viernes, 27 de septiembre de 2013

IKEA

Horror y fascinación de las tiendas Ikea


Me horroriza Ikea. Me fascina Ikea. Pasa lo mismo que con el sarampión o la varicela: casi todo el mundo tendrá que pasar por ahí en algún momento de su vida. Nos acercamos a sus puertas automáticas con instinto zorruno para saquear la baratez de sus productos, recorremos su scalextric dóciles como borregos y al final salimos aturdidos y cargados como mulas.

 - Compré una pala en Ikea para cavar mi propia tumba, dijo el dramaturgo Rodrigo García.

Esas tiendas han sido un fenómeno en España, y digo fenómeno en el sentido totalizador, que los huracanes y los terremotos son fenómenos naturales e Ikea es un fenómeno social. Los ángulos rectos de sus muebles han barrido como un viento del norte la forma tradicional de las casas hispánicas, que había variado poquísimo desde la era de las pelucas empolvadas. Años después del desembarco vikingo desaparece el viejo aparador aparatoso, al sinfonier apolillado de maderas oscuras, el armario armatoste y la mesa de comedor que cuesta Dios y ayuda extender cuando vienen invitados.

 - Por no hablar del contrachapado barato y franquista de los armarios de la cocina.

Cuando los muebles de este gigante empezaron a invadir las casas españolas tenían un no sé qué de buen gusto. Los ambientes made in Sweden atrapaban a la vista con sus líneas zen y sus colores planos. Al principio intuíamos que aquello sería carísimo, el sintagma “de diseño” nos atufaba a los pobres de la tierra, que estábamos resignados a la compra de muebles en el momento de la boda y poco más. El mobiliario sólo lo cambiaban los más ricos. Pero la invasión avanzó y las casas Ikea se convirtieron en algo casi vulgar.

 - ¿Qué cuernos ni qué cuernos? Cariño, me acosté con tu mejor amiga porque pensaba que era nuestro dormitorio, ¡si es que son todos iguales!

Pongámonos históricos. Es imposible concebir una cosa como Ikea antes de la caída del muro de Berlín. Su concepción bebe del capitalismo extremo: diseños y materiales atrayentes, que quedarán obsoletos en poco tiempo; precio bajo que permitirá una renovación, alentada por la compañía con sus tarjetas de descuento, sus puntos y toda esa morralla del “vuelva por aquí lo antes posible”. Pero también bebe del comunismo: ¡camaradas, aprendan a montar sus muebles, háganlo en grupo, usen las manos, trabajen, constrúyanse una casa asequible igual a las de sus vecinos! Los efectos de esta mezcla sobre la industria nacional han sido devastadores: en Yecla, que fue imperio del mueble español, cada vez quedan menos fábricas. Y es sólo un ejemplo.

 - La globalización es lo que tiene.

Cuando paseas por la zona de exposición todo resplandece. Todo huele a nuevo. Todo huele a fácil. Pero observemos bien: todo es tremendamente complejo y retorcido. Me fijé en que la iluminación varía sutilmente para darle a los muebles más caros un halo brillante, quedando en discreto segundo plano los de a veinte euros la tonelada de madera. Una mente mefistofélica ideó el itinerario, que no hay forma humana de saltarse (existen atajos, pero es más fácil encontrar el Santo Grial). Quien quiera un soporte para el papel higiénico habrá visto antes cucharas soperas, vajillas, marcos de foto, destornilladores eléctricos y toda clase de cosas que en ese purgatorio parecen indispensables. En todas las casas falta algo de vez en cuando.

 - ¿Dónde están las tijeras de la cocina? ¿No vendría bien algo para guardar las bolsas usadas?

Ikea lo sabe y coloca todos esos productos como obstáculos en el camino hacia Ítaca. Para salir de allí con lo indispensable hace falta un espíritu de samurai o un presupuesto ajustado al céntimo. Le doy las gracias a la crisis económica por haberme permitido hacer el recorrido sin posibilidad financiera de llevarme caprichos.

 - Porque cuanto más te lleves, más vas a tener que currar.

Yo pertenezco a una generación que se ha encontrado las cosas hechas. Ahora, las cosas están descomponiéndose y mi generación y las siguientes tendrán que arreglarlas. Esta empresa se complica si nos atenemos a la primera frase del párrafo: somos inhábiles, tenemos las manos suaves, nacimos mimados. Muchos miembros de mi generación, particularmente universitarios con variados títulos de desempleado, usaron por primera vez herramientas cuando tuvieron que montar sus muebles Ikea. Hablo de los hijos ineficientes de la falsa burguesía, los que a una isla desierta querrían llevarse un libro, una videoconsola o a mamá con campingás haciendo cocletas debajo del cocotero.

 - ¿Alguien sabe cómo encender una estufa de butano sin quemar la casa? (Visto en Facebook).

Me llevé de Ikea un mueble repartido en varias cajas. Esperaba que al llegar a casa y abrir los envoltorios mi armario FRÖKENFLUZEN (