come il rintocco richiama costantemente gli asindeti epici (ei fu ... ei provò... ei fe' silenzio) e sembra costruire in tutta l'ode, una linea sintattica che si prolunga sino a e sparve, in cui si denota la caducità della vicenda umana di Napoleone, e si conclude con il verbo e l'avviò in cui avviene l'annullamento della volontà umana nella provvidenza divina.
Avviandoci verso la fine dell'ode c'imbattiamo nella penultima strofa in cui il poeta riprende la voce dell'oratore. Questa strofa dell'opera, dal tono biblico e profetico, è stata aspramente criticata per le sue reminiscenze di retorica ecclesiastica (ha quasi un tono da chiesa barocca).
"Sulla deserta coltrice/accanto a lui posò", è un'immagine piena di significato con cui si conclude l'ode. Il letto deserto qui giace Napoleone, abbandonato dagli uomini è visitato da Dio, che ha conosciuto anch'egli la morte e il dolore e perciò non abbandona mai l'uomo nei suoi attimi finali di vita. E' un'immagine che esprime una visione profondamente cristiana del destino dell'uomo.


Ei fu. Siccome immobile,
dato il mortal sospiro,
stette la spoglia immemore
orba di tanto spiro,
così percossa, attonita
la terra al nunzio sta,
muta pensando all'ultima
ora dell'uom fatale;
né sa quando una simile
orma di pie' mortale
la sua cruenta polvere
a calpestar verrà.
Lui folgorante in solio
vide il mio genio e tacque;
quando, con vece assidua,
cadde, risorse e giacque,
di mille voci al sònito
mista la sua non ha:
vergin di servo encomio
e di codardo oltraggio,
sorge or commosso al sùbito
sparir di tanto raggio;
e scioglie all'urna un cantico
che forse non morrà.
Dall'Alpi alle Piramidi,
dal Manzanarre al Reno,
di quel securo il fulmine
tenea dietro al baleno;
scoppiò da Scilla al Tanai,
dall'uno all'altro mar.
Fu vera gloria? Ai posteri
l'ardua sentenza: nui
chiniam la fronte al Massimo
Fattor, che volle in lui
del creator suo spirito
più vasta orma stampar.
La procellosa e trepida
gioia d'un gran disegno,
l'ansia d'un cor che indocile
serve, pensando al regno;
e il giunge, e tiene un premio
ch'era follia sperar;
tutto ei provò: la gloria
maggior dopo il periglio,
la fuga e la vittoria,
la reggia e il tristo esiglio;
due volte nella polvere,
due volte sull'altar.
Ei si nomò: due secoli,
l'un contro l'altro armato,
sommessi a lui si volsero,
come aspettando il fato;
ei fe' silenzio, ed arbitro
s'assise in mezzo a lor.
E sparve, e i dì nell'ozio
chiuse in sì breve sponda,
segno d'immensa invidia
e di pietà profonda,
d'inestinguibil odio
e d'indomato amor.
Come sul capo al naufrago
l'onda s'avvolve e pesa,
l'onda su cui del misero,
alta pur dianzi e tesa,
scorrea la vista a scernere
prode remote invan;
tal su quell'alma il cumulo
delle memorie scese.
Oh quante volte ai posteri
narrar se stesso imprese,
e sull'eterne pagine
cadde la stanca man!
Oh quante volte, al tacito
morir d'un giorno inerte,
chinati i rai fulminei,
le braccia al sen conserte,
stette, e dei dì che furono
l'assalse il sovvenir!
E ripensò le mobili
tende, e i percossi valli,
e il lampo de' manipoli,
e l'onda dei cavalli,
e il concitato imperio
e il celere ubbidir.
Ahi! forse a tanto strazio
cadde lo spirto anelo,
e disperò; ma valida
venne una man dal cielo,
e in più spirabil aere
pietosa il trasportò;
e l'avvïò, pei floridi
sentier della speranza,
ai campi eterni, al premio
che i desideri avanza,
dov'è silenzio e tenebre
la gloria che passò.
Bella Immortal! benefica
Fede ai trïonfi avvezza!
Scrivi ancor questo, allegrati;
ché più superba altezza
al disonor del Gòlgota
giammai non si chinò.
Tu dalle stanche ceneri
sperdi ogni ria parola:
il Dio che atterra e suscita,
che affanna e che consola,
sulla deserta coltrice
accanto a lui posò.

Giovanni Pascoli

La cavallina storna de Giovanni Pascoli 


Nella torre il silenzio era già alto.

Sussurravano i pioppi del Rio Salto.
I cavalli normanni alle lor poste
frangean la biada con rumor di croste.
Là in fondo la cavalla era, selvaggia,
nata tra i pini su la salsa spiaggia;
che nelle froge avea del mar gli spruzzi ancora,
e gli urli negli orecchi aguzzi.
Con su la greppia un gomito, da essa
era mia madre; e le dicea sommessa:
"O cavallina, cavallina storna,
che portavi colui che non ritorna;
tu capivi il suo cenno ed il suo detto!
Egli ha lasciato un figlio giovinetto;
il primo d'otto tra miei figli e figlie;
e la sua mano non toccò mai briglie.
Tu che ti senti ai fianchi l'uragano,
tu dài retta alla sua piccola mano.
Tu ch'hai nel cuore la marina brulla,
tu dài retta alla sua voce fanciulla".
La cavalla volgea la scarna testa
verso mia madre, che dicea più mesta:
"O cavallina, cavallina storna,
che portavi colui che non ritorna;
lo so, lo so, che tu l'amavi forte!
Con lui c'eri tu sola e la sua morte.
O nata in selve tra l'ondate e il vento,
tu tenesti nel cuore il tuo spavento;
sentendo lasso nella bocca il morso,
nel cuor veloce tu premesti il corso:
adagio seguitasti la tua via,
perché facesse in pace l'agonia..."
La scarna lunga testa era daccanto
al dolce viso di mia madre in pianto.
"O cavallina, cavallina storna,
che portavi colui che non ritorna;
oh! due parole egli dové pur dire!
E tu capisci, ma non sai ridire.
Tu con le briglie sciolte tra le zampe,
con dentro gli occhi il fuoco delle vampe,
con negli orecchi l'eco degli scoppi,
seguitasti la via tra gli alti pioppi:
lo riportavi tra il morir del sole,
perché udissimo noi le sue parole".
Stava attenta la lunga testa fiera.
Mia madre l'abbracciò su la criniera
"O cavallina, cavallina storna,
portavi a casa sua chi non ritorna!
A me, chi non ritornerà più mai!
Tu fosti buona... Ma parlar non sai!
Tu non sai, poverina; altri non osa.
Oh! ma tu devi dirmi una una cosa!
Tu l'hai veduto l'uomo che l'uccise:
esso t'è qui nelle pupille fise.
Chi fu? Chi è? Ti voglio dire un nome.
E tu fa cenno. Dio t'insegni, come".
Ora, i cavalli non frangean la biada:
dormian sognando il bianco della strada.
La paglia non battean con l'unghie vuote:
dormian sognando il rullo delle ruote.
Mia madre alzò nel gran silenzio un dito:
disse un nome... Sonò alto un nitrito.


Questa bella poesia fu scritta in seguito alla tragica morte del padre, avvenuta in circostanze misteriose nell'agosto del 1867.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Giacomo Leopardi


A Silvia

Silvia, rimembri ancora
Quel tempo della tua vita mortale,
Quando beltà splendea
Negli occhi tuoi ridenti e fuggitivi,
E tu, lieta e pensosa, il limitare
Di gioventù salivi?
Sonavan le quiete
Stanze, e le vie dintorno,
Al tuo perpetuo canto,
Allor che all'opre femminili intenta
Sedevi, assai contenta
Di quel vago avvenir che in mente avevi.
Era il maggio odoroso: e tu solevi
Così menare il giorno.
Io gli studi leggiadri
Talor lasciando e le sudate carte,
Ove il tempo mio primo
E di me si spendea la miglior parte,
D'in su i veroni del paterno ostello
Porgea gli orecchi al suon della tua voce,
Ed alla man veloce
Che percorrea la faticosa tela.
Mirava il ciel sereno,
Le vie dorate e gli orti,
E quinci il mar da lungi, e quindi il monte.
Lingua mortal non dice
Quel ch'io sentiva in seno.
Che pensieri soavi,
Che speranze, che cori, o Silvia mia!
Quale allor ci apparia
La vita umana e il fato!
Quando sovviemmi di cotanta speme,
Un affetto mi preme
Acerbo e sconsolato,
E tornami a doler di mia sventura.
O natura, o natura,
Perchè non rendi poi
Quel che prometti allor? perchè di tanto
Inganni i figli tuoi?
Tu pria che l'erbe inaridisse il verno,
Da chiuso morbo combattuta e vinta,
Perivi, o tenerella. E non vedevi
Il fior degli anni tuoi;
Non ti molceva il core
La dolce lode or delle negre chiome,
Or degli sguardi innamorati e schivi;
Nè teco le compagne ai dì festivi
Ragionavan d'amore.
Anche peria fra poco
La speranza mia dolce: agli anni miei
Anche negaro i fati
La giovanezza. Ahi come,
Come passata sei,
Cara compagna dell'età mia nova,
Mia lacrimata speme!
Questo è quel mondo? questi
I diletti, l'amor, l'opre, gli eventi
Onde cotanto ragionammo insieme?
Questa la sorte dell'umane genti?
All'apparir del vero
Tu, misera, cadesti: e con la mano
La fredda morte ed una tomba ignuda
Mostravi di lontano.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Don Emanuele Ruspoli, I príncipe de Poggio Suasa



Don Emanuele Ruspoli, I príncipe de Poggio Suasa

Don Emanuele Ruspoli, príncipe de Poggio Suasa, príncipe de Sacro Romano Imperio, de los príncipes de Cerveteri, de los condes de Vignanello, Noble de Viterbo (1838-1899) llegó al grado de coronel del ejército real de Saboya, fue embajador del reino de Cerdeña, luego diputado y finalmente senador del reino de Italia, y el alcalde de Roma que históricamente más tiempo ha durado, hasta su muerte. Fue condecorado por sus méritos militares en la guerra de Independencia y recibió tres importantes títulos por sus méritos civiles: príncipe de Poggio Suasa, que llevó durante su vida y le sucedió su hijo don Mario Ruspoli, príncipe de Candriano para su hijo don Camillo y duque de Morignano que transmitió directamente a su hijo primogénito del tercer matrimonio, don Francesco Ruspoli. Enviudó dos veces.                                                                                        
Grabado del palacio del siglo XVIII


En el Palacio Ruspoli  de Roma  hay expuesto un lindo cuadro con dos elegantes señoras, todas revestidas de un crujido de sedas y de una nube de encajes: la madre, princesa de Liechtenstein, coge de la mano a su hija quinceañera Leopoldina Khevenhüller Metsch, ambas peinada a la moda de la reina María Antonieta de Francia, de la que fueron contemporáneas, con unas grandes pelucas. La joven Leopoldina se casó con Francisco Ruspoli, tercer príncipe de Cerveteri, viudo y doce años mayor que ella. Los chismorreos de la familia afirman que la noche de boda, Francisco se había vestido cómodamente, con una chaqueta de cámara y fumando en el estudio su insepa-rable puro, cuando su criado de confianza vino y le dijo: «Excelencia, me permito recordaros que la princesa os espera en su cuarto.» «Gracias, José, por habérmelo recor-dado.» contestó el príncipe que sin prisa apagó el puro, se arregló y alcanzó la joven esposa. Ella quedó en seguida embarazada y luego en secuencia dio a luz nada menos que siete hijos, el último de los cuales nació en el año 1800 y fue llamado Bartolomé.
En aquellos años, Napoleón I  estuvo luchando en su primera campaña victoriosa contra los austriacos en la Italia del norte. Las familias de la aristocracia romana habían alcanzado poder y riquezas sirviendo durante siglos a la Sede Apostólica, por ello con-sideraban a Napoleón como un peligroso alborotador contra el orden constituido. Su cobardía fue tal que fingían ignorarle y no pronunciaban siquiera su nombre. Dado que pertenecía a una noble familia vinculada al papa, el joven Bartolomé no fue autorizado a interesarse a ideologías políticas. Pero sus padres no se ocuparon directamente de su educación, de la que estuvieron a cargo preceptores de confianza, durante las horas de estudio. Así que, recorriendo el palacio, el joven escuchó los discursos de la servidumbre y de los visitantes y paulatinamente empezó a formar su idea, aún indefinida, sobre Bonaparte y sobre los principios de libertad, igualdad y fraternidad. Su sentido de inde-pendencia y su curiosidad fueron ignorados por sus padres y sus preceptores. De aquí nació, aunque vagamente,  aquel embrión de liberalismo y de democracia y por consi-guiente aquel espíritu del italiano rebelde contra el Estado de la Iglesia, que posterior-mente impregnó las acciones de la rama Ruspoli de Poggio Suasa, de la que justamente Bartolomé es el jefe de línea.
Para complacer a su padre, Bartolomé se incorporó en el ejército pontificio y, al alcanzar el grado de capitán, fue enviado para mandar el presidio de la ciudad de Anco-na. Y allí cometió el primer acto de insubordinación hacia la familia, casándose por amor con Carolina Ratti. Carolina fue una hermosa y dulce criatura, pero no pertenecía a la grande aristocracia y sobretodo no era la mujer elegida por los futuros suegros, tal como se acostumbraba en aquella época. Pero, como ocurre a menudo, resultó ser un excelente matrimonio y la pareja se mantuvo unida durante  toda la vida. En seguida después sucedió otro episodio aún más discutible: la plaza de Ancona fue sitiada por el ejército franco-piamontés, y en lugar de oponer resistencia, Bartolomé abrió las puertas de la ciudad al enemigo. Convocado ante un Consejo de Guerra, se defendió con éxito declarando: « El enemigo contaba con 2000 soldados y 100 cañones, mientras que yo mandaba 200 hombres sin artillería. Mi conciencia me impuso evitar la destrucción de la ciudad y la masacre de la población.»
Tal vez su alma se sintió en aquel momento más italiana que pontificia, no obs-tante su decisión fue considerada savia, dadas las circunstancias y entonces le fue asig-nado el mando del castillo del Santo Ángel en Roma. Era la emblemática fortaleza vati-cana  y cárcel de los presos políticos.
Pero cuando le pidieron de confirmar la orden de ejecución de un patriota ro-mano, no quiso seguir adelante. Prefirió dejar el mando, presentó su renuncia al servicio de la Sede Apostólica y se marchó de Roma para enrolarse en  el ejército piamontés para participar en las guerras del Resurgimiento italiano. Carolina, que en aquel momento estaba embarazada de Emanuele, le animó y le apoyó moralmente. Transcurrieron más de veinte años, Bartolomé se portó con honor, fue condecorado repetidamente y al final, herido y paralítico en ambas piernas, quiso ser llevado a primera línea en una silla de ruedas. Con este valor mereció una última medalla, pero al mismo tiempo ¡ay! su fiel sirviente no obtuvo ningún reconocimiento, ¡mientras empujaba la silla medio muerto por el miedo!
Los ascendentes de Emanuele hasta la octava generación:
Bartolomeo Ruspoli 1800-1872
Francesco Ruspoli 1752-1829
Alessandro Ruspoli 1708-1779
Francesco Ruspoli 1672-1731
Alessandro Marescotti +1703
Sforza Vicino Marescotti +1655
Marcantonio Marescotti +1608
o Ottavia Orsini +1636
o Vittoria Ruspoli +1681
Orazio Ruspoli 1542-1599
o Felice de' Cavalieri
o Anna Maria Corsini
o Isabella Cesi 1675-1753
Giuseppe Angelo Cesi +1705
o Giacinta Conti +1728
o Prudenza Capizucchi +1786
Mario Capizucchi 1681-1758
Alessandro Marescotti +1703
Sforza Vicino Marescotti +1655
Marcantonio Marescotti +1608
o Ottavia Orsini +1636
o Vittoria Ruspoli +1681
Orazio Ruspoli 1542-1599
o Felice de' Cavalieri
o Prudenza Gabrielli
o Cassandra Sacchetti
o Leopoldina von Khevenhüller-Metsch 1767-1845
Johann Sigismund von Khevenhüller-Metsch 1732-1801
Johann Joseph von Khevenhüller-Metsch 1706-1776
Siegmund Friedrich von Khevenhüller 1666-1742
Ehrenreich von Khevenhüller 1640-1675
Siegmund von Khevenhüller 1597-1656
o Siguna Elisabeth zu Stuben-berg 1608-1676
o Benigna Rosina von Herberstein 1647-1713
Ernst Friedrich von Herbers-tein +1678
o Anna Regina von Falbenhaupt
o Ernestine Leopoldine von Orsini und Rosen-berg 1683-1728
Franz Andreas von Orsini und Rosen-berg 1653-1698
o Aemilia zu Löwenstein-Wertheim-Rochefort 1659-1701
Ferdinand Carolus zu Löwenstein-Wertheim-Rochefort 1616-1672
o Anna Maria von Fürstenberg 1634-1705
o Karolina von Metsch 1706-1784
Johann Adolf von Metsch 1672-1740
Johann Ernst von Metsch 1629-1710
Joachim Christian von Metsch
o Hippolyta Brand von Lindau 1593
o Eleonore Dorothea von Thumshirn 1641
o Maria Ernestine von Aufsess 1691-1753
o Maria Amalia von und zu Liechtenstein 1737-1787
Emanuel von und zu Liechtenstein 1700-1771
Philipp Erasmus von und zu Liechtenstein 1664-1704
Hartmann III von und zu Liechten-stein 1613-1686
Gundakar von und zu Liechtens-tein 1580-1658
o Agnes von Ostfriesland 1584-1616
o Sidonia zu Salm-Reifferscheidt 1623-1688
Ernst Friedrich zu Salm-Reifferscheidt 1583-1639
o Maria Ursula von Leiningen 1584-1649
o Christina von Löwenstein-Wertheim- Rosen-berg 1665-1730
o Antonia von Dietrichstein- Weichselstädt 1706-1777
o Carolina Ratti +1881

La vida de Doña Carolina no fue fácil, pues vivió en Palacio Ruspoli en Roma, salvo alguna visita secreta a su marido en el Norte, porque fue mujer de un gibelino en una familia de fe güelfa. En este ambiente creció también su hijo Emanuele, nacido el 30 de diciembre de 1837, obligado a mostrase sumiso y obediente con los primos, mientras asimilaba de su madre con orgullo las hazañas de su padre patriota. Carolina dispuso de un apartamento dentro del palacio donde se alojó ella con sus hijos. Fue una buena madre, tuvo una visión reformadora en la formación de sus hijos, a los cuales acudió ella sola asumiendo todas las responsabilidades de su educación. Su marido estaba lejos y habiendo elegido Italia, no podía regresar a los Estados Pontificios, Francisco, tercer príncipe de Cerveteri murió en 1829 y le sucedió su nieto Juan, nacido en 1807. El nue-vo jefe de la familia fue entonces coetáneo de Bartolomé y Carolina y afortunadamente demostró siempre afecto por su dulce tía, que con el pasar del tiempo fue cada vez más aceptada en la familia por sus cualidades de discreción y de bondad de ánimo. Emanue-le creció por lo tanto en un ambiente familiar sereno y tuvo una infancia tranquila. Aprendió a leer y escribir de su madre y luego fue enviado al mejor colegio de Roma de los Jesuitas, donde adquirió conocimientos de italiano, latín, historia, geografía, mate-mática y ciencias naturales, demostrando ser un excelente estudiante, rápido, disciplina-do e inteligente. Los Jesuitas no olvidaron, como es natural, los estudios religiosos que le impartieron en la Congregación Mariana de los Nobles. Esta tenía su sede en la Capilla de los Nobles contigua a la Iglesia de Jesús, por lo que el colegio, la iglesia, la capilla y el seminario ocupaban una manzana entera de la ciudad.
Luís, hermano mayor de Emanuele, era aficionado a la equitación y seguía la caza del zorro en el campo romano, actividad deportiva y venatoria instituida desde 1838 por un noble inglés, Lord Chesterfield, residente a Roma por razones de salud.
Emanuele nunca fue socio de la sociedad romana de la caza del zorro, pero mon-tando uno de los hermosos caballos de silla de las cuadras de palacio, recorría el Corso hasta la plaza del Pueblo y extra muros la vía Flaminia hasta uno de los puentes romanos más antiguos e importantes sobre el Tíber, llamado entonces puente Mollo  y actualmente puente Milvio, por el nombre del magistrado Molvius que autorizó su cons-trucción en mampostería en el siglo IV o III antes de Cristo.

Estos fueron los primos de Emanuele por la línea paterna:
o Hijos de Alessandro Ruspoli, Principe di Cerveteri:
Giovanni Ruspoli, Principe di Cerveteri 1807-1876 & Barbara Massimo, Donna 1813-1849
Luigi Ruspoli 1813
Augusto Ruspoli, Don 1817-1882 & Ágnes Esterházy, Comtesse Esterházy de Galántha 1818-1899
o Hijos de Sigismondo Ruspoli:
Enrico Ruspoli 1832-1869 & Emilia de Pasqualis 1834
Leopoldo Ruspoli 1847
o Hijos de Camillo Ruspoli, Duque de Sueca:
Adolfo Ruspoli, Duque de Alcudia 1822-1914 & Rosalía Alvarez de Toledo 1833-1865
Luis Ruspoli, Marqués de Boadilla del Monte 1828-1893 & Mathilde, Marchesa Martellini 1819-1855
Luis Ruspoli, Marqués de Boadilla del Monte 1828-1893 & Emilie Landi, Donna 1824-1894

Allí frecuentó una escuela de natación y de remo, fortificando su cuerpo. Su semblante fue alto y delgado, porque había crecido de prisa y con el deporte había lo-grado una complexión atlética. Su nariz, etrusca típica de la familia, los ojos oscuros y  alegres, su pelo ondulado de color moreno cobrizo, le habían convertido en un hombre muy guapo.
En 1855 se inscribió a la facultad de jurisprudencia en el Studium Urbis de Ro-ma, donde cursó tres años de estudios y trabó amistades peligrosas. En aquellos años en efecto toda la península estaba atravesada por movimientos irredentos: hombres de pen-samiento, seguidos por numerosos patriotas, formaron dondequiera sectas secretas, que se llamaron de los carbonari. En ellas se conspiraba contra los señores que gobernaban los múltiples pequeños estados que dividían a Italia, originando manifestaciones y mo-vimientos sediciosos.
También en Roma hubo un intento de crear la República romana, que fracasó míseramente y fue ahogado en la sangre. Emanuele era el hijo de un patriota italiano que luchaba contra Austria, aliada de la Iglesia, así que no le fue difícil introducirse en el ambiente de los carbonari romanos. Hasta aquel momento, había demostrado su espíritu del resurgimiento solo una vez en el teatro Argentina, donde se representó una ópera lírica de Verdi, con la presencia del gran compositor. En efecto la muchedumbre había largamente aclamado y Verdi se había deliberadamente  unido a las voces que decían “Viva Verdi”,  astutamente haciendo alusión al hecho que las iniciales que formaban el nombre del compositor podían interpretarse así: “Viva Vittorio Emanuele Re D’Italia”. Pero la situación se convirtió de repente en mucho más complicada, pues la policía del gobierno pontificio tenía informadores en todas partes y sin dificultad había localizado a Emanuele, junto con sus amigos Caffarelli, Pianciani, Savelli y otros como miembros de una secta secreta de los carbonari. Por suerte la familia Ruspoli tenía también sus propios informadores ya que Juan, que ocupaba un alto cargo de la Iglesia, se dio cuenta de estos indicios y en seguida avisó a Doña Carolina. Ella no se perdió de ánimo y fue en seguida a visitar su amiga la duquesa de Gramont para pedir su ayuda.
El duque de Gramont era embajador de Francia ante la Sede Apostólica y tal vez no hubiera autorizado una intervención, pero no fue informado, porque la duquesa estu-vo en todo, proporcionando a Emanuele una librea de la embajada. Así disfrazado, con una bolsa de táleros atada a la cintura, Emanuele montó a caballo y salió al galope de los Estados de la Iglesia para reunirse con su padre en un lugar más allá del río Po. La vida de Emanuele así tomó un cariz decidido: desde una infancia y una juventud mimada,  porque había crecido en un tranquilo ambiente familiar, hasta de repente el comienzo de una serie apremiante de acontecimientos azarosos, atrevidos, heroicos, amorosos, políticos tales de superar la capacidad de imaginación de un genial novelista.
Bartolomé, feliz y orgulloso de volver a ver a su hijo determinado a seguir sus huellas, le exhortó a alistarse como simple artillero en el ejército piamontés y la sangre de lejanos antepasados reapareció, pues Emanuele se convirtió en un combatiente audaz y valiente. No luchó durante mucho tiempo como soldado raso, ya que se ganó la pro-moción a oficial en el campo de batalla por los méritos adquiridos.
Durante un bombardeo austriaco, su batería de  obuses de campaña quedó sin oficiales: muertos el capitán y el teniente y gravemente herido el tercer oficial. Había que ajustar le tiro para luchar contra el fuego de los cañones enemigos, pero excepto por los oficiales, ningún subordinado entendía de trayectorias y de alcances de tiro. Emanuele había destacado entre los demás artilleros por su educación superior y fue natural que ante el enfurecimiento de la batalla, le fue pedido que tomara el mando de la batería.
  Entonces mandó elevar unos grados más los obuses para no golpear el campo de batalla, sino más atrás, la batería de los cañones austriacos. La maniobra tuvo éxito y la artillería enemiga fue silenciada.  Fue así que le promovieron a teniente en el acto y posteriormente le ordenaron ir a Turín para un curso de seis meses en la Escuela de Estu-diantes para Oficiales.
 Cuando regresó al frente, participó al sitio y la conquista de Civitella del Tronto, ganando una medalla al valor. Sirvió al ejército durante cuatro años luchando las batallas del Resurgimiento y estas experiencias sirvieron para formar su carácter disciplinado, duro y autoritario. Fue entonces cuando su padre Bartolomé, que debido a la explosión cercana de una granada había sufrido una grave lesión que le había dejado paralítico de cintura para abajo, lo mandó trasladar al mando de la segunda división, gracias a sus méritos como heroico combatiente y gran patriota que le habían ganado la amistad del general duque Eugenio de Carignano, un Saboya primo del rey Víctor Emmanuel II. Al comando de la división, Emanuele se encontró nuevamente con su padre que no veía hace mucho e intentó disimular su emoción, así como su horror al verle tan disminuido. Bartolomé se dio cuenta y sintió una gran ternura: pero eran hombres fuertes y valientes, así que se abrazaron y empezaron a relatar sus reciprocas aventuras militares.
Después de esto, fueron recibidos por el general. Este, después de los saludos habituales, así habló a Emanuele: «Capitán Ruspoli, estoy informado de su currículo militar y me complacen el sentido de disciplina, honor y bravura que usted ha demos-trado en cada ocasión. Pero, sin quitar nada a sus méritos militares, considero que en este momento puede usted ser más útil a su país de una forma distinta, más delicada y probablemente más difícil. Me explico: el presidente Minghetti me ha pedido de elegir un oficial digno de una misión de confianza. No puede emplear un diplomático, en efec-to, debido al máximo secreto de la misma misión. El País necesita una persona que tenga los requisitos siguientes: oficial en licencia, soltero, inteligente, posiblemente aristócrata y sobretodo bilingüe: su padre me ha informado de su conocimiento perfecto del francés. Si usted acepta, le concederé en seguida la licencia y le enviaré en seguida a Turín, donde el presidente Minghetti en persona le informará de todos los pormenores.»
Emanuele se sintió orgulloso y curioso. Pero, por encima de cualquier otra con-sideración era un buen patriota, dispuesto a servir a su país de cualquier modo le fuera pedido. Así que contestó: « Agradezco, señor general, sus expresiones de estima y me declaro dispuesto para servir a la Patria hoy y siempre con todas mis capacidades.»
Así que, mientras que Bartolomé volvía a Roma con Carolina, disfrutando del indulto concedido por el papa Pío IX por intercesión de su primo hermano Giovanni Ruspoli, Gran Maestre del Sacro Hospicio Apostólico, Emanuele se presentó ante el presidente del Consejo de ministros Marco Minghetti , que hacía poco había sucedido al Conde de Cavour , el gran político artífice de la unidad nacional, diplomático genial y gran tejedor de alianzas. Minghetti había recogido de Cavour y desarrollado la siguiente idea.
Rumania había sido recientemente unificada y logrado su independencia bajo la guía del príncipe Cuza-Voda , quien reinaba sobre Valaquia y Moldavia, pero Transil-vania, más de la mitad del territorio nacional, estaba todavía bajo el control del imperio Austro-Húngaro. Mientras que el rey Víctor Emmanuel II, con la ayuda militar de los franceses, luchaba en el frente occidental para liberar la Lombardía y el Véneto del do-minio de Viena, una acción combinada en el frente oriental habría cogido el imperio entre dos fuegos,  obligándolo a  desplazar divisiones, a prolongar las distancias, a tener que resolver difíciles problemas de abastecimientos, a aligerar de una vez la presión sobre el frente italiano. Naturalmente una insurrección de los disidentes rumanos de Transilvania tenía que estudiarse atentamente sea por sus aspectos políticos que por los estratégicos. Tal vez el príncipe Cuza-Voda ya había pensado en esta posibilidad.
Minghetti sabía que era necesario conquistar la confianza del príncipe y conocer sus intenciones en gran secreto, es decir, sin recurrir a los acostumbrados canales di-plomáticos.
De tal forma Viena no se hubiera enterado de una trama que podría haberla da-ñado seriamente. Si el príncipe se hubiera demostrado receptivo, entonces habría que resolver el problema de las ayudas al movimiento insurrecto de los rumanos de Transil-vania. Llegado a aquel momento, se hubiera apelado a las cancillerías de media Europa.
 ¿Por qué habían elegido a Emanuele para esta misión secreta? Porque un príncipe romano podía llegar a Bucarest como un rico turista, conocer a los personajes más significativos, conseguir así el prestigio para obtener una audiencia con el príncipe Cuza-Voda  y lograr ganar su confianza.
Emanuele que aceptó sin dudar la misión que Italia le confiaba, recibió entonces una carta personal del rey Víctor Emmanuel II para entregar directamente en las manos del príncipe Cuza-Voda y fue provisto de un elegante guardarropa de hábitos civiles, divisa y cartas de crédito. Nadie, ni siquiera de su familia, pudo estar al corriente de la misión.
Emanuele era un lector asiduo deseoso de incrementar su cultura, por lo que se proveyó de una pequeña biblioteca que incluía libros de historia, de ciencias políticas y de poesía. Cuando estuvo listo, se embarcó en Génova directo a Salónica y desde allí, a través de Grecia y Bulgaria llegó a Rumania. Fueron en total doce días de viaje, la mitad por mar y la otra en carruaje. El viaje preveía un día de parada en el Pireo, que le permi-tió visitar la Acrópolis de Atenas. Recordando sus estudios clásicos, recorrió de nuevo las huellas de la ciudad de Pericles y quedó fascinado por las ruinas que hoy todavía son testigo de la grandeza de una cultura que dio origen a nuestra civilización.
El atravesamiento de Bulgaria fue de escaso interés, pero al final alcanzó la orilla meridional del Danubio, el río más largo que hubiera jamás conocido y que cruzó con el trasbordador que conectaba Giurgiu a Rose.
En primavera el campo le pareció acogedor, muy verde por los campos de trigo aún sin dorar por el sol y lleno de flores de los albores de ilimitados frutales. Sin em-bargo Bucarest, sobre todo en su periferia meridional, le pareció como un suburbio muy amplio, con casas la mayoría de madera de dos o tres plantas, alineadas a lo largo de calles estrechas y tortuosas.  Pero al llegar al centro de la ciudad, descubrió al contrario, un fervor de obras, con numerosas construcciones de mampostería de estilo neoclásico. Los arquitectos e ingenieros de la nueva Bucarest habían cursado sus estudios en la Éco-le Polytechnique de Paris y se inspiraban en ejemplos franceses contemporáneos.
Así también la gente de buen nivel social estaba impregnada de la cultura fran-cesa y hablaba perfectamente aquel idioma. ¡Se puede decir casi que el rumano se utili-zaba solo para dar órdenes a la servidumbre!
Para Emanuele había sido reservado un apartamento en el Bucuresti Grand Ho-tel, elegante y decorado con gusto, que estaba localizado casi en frente del palacio real.
La llegada del ilustre huésped despertó curiosidad e interés, no solo porque era extranjero, en aquel tiempo había muy pocos por Bucarest, sino porque era europeo, un rebelde romántico y un perseguido político.
Digno vástago de la sangre errante de Mario Escoto, Emanuele no se preocupó para nada y en seguida se convirtió popular con la buena sociedad de Bucarest, que se consideraba occidental, pero tenía marcadas características orientales. Además el hecho que Emanuele no podía regresar a su ciudad porque la policía pontificia le habría dete-nido en seguida, despertaba una fuerte emoción. En aquel país griego-ortodoxo un cató-lico en contra del papa era muy admirado y respetado casi como un héroe. En palacio real  Emanuele se enteró que el príncipe no podía concederle audiencia hasta su regreso a Bucarest, pues estaba ocupado con un viaje de dos meses por las provincias del reino.
Después de largas dominaciones del imperio Otomano antes y de los Habsburgo después, las provincias liberadas carecían completamente de los servicios esenciales y estaban muy mal administradas. Apenas se había empezado un proceso para crear la estructura administrativa del nuevo estado y la pobreza de la clase campesina hacía ser-pear aquí y allá movimientos sediciosos. El príncipe Cuza-Voda era amado por ser artí-fice de la independencia y con su presencia y sus promesas,  inflamaba los ánimos y despertaba el orgullo nacional.
Pero Emanuele no tardó en comprender la situación y darse cuenta de la dificul-tad de su misión. Mientras, no obstante, tenía que aparentar como un rico turista, así que él, hermoso y atrevido, se convirtió en el soltero más cotizado de Bucarest. No se puede afirmar que fuera insensible a los contactos femeninos, pero, aún en el caso de que co-queteara, siempre estuvo precavido de no involucrarse. Así pasaron los dos meses y el príncipe Cuza-Voda regresó a Bucarest. Emanuele logró la audiencia y tuvo al fin un encuentro privado con el príncipe.
El soberano leyó con atención la carta del rey Víctor Emmanuel II, mostrándose en seguida muy cordial y a disposición del huésped italiano. Con la premiosa que hubie-ra podido dedicarle solo una media hora, el encuentro se prolongó con una conversación franca como la reservada para los amigos.
El rey le expresó: «Rumania, habiendo conseguido su independencia, atraviesa momentos dramáticos. Necesito un largo periodo de paz para construir el Estado. Como nación, nos falta de todo. Nuestro tesoro está tristemente vacío. Somos un país agrícola con amplias posibilidades productivas, pues el trigo y la fruta podrían alimentar una importante exportación, pero hoy  esto es imposible, porque antes tenemos que conquistar los mercados internacionales. ¿Se da cuenta, príncipe Ruspoli, que la cosecha de manzanas se utiliza en parte para alimentar cerdos y en parte se deja pudrir en los árbo-les, porque lo necesario para consumo interno solo necesita una parte mínima? No, no necesitamos ayudas militares. Necesitamos de la confianza de los grandes países euro-peos que nos ayuden con inversiones técnicas y financieras, a construir carreteras y ferrocarriles, una red de comunicación telegráfica y por último contribuyan a la creación de astilleros en Constanza, tan pronto como hayamos conseguido la anexión de la Do-brugia. Rumania, príncipe Ruspoli, es mi apuesta con el destino. Más yo no aflojo en mi empeño: algún día esta será una gran nación.»  
«Alteza» contestó Emanuele « he entendido bien el mensaje y por lo que está en mis posibilidades, no dejaré de trasmitirlo a nivel político. Pero no sé qué ayuda puede ofreceros mi patria, que está combatiendo duramente para unificar la península y crear a Italia. Yo mismo, después de esta vacación en vuestro entrañable país, ¡tengo que regre-sar al ejército para cumplir hasta el final con mi deber!»
Su misión no había obtenido el efecto esperado, pero Emanuele no tenía nada que reprocharse. Así que, al regresar al hotel, empezó a escribir tarjetas de agradeci-miento y despido a las decenas de personas de la mejor sociedad local que había frecuentado durante su estancia en Rumania, cuando recibió una invitación inesperada de la princesa Catherine Conaki-Vogoridès para una breve estancia en su castillo de Sinaia  en las laderas meridionales de los montes Carpatos.
De origen griega, con pelo y ojos muy negros, con una piel de marfil, con un cuerpo espléndido de porte real, Emanuele se había fijado en Catherine desde su primer encuentro. Se habían visto varias veces durante las recepciones y habían hablado larga-mente: ella quiso saber todo de la vida de Emanuele, y él, tal vez con un poco de vani-dad, siendo además un buen conversador, no se había hecho de rogar para relatar algu-nos episodios. Pero se sabe, ¡tenía solo veinticinco años y un pasado tan azaroso! « ¿Por qué no prolongo mi estancia de una semana o dos? » pensó, sabiendo que no se perdería la invitación ni por todo el oro del mundo. Y así, con un ligero equipaje, se presentó en el castillo de Sinaia. Construido al final del siglo XVIII, era un término medio entre una residencia de campo y un castillo, inmerso en una selva enorme de alerces y abetos.
La decoración interior delataba el origen de la familia Conaki proveniente de la Anatolia: había frescos de personajes masculinos con turbantes, con pantalones blancos abultados, con babuchas de punta curvada con pompones de varios colores, con barba y bigotes enormes que les hacían parecer a personajes salidos de “Las mil y una noche” y luego de peonajes femeninos que parecían odaliscas veladas, con un fondo de jardines llenos de flores y de fuentes. «El Oriente no se junta tan fácilmente al Occidente, pues la fantasía aún forma parte de sus vidas », pensó Emanuele. En el castillo había otros invi-tados, dos parejas que Emanuele había conocido en Bucarest. Catherine hacía los hono-res de casa, habiendo dejado el marido y sus dos hijas en su residencia de la ciudad. Ella deseaba, de vez en cuando, separarse de la familia, yendo a su castillo cerca de los mon-tes, para templar su cuerpo y su espíritu. Pero esta vez tenía en su mente un proyecto muy claro, porque estaba locamente atraída por Emanuele. En cuanto a él, no era el tipo para tiernas languideces: el amor por una mujer, por muy intenso que fuera, en el pasado nunca le había distraído de su independencia y de sus proyectos como patriota y combatiente. También en aquel momento tenía sus programas, anhelando un futuro po-lítico en una Italia unificada.
Después de la anexión del reino borbónico de las Dos Sicilias, solo faltaban a la unión de Italia una parte del Véneto y el Lacio, que, junto con Umbría era lo que queda-ba de los estados de la Iglesia. Emanuele no veía el momento de reanudar su lucha hasta la victoria final. En el castillo reinaba una atmósfera de cuento. La noche tarde, después que los otros huéspedes se retiraran, Catherine y Emanuele quedaron solos ante las vivas llamas de la chimenea.
Él sintió surgir dentro un sentimiento nunca probado antes por aquella extraordinaria criatura. ¿Acaso se trataba del ambiente exótico? No supo decirlo, solo se enteró se ahogaba en un mar de placer y que nada le importaba más. Así que se relajó y pronto alcanzó una satisfacción de los sentidos nunca experimentada antes. Desde aquel día Catherine se convirtió no solo en su amante, sino también en su amiga y compañera: tenía el don de saber cómo volver completa la existencia de un hombre, pues sabía crear una perfecta armonía.
Ella se ofreció a Emanuele en alma y cuerpo y decidió en aquellos días dejar a la familia para empezar una nueva vida a lado de su príncipe romano. Arrollados por la pasión, ambos actuaron impulsivamente. Indiferente al escándalo, la primera dama de Bucarest dejó a su marido, sus pequeñas hijas y su país para seguir a Emanuele, que a su regreso en Italia reanudó la vida militar y fue enviado al frente. Catherine fue siempre una perfecta compañera y siguió a su hombre hasta en las campañas de guerra, de acuerdo con una tradición oral de la familia, se cortó su largo pelo negro y se vistió de ordenanza para estarle cerca bajo la tienda. Vivieron pues durante muchos meses como José y Anita Garibaldi. Pero todo ello afortunadamente terminó, ya que en 1864 el ma-rido de Catherine falleció.
Ella entonces se convirtió a la fe católica y en junio de aquel año se casó con Emanuele. Durante su breve vida conyugal dio a luz a Constantino en 1865, Eugenio en 1866, Mario en 1867, Catarina en 1868 y Margarita en 1870. Y murió de fiebres puer-perales después del último parto en febrero de 1870.
Esta infeliz mujer había agotado su vida en pocos años, sacrificando todo para su gran amor. Una mujer verdadera, con toda aquella ternura, sensualidad, volubilidad, calor y terco amor que formaron parte de ella. Para Emanuele fue un ser único y quedo desconsolado al recordar su breve y tormentosa existencia. Pero, respetuoso de la disci-plina militar, siguió con su vida de oficial del ejército piamontés y formó parte brillan-temente de la división Médicis en la guerra del 1866 y todavía seguía luchando a la muerte de Catherine.
Después del matrimonio, Emanuele no había podido ofrecerle la ciudad de Roma y un digno puesto en aquella sociedad. Solo Dios sabía cuánto habría deseado hacerla conocer en su ambiente, pero era un exiliado político y había tenido que establecer la residencia de la familia en Senigallia a la orilla del mar Adriático, donde poseía un pala-cio y donde se reunía con su mujer para encuentros amorosos rápidos y vertiginosos. Cada año Catherine volvía a Bucarest para ver a sus hijas del primer matrimonio y para cuidar de sus intereses patrimoniales, pero el resto del tiempo lo dedicaba enteramente a los hijos de Emanuele, que crecían sanos y fuertes criándose en la finca de San Lorenzo en Campo  en la finca que llevaba el nombre de Poggio Suasa por una antigua ciudad de época romana, cuyas ruinas todavía se podían advertir. Emanuele fue presente en el  nacimiento de su quinta hija Margarita, que causó una gran preocupación al médico que la ayudaba. Fue un parto difícil y la madre agonizó entre los brazos de su adorado mari-do que la asistía con el corazón desgarrado por el dolor. Su Catherine había fallecido y el sintió que nunca habría podido amar a alguna otra mujer con el mismo arrojo. Los tres hijos varones tenían respectivamente cinco, cuatro y tres años, Catarina de un año y medio y Margarita de solo dos semanas. ¡Cuántos angustiosos problemas para un joven viudo!
Pero las dificultades de la vida habían ya formado aquel carácter fuerte, que mu-chos lastimaron, de hombre poco flexible y de excesiva dureza.  Y en aquel momento fue justamente su carácter que le ayudó, estando solo con cinco hijos para componer antes de volver a su regimiento al término de su licencia. ¿Acaso trasladar los hijos a Roma? Imposible pensar en esta solución, en Senigallia había personal de servicio, ele-gido cuidadosamente por Catherine, la niñera para la recién nacida y un excelente super-intendente para el control de la casa. Entonces pidió a su madre de reunirse con ellos y ella aceptó con cariño porque se trataba de una breve estancia en el Adriático ya que la anexión de Roma era, según decían, inminente.
Emanuele regresó entonces a su batallón, con la seguridad de haber resuelto sus problemas domésticos lo mejor posible, justo a tiempo para participar a la marcha victo-riosa del ejército piamontés para la conquista de la Ciudad Eterna. Napoleón III había retirado de Italia las tropas francesas, que habían flanqueado los piamonteses en las victorias de Solferino y de Magenta, porque Francia estaba duramente comprometida con el flanco alemán. Pero, aunque este flanco no hubiera existido, tal vez hubiera intentado detener un ataque al poder temporal de los pontífices. No obstante no pensó así Víctor Emmanuel II, que quiso completar cuanto antes la unificación de la península. En efecto, superada una endeble resistencia del ejército pontificio, la armada piamontesa tuvo vía libre y se presentó delante de los muros de Roma. Dado que los defensores de la  ciudad rehusaron abrir sus puertas, el comando piamontés decidió abrir una brecha a cañonazos.
El 20 de septiembre de 1870, elegido un lugar a unos cien metros de la Puerta Pía, insigne monumento arquitectónico creado por la fantasía de Miguel Ángel y que de ninguna manera podía ser dañado, fue puesta en posición una batería de obuses, que con poco cañonazos abrió la histórica brecha. No hubo esparcimiento de sangre. Las tropas pontificias se rindieron y las piamontesas entraron y ocuparon la ciudad hasta la orilla izquierda del Tíber, mientras que los soldados aún fieles al papa se refugiaron en la orilla opuesta manteniendo el control del Vaticano y del castillo del Santo Ángel, con la autorización implícita del mando piamontés.
Junto con los primeros Bersaglieri, entró por aquella brecha también el mayor de artillería Emanuele Ruspoli, con un nudo en la garganta por la emoción. Volvía en efecto a su ciudad once años después de haber huido de ella como perseguido político. Reveía calles y plazas queridas para su memoria, en medio a un jolgorio de muchedumbre, que le apretaban por todas partes para un abrazo afectuoso y pensó: «He aquí mi ciudad, tengo que dedicar mis energías para renovar esta ciudad que está por convertirse en ca-pital de la joven nación italiana.» Todavía no tenía ganas de encontrarse con su primo el jefe de la familia y Gran Maestre del Sacro Hospicio Apostólico, aunque deseaba volver a abrazar a su padre. En lugar de ir a palacio, siguió así deambulando por las calles sin una meta en particular. En todas partes la gente le saludaba y aclamaba el uniforme ita-liano, demostrando con cuanto anhelo habían esperado la liberación. De repente Ema-nuele se encontró delante del Círculo de la Caza: este círculo, fundado por los socios de la caza del zorro el año anterior, estaba atestado de hombres de cada edad, que comen-taban el día histórico que estaban viviendo. Emanuele no era socio, pero al aparecer delante la entrada con el glorioso uniforme, fue convidado a entrar y subir a la planta superior donde los socios más jóvenes le aplaudieron, mientras, a decir la verdad, los mayores, testarudamente papistas, prefirieron ignorarle.
Entre los jóvenes, Emanuele vio algunos amigos de la infancia, que le sofocaron con preguntas, manifestando su entusiasmo por la unificación de Italia, le sentaron en el salón de la hospedería, le entretuvieron largamente y quisieron retar al ganador a una partida de cartas. Transcurrió así la tarde y cuando los amigos le invitaron para cenar les dijo que tenía que ir a su casa. Ya era tarde cuando se presentó en palacio Ruspoli: aquí también fue acogido con entusiasmo por el personal, con un abrazo afectuoso del padre y uno más frío del príncipe Juan.
El 21 de septiembre de 1870 tuvo comienzo una nueva fase en la vida de Ema-nuele. Recibió un mensaje del anciano y competente duque Miguel Ángel Caetani, quien le convidó a palacio para comunicarle que había sido encargado por el gobierno italiano de formar una junta provisional de importantes ciudadanos para la administración de la ciudad. Por ello, Emanuele, con solo treinta y dos años, decidió dejar una prometedora carrera militar para iniciar una política que se reveló aún más rica de satisfacciones. Hombre de acción, ya conspirador por sus sentimientos democráticos liberales, oficial del ejército italiano con una experiencia de diplomático, un matrimonio feliz truncado dramáticamente, puso una piedra sobre el pasado e inició la búsqueda de nuevos estímulos, porque su naturaleza le empujaba hacia los retos más difíciles.
Para controlar el traslado de la ciudad a la administración italiana, el gobierno decidió, en efecto, crear una junta provisional de gobierno para Roma, nombrando algu-nos eminentes ciudadanos, entre los cuales estuvo el príncipe Emanuele Ruspoli liberado de sus compromisos militares. La tarea principal de la junta fue la de asegurar el orden público y de convocar después un plebiscito popular para la adhesión de la ciudad al reino de Italia. No se perdió tiempo.
La bandera italiana ondeó en el palacio del Quirinal el 20 de septiembre. La junta tomó posesión el 24 del mismo mes y dos días después,  se enfrentaba con el espinoso problema de la enajenación de los bienes muebles e inmuebles pertenecientes a entes eclesiásticos. El 2 de octubre, por fin, se celebró el espléndido plebiscito que hizo latir de alegría cada corazón italiano, ya que casi todos los votos fueron a favor de la anexión. ¡Los votos negativos fueron menos de un uno por mil! Este éxito extraordinario fue la prueba que los tiempos ya eran maduros para el ocaso del poder temporal de los pontífices. El 8 de octubre, la junta promulgó su último decreto y acabó su mandato para ser sustituida por un comisario de gobierno. En solo doce días la junta desarrolló una labor extraordinaria, aunque Emanuele, más impulsivo que  analítico, lamentaba que no se hubieran tomado todas las medidas que el patriotismo de sus miembros le había inspirado.
Para los que habían formado parte de la junta, fue el primera experiencia de go-bierno de la ciudad en el momento históricamente más delicado, es decir que cuando el Vaticano se consideraba expropiado del poder temporal por el arrogante gobierno ita-liano, mientras que era necesario apaciguar los ánimos, imponiendo discretamente el nuevo curso.
Emanuele empezó a estar convencido que en el futuro sería llamado para admi-nistrar su ciudad. Se puede afirmar que ningún afecto o atadura familiar le hubiera dis-traído de los objetivos políticos que anhelaba y que logró conseguir rápidamente y con la máxima determinación. Durante el mismo mes de octubre de 1870, una comisión romana se trasladó a Florencia para entregar al rey los resultados del plebiscito para la anexión de Roma a Italia.
Dicha comisión estaba presidida por Miguel Ángel Caetano, duque de Sermoneta y compuesta por los príncipes Honorio Caetani y Emanuele Ruspoli, ambos jóvenes y gallardos. Cuando a continuación en palacio Pitti  se hizo entrega formal de los resulta-dos del plebiscito romano a Su Majestad, la muchedumbre que abarrotaba la plaza pidió a viva voz que se asomara la comisión.
El venerando Miguel Ángel Caetano rogó entonces a Emanuele, cuya voz era más estentórea que la suya, de saludar con unas palabras a la gente en la plaza. El dis-curso de Emanuele fue felizmente improvisado y suscitó varias veces aplausos ardientes. Con un estilo imaginativo y palabras vibrantes, el orador resumió los recientes acontecimientos de la historia de Italia, que habían obligado a la toma de Roma. Luego, cada vez más apasionado y acalorado por su fogosidad, remontó atrás en el tiempo, de-mostrando cuantos obstáculos a la libertad de palabra habían interpuesto el poder tem-poral de la Iglesia, y esbozó las figuras de Savonarola, Arnaldo de Brescia y de otros mártires, que habían sufrido la muerte en la hoguera o en el patíbulo por su inagotable sed de libertad y amor de patria.
Por primera vez en su vida Emanuele se arriesgaba con un discurso político y superó la prueba con la desenvoltura de un veterano. Sintió por primera vez vibrar el auditorio y probó un escalofrío de placer, en cuando se dio cuenta que los que le escu-chaban estaban de su parte. Otro valor había nacido en él, el de una oratoria eficaz y cautivadora. Esta arma política la explotó con éxito cuando, tres años más tarde, fue elegido diputado de la XI legislatura en los distritos de Fabriano y de Foligno y reelegi-do en todas las siguientes hasta la XVII; alcalde de Roma unos años más tarde, cargo que conservó hasta la muerte y por último senador del reino desde 1896.
Desde el final de los años ’70, doña Carolina, fue la abuela afectuosa y supo criar los cinco nietos con la sabiduría y la inteligencia que todos le reconocían, aliviando Emanuele de todas las preocupaciones de tipo familiar. Así él pudo dedicarse plena-mente a librar sus batallas en el parlamento. La primera fue la del delicado problema de la supresión de las corporaciones religiosas de Roma, extendiendo la ley de derogación ya vigente en el resto de Italia. La decisión era esperada ansiosamente no solo en Italia, sino también por las potencias extranjeras, que deseaban que las aclaraciones con el Vaticano llegaran cuanto antes.  ¿Por qué tanta espera? Pues porque de dicha ley hubiera dependido la posición jurídica nada menos que del Vaticano.  Las relaciones de la Iglesia con el poder civil italiano eran muy dificultosas.
La ocupación de Roma frustraba las esperanzas del clero sobre el fracaso del movimiento del resurgimiento, de tal manera que habrían probablemente deseado con entusiasmo una intervención extranjera que activara un movimiento revolucionario. Italia había resuelto con la fuerza el problema de Roma, había denunciado las convenciones internacionales y había hecho prevalecer el interés y el derecho nacional. Sobre este tema de la supresión de las corporaciones religiosas el Parlamento mantenía una postura dudosa. El honorable  Ruspoli tenía las ideas muy claras al respecto, era un orador hábil, insistente y persuasivo. También por sus méritos, la ley fue extendida a la ciudad de Roma. Como dijo el honorable Pisanelli, defensor de las mismas ideas: « ¡Por la brecha de Porta Pía entran las leyes del reino de Italia! » En los debates parlamentarios Emanuele se mostraba intransigente y polémico. Un día que criticaba el gobierno por dejar a Roma, haciendo huir de la ciudad los mejores elementos de pensamiento liberal, fue interrumpido por el presidente del Consejo: « ¿Qué tendríamos que haber hecho? ¿Acaso no os hemos liberado? » La respuesta rápida del honorable Ruspoli fue: « ¡Vosotros debilitasteis la fe que había inspirado en el país el patriotismo de aquellos que regresaron del exilio y de las batallas patrias! » Expresaba claramente un sentimiento personal con amargura, habiendo constatado que la política borra paulatinamente los impulsos ideales. Y otra vez que el presidente del Parlamento se atrevió a murmurar al final de una intervención del honorable Ruspoli: « ¡Discurso tribunicio! » Obtuvo una réplica inmediata: « ¡Señor presidente, consiénteme contestarle que entre tantos preto-rianos, un tribuno está muy bien! »
En el plano afectivo, sin embargo, el vacío dejado por el fallecimiento prematuro de Catherine había sido remplazado en cierto sentido por la fogosidad y hasta por la rabia que demostraba en su acción política. Sui madre, próxima a los ochenta, se preo-cupaba por el porvenir de los niños y pensaba que Emanuele necesitaría tener una mujer a su lado, sea para sustituirla el día que ya no estuviera, que para dulcificar su carácter que se estaba volviendo cada vez más rígido y duro con el pasar del tiempo. Así que le presentó a doña Laura Caracciolo, una hermosa y refinada señora de la aristocracia na-politana, entonces con veintitrés años. En los asuntos del corazón, Emanuele no parecía interesarse. Pero aceptó de encontrarse con doña Laura, solo que cuando trascurrían un poco de tiempo juntos, Emanuele se volvía ausente con el pensamiento y se despertaba de repente solo cuando la conversación vertía sobre Roma. No era el compañero ideal, algunas veces era hasta descortés. Pero su madre y doña Laura nunca se desanimaron. Doña Laura estaba fascinada por aquel guapo cuarentón, que frecuentaba la Casa Real y todos los principales hombres políticos, que se sentaba en los bancos de derecha en un Parlamento donde sus discursos eran a menudo apreciados por la izquierda. Su matri-monio fue en julio de 1878. Emanuele había adquirido un palacete en la calle de San Nicolás de Tolentino, cerca de la plaza y del palacio Barberini, donde se trasladaron todos sus hijos del primer matrimonio. Doña Laura tomó sabiamente las riendas de la familia y dado que en esta faceta Emanuele prefería hacerse guiar, sugirió de tener en casa a las niñas e ingresar los varones en el colegio. Fue así como Constantino y Mario entraron en el colegio Nazareno de Roma, mientras que Eugenio, de carácter rebelde e indisciplinado, ingresó por voluntad paterna en la Escuela Militar de Florencia.
Emanuele en aquel tiempo estaba concentrado en otra gran batalla parlamentaria. Hay que saber que la historia de Roma estaba marcada por decenas de desastrosas inundaciones causadas por el Tíber y registradas desde siglos en los anales de la ciudad. Es-tas inundaciones producían indefectiblemente daños materiales y pérdidas de vidas hu-manas, no solo por ahogamiento sino también por las exterminadoras epidemias que seguían después. Una de las crecidas más funestas se había producido durante el in-vierno 1870-1871, cuando las aguas habían sumergido todo el centro urbano.
Justo como tres siglos antes, cuando una barca de pescador se había encallado en la plaza de España y el padre escultor de Gian Lorenzo Bernini, decidió inmortalizar el hecho creando la famosa fuente, llamada por esto “la Barcaccia”. El gobierno italiano propuso resolver en seguida el problema, dado que la nueva capital no podía estar su-mergida cada vez que hubiera una crecida del Tíber.
Este río no era querido por los verdaderos romanos, porque no había paseos a lo largo del río, sino que se asomaban al mismo las fachadas de servicio de casas y palacios. Se debatió entonces largamente un proyecto de ley denominado como el saneamiento higiénico de la ciudad de Roma y durante años muchos proyectos que fueron todos rechazados fueron sometidos a la comisión encargada.
Al final fue aceptado el proyecto de la oficina técnica municipal, que preveía la demolición de todos los edificios a las orillas del río hasta una profundidad de veinte metros en ambos lados para crear dos avenidas arboladas a un nivel de 18 metros, tal para asegurar para siempre la protección de las inundaciones.
El río quedaría cerrado por dos murallas de travertino, que habrían incorporado en la orilla izquierda la isla Tiberina, enterrando el histórico puente Fabricio. Este antiguo puente de veintitrés siglos, fue el primero construido en Roma para conectar la orilla etrusca, allí donde se estrechaba el curso del río. El honorable Ruspoli apoyó el proyecto con la condición que se salvara íntegramente la isla Tiberina. Curiosamente la mayoría parlamentaria se le opuso en este punto, demostrándose en cambio favorable al proyecto integral. Para Emanuele, la desaparición del puente romano, restaurado por un papa y por lo tanto admirablemente conservado, como también la supresión del brazo izquierdo del río con la desaparición de la isla, representaba una ofensa a la memoria histórica y arqueológica de la ciudad. Terco en su pensamiento, después de meses de batallas oratorias, ganó por fin también esta vez; a él por lo tanto se debe la conservación de un legado de la mayor categoría.
En casa, mientras doña Laura cuidaba cariñosamente las pequeñas Catarina y Margarita, pero estaba muy afligida por no ser capaz de dar a Emanuele un hijo de su propia sangre. Pasaba el tiempo y su vida se llenaba de encuentros mundanos, era famosa, apetecida, pero infeliz a causa de su esterilidad. Por fin, tres años después de casarse quedó embarazada. Pero fue un embarazo complicado y unos meses de guardar cama la permitieron de dar a luz un niño, pero ella no pudo sobrevivir. El sexto hijo de Emanue-le, Camilo, nació pues huérfano de madre y de abuela que había fallecido el año anterior, y tuvo una niñera que venía de la Ciociaria, una provincia campesina que suministraba niñeras para las buenas familias romanas. Sus hermanas tuvieron una buena nodriza inglesa, miss Coleman, que se demostró óptima con las niñas y con el gobierno de la casa. Emanuele se había acostumbrado a comer en casa, pero por la tarde, mientras que no tuviera invitados, cenaba fuera.
Había sido elegido ya por primera vez alcalde de Roma y se preocupaba del es-cándalo de los especuladores edilicios en la ciudad. Convencido sobre la necesidad de regular adecuadamente el desarrollo de la construcción, convidó a Roma el Barón Haussmann, conocido artífice de los bulevares parisinos en calidad de prefecto del Sena.  Con una visión urbanística inteligente e increíblemente moderna el Barón declaró: « La vieja Roma ha mantenido un carácter histórico y artístico único en el mundo y todavía está protegida por una corona verde formada por viñas y jardines. Conservadla así como está: intervenid solamente en restauraciones conservadoras, haced que sea un museo viviente. La nueva capital, con todos los edificios públicos y las residencias de los funcionarios, construida en la zona próxima más saludable, es decir sobre los altos del monte Mario.» La propuesta Haussmann fue debatida en el consejo comunal pero al final fue rechazada porque en una época de paseantes y de coches de caballos, ¿Quién hubiera escalado los cien metros de desnivel existentes entre los prados de castillo y la cumbre de monte Mario?
Como alcalde, Emanuele en primer lugar reorganizó las oficinas municipales, que parecían escasamente eficientes. Tuvo buen olfato en rodearse de buenos colaboradores y el municipio empezó a funcionar convenientemente bajo su guía inflexible. Entonces proyectó un amplio programa de actuaciones que iba desde los hospitales a la asistencia para las clases más necesitadas, a las escuelas y colegios y a las grandes obras públicas, pero siempre con un ojo atento al balance y a los posibles ingresos financieros. Ocupando al mismo tiempo el cargo de diputado, llevó con autoridad la voz de Roma en el Parlamento, luchando para obtener ayudas del Estado a su programa y haciendo hin-capié que el Ministerio del Interior impusiera a la ciudad unas obligaciones, sin preocu-parse sobre cómo financiar los gastos relativos.
Fue un grande e implacable adversario de todas las trabas y obstáculos que abierta o veladamente intentaron de mil maneras estorbar a su obra. La dureza que algu-nos criticaron estaba causada solo por su desprecio a los intrigantes, cabilderos, trafican-tes y especuladores. Pareció en un momento dado que estos últimos tuvieron ventaja cuando consiguieron excluirle de las elecciones administrativas, pero fue una victoria de corta duración y que se volvió favorable a Emanuele, porque consiguió volver a entrar mediante una espléndida votación en el consejo comunal, se quedó y fue elegido nue-vamente como alcalde presidente. Desde entonces fue alcalde de Roma hasta su muerte.  Avanzaron por aquellos años las obras de encauzamiento del Tíber, mediante la construcción de unas murallas macizas.
Todas las áreas de  los prados de castillo fueron así protegidas de las crecidas del río e incluidas como zonas de expansión urbana en la redacción del primer plan regula-dor urbanístico ciudadano, que sería aprobado finalmente en el año 1883. Emanuele fue un hombre íntegro, de una honestidad ejemplar. Era propietario de una amplia zona de los prados de castillo, que fue recalificada como área de expansión.
Pues bien, unos meses antes que fuera presentado el nuevo plan al consejo comunal, vendió dichos terrenos por unos pocos centavos, diciendo: « ¡Si no lo hiciera, me arriesgaría a no decidir por lo mejor, al estar condicionado por un interés privado mío!»
A Víctor Emmanuel II le había sucedido el rey Humberto I  y con el pasar del tiempo, se había convertido en costumbre que los principales problemas de la capital fueran examinados y discutidos en el palacio del Quirinal entre el rey, el presidente del consejo y el alcalde de Roma.
Muchas iniciativas encontraron entonces su solución, porque sin la participación del estado, nunca se habrían realizado obras grandiosas como Corso Víctor Emmanuel  (que conecta Largo Argentina al Tíber, con un corte atrevido a los barrios más antiguos) o el paso muy elevado sobre el Muro Torto  (para dar acceso al Pincio desde Villa Borghese) o el paseo arqueológico ante las Termas de Caracalla  o el túnel que une la vía Nacional con la vía del Tritone.
El rey Humberto temía que los anárquicos colocaran una bomba en el túnel, ha-ciendo saltar por los aires el palacio del Quirinal que se encuentra encima del mismo. « ¡Lo siento Majestad, pero  antes de todo viene el interés de la ciudad de Roma! » fue la contestación de Emanuele a las dudas del rey. Diez años más tarde el rey murió por un atentado anárquico, pero no en Roma, sino en la ciudad de Monza.
En una época en que el gobierno italiano no mantenía relaciones con el Vaticano, el alcalde  tuvo el gran mérito de saber evitar desacuerdos entre la Santa Sede y el Municipio. Durante los últimos diez años, en caso de que hubiera un problema, enviaba la princesa a una audiencia con el papa, pero a la vez procuraba resolver el malentendido en su oficina del Campidoglio. Autoritario y con una voluntad de hierro, como ya dijimos,  hacía temblar a todos. Un día que la plaza del Campidoglio estaba repleta de gente vociferante por una acción de protesta, él no se descompuso, se puso el cilindro, encendió un puro y salió en medio de la muchedumbre. La aglomeración, silenciosa, abrió un pasillo y le dejó pasar sin un gesto hostil. ¿Y si hubiera sido pequeño de estatura y tímido, con un aspecto frágil? Era imponente y con aspecto solemne. La altivez, de por sí, es antipática, pero el orgullo en ciertos casos se puede convertir en virtud.
En 1889 se casó con Josephine Beers-Curtis: fue su tercer matrimonio. Los Beers Curtis, desembarcados del Mayflower en América,  el nuevo mundo de los pioneros, formaron parte de la upper class  de los Estados Unidos y se convirtieron en ricos banqueros. Después de dos siglos decidieron volver para conocer al viejo mundo y se enfrentaron a una travesía del Atlántico unos padres con una hija de quince años, mien-tras que la segunda hija nacería al año siguiente.
Dicha travesía fue tan borrascosa y la familia sufrió mareos tan atroces que al llegar a París, decidieron establecerse allí, renunciando a volver a Philadelphia. Josephi-ne, nacida en París, debe ser considerada medio americana y medio parisina.
Los Beers Curtis fueron orgullosos de pertenecer  a los Empires builders  porque habían contribuido a crear el gran imperio financiero americano. Representaban pues la aristocracia del trabajo que buscaba un ensalzamiento uniéndose con la aristocracia eu-ropea, rica de historia y de gloriosos recuerdos. La joven Elisabeth Beers Curtis se casó en Paris con el duque de Talleyrand Périgord, descendiente del famoso ministro de Na-poleón I. Fue una mujer inteligente y enérgica que mandaba en casa y fuera de ella, co-mo una especie  de abeja reina. En su palacio de Paris recibió la mejor sociedad francesa, así como austriaca, rusa, inglesa y americana. Además tenía el empeño de arreglar matrimonios.
Después de la muerte prematura de Constantino, Emanuele se hizo acompañar en una misión parlamentaria en París por su hijo Mario de veinte años y dispuesto a iniciar una carrera diplomática.
Elisabeth conoció entonces ese joven soltero, príncipe romano, le presentó a su hija Palma de Talleyrand Périgord y consiguió que se casaran. Todavía insatisfecha, habiendo conocido en la ocasión a Emanuele, entonces viudo cincuentón, príncipe de Poggio Suasa, diputado del Parlamento italiano y alcalde de Roma, envió a su hermana Josephine con motivo de un viaje turístico y cultural, como es natural, huésped en pala-cio Ruspoli. Así pues consiguió arreglar este segundo matrimonio. Mario fue un poco trastornado porque se encontró con una madrastra de su edad y tía de su mujer. Emanuele, que nunca quiso escuchar la opinión de sus hijos, estaba encantado con una mujer joven de menos de la mitad de sus años, una gran señora internacional y de clase alta, que le permitía un nuevo comienzo y un regreso a los afectos familiares olvidados hace tiempo en el torbellino de su carrera política. Su carrera ya tan consolidad que le permitía tomarse alguna agradable diversión. La vida para él había sido muy generosa, le faltaba solo el título de senador que obtuvo en 1896, había visto duplicar en dos décadas la población de su ciudad en base a los eficaces programas dibujados por él mismo y había gozado de los años inolvidables de su gran pasión con Catherine. Era un hombre satisfecho, trabajador incansable, que seguía sin desviarse del camino que se había trazado.
La princesa Josephine fue una mujer afectuosa y discreta detrás de la sombra de su gran hombre. Pero supo secundarle también con inteligencia en las relaciones públicas, contribuyendo con un toque de elegancia y de savoir-faire  que la permitieron alcanzar éxito y excelentes amistades en la sociedad italiana e internacional. Mientras, Emanuele conseguía reconocimientos y atestados también en el extranjero: incluso fue condecorado con la gran cruz de la Orden del Águila Blanca  por el zar de Rusia y tam-bién en aquella ocasión, Josephine estuvo a su lado. Una gran preocupación de Emanuele era su hijo Eugenio, inconstante e indisciplinado, quien había decidido encontrar a su destino en la exploración de las tierras de África.
No dejó de llevarle el ejemplo de su hermano Mario e intentó disuadirle de todas las formas, hablándole de los peligros de estos viajes y de los muchos que no habían regresado de ellos. Pero Eugenio fue más testarudo que su padre y nada hizo que cam-biara de idea. Así que al final Emanuele se rindió a la idea y le ayudó en la hazaña, también porque el joven habría podido encumbrar aún más el nombre de la familia, y a la vez haría un buen servicio a su País. En abril de 1891, justo cuando nació Francisco, primer hijo de Josephine, Eugenio partió para su primera misión en Somalia. Al año siguiente Josephine dio a luz a Victoria, mientras que su tercer hijo, nacido en 1894 después de la trágica muerte de Eugenio el explorador, se llamó con el mismo nombre en memoria del heroico pero desafortunado hermanastro.
La energía que Emanuele prodigaba en todos sus actos y su excelente aspecto fí-sico no dejaron sospechar que fuera seriamente enfermo. En aquel tiempo no existían curas válidas contra la diabetes. Empezó rápidamente a  desmejorar. Siguió yendo a su oficina en el Campidoglio hasta el mes de octubre de 1899, pero luego se sintió tan débil que guardó cama durante el mes siguiente. La princesa Josephine estaba aterrorizada: todavía era joven y sabía que hubiera sobrevivido a su marido, pero no de cincuenta y tres años, como de hecho ocurrió. Ella dividía el tiempo entre los niños de ocho, siete y cinco años ignorantes de la tragedia en ciernes y la cama del marido. En el palacio reinaba una gran tristeza. Emanuele se encontraba prácticamente en coma, cuando en las primeras horas del 29 de noviembre su médico, el ilustre profesor Baccelli ordenó una sangría que pareció aliviar de momento al enfermo.
Pero saliendo de la habitación dijo el profesor: «La situación es desesperada, el fin es inminente.» Cuando su sufrimiento terminó a las 9:15 horas, estuvo presente el párroco para darle la extremaunción y rezar las oraciones para los difuntos. En el cuarto adyacente se encontraban la princesa, el hermano Luís, el caballero Albertini, jefe de su gabinete y el caballero Bianchi, secretario general del ayuntamiento. Tras el aviso, se personó en seguida el pro-alcalde con un aspecto literalmente trastornado. El Campido-glio  expuso la bandera a media asta y los romanos honraron la memoria de su alcalde durante tres días de luto oficial.
El tres de diciembre una lenta procesión atravesó el centro de la ciudad entre dos tupidas alas del pueblo conmovido. A lo largo del recorrido se dispusieron en orden dos hileras de soldados en posición de presentar las armas. El coche funerario, con seis ca-ballos enjaezados a luto, estuvo flanqueado por los dos lados por el servicio de la casa en librea, a continuación iba la princesa viuda con sus tres niños: Francisco, Victoria y Eugenio, los hijos: Mario, Catarina y Margarita con sus consortes, las más altas autori-dades del Estado, el consejo municipal al completo, el cuerpo diplomático acreditado ante el Estado italiano y los representantes de todas las instituciones benéficas y asisten-ciales fundadas por el difunto.
La procesión terminó ante la iglesia parroquial de San Bernardo, donde el carde-nal vicario había autorizado el ingreso de los restos mortales de Emanuele para celebrar una misa para los difuntos. Sin esta autorización, los restos hubieran podido solo ser bendecidos ante el entierro. Este fue un postrero gesto de generosidad del Vaticano ante el primer funcionario de la administración civil romana, en un tiempo en que la Santa Sede no había todavía olvidado la ofensa recibida de Italia y máxime cuando la familia real de los Saboya todavía estaba excomulgada.

Este es mi parentesco con mi bisabuelo Emanuele:

Don Emanuele Ruspoli, 1º Principe di Poggio Suasa , etcétera 1838-1899 &1885
Doña Joséphine Beers-Curtis (Paris, 1861-1943)
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Don Francesco Ruspoli, 1º Duca di Morignano  1891-1970 &1920
Doña Giuseppa Pia de los condes di Brazza Savorgnan (Reggio-Emilia 27 Sep 1898-Fregene 1981)
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Don Galeazzo Ruspoli, 2º Duca di Morignano 1922-2003 &1949
Doña María Elisa Soler  de los marqueses de Rabell y Borghi  1926-
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Don Carlo Emanuele Ruspoli, 3º Duca di Morignano 1949- &1975
Doña María de Gracia de Solís-Beaumont y Téllez-Girón, XX Duquesa de Plasencia, título creado en 1476.
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Doña María de Gracia Ruspoli, marquesa del Villar de Grajanejo 1977- & 2009
Don Javier González de Gregorio y Molina.


 Acerca del linaje Marescotti Ruspoli, hoy denominado simplemente Ruspoli, hay unas biografías muy exhaustivas de santos, altos oficiales, cardinales, prelados, embajadores, políticos, exploradores, poetas y héroes. En ellas se explica su origen, sus títulos, sus feudos, sus hazañas, sus obras, sus virtudes y sus defectos. Todas ellas forman parte de mi libro titulado Retratos, anécdotas y secretos de los linajes Borja, Téllez-Girón, Mares-cotti y Ruspoli, editado en 2011 con la Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía. El linaje tiene su origen documentado en Mario el Escocés, del clan Douglas y primo del rey de Escocia, nacido en el siglo VIII (en italiano Mario lo Scoto, desde el cual se derivó hacia el apellido Marescotti). Mario, segundogénito del clan Douglas, por sus méritos militares recibió el condado y feudo de Bagnocavallo, Emilia-Romaña, del emperador del Sacro Romano Imperio Carlomagno. Se estableció definitivamente en Italia y fue el primero del linaje. Muchos de los Ruspoli brillaron por luz propia. Entre la primera y segunda guerra mundial, los Ruspoli cosecharon quince medallas al valor, de las cuales cinco fueron de oro. Hay calles en Italia con sus nombres. Algunas fuentes fueron recabadas de apuntes realizados por las mismas personas, como es el caso de doña Victoria Ruspoli, hermana de mi abuelo Frank, que al morir dejó sus apuntes y retratos a su hija Emanuela, Duquesa de Segovia, quien me los trasmitió o el de Francisco Ruspoli, cuyos apuntes biográficos fueron trasmitidos por su hijo don Sforza a mi padre.
En el blog del autor de este artículo: http://carloemanueleruspoli.blogspot.com.es/  se explica brevemente la historia de este destacado linaje. Existe una genealogía detallada, así como en la web y en un Anal de la Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía.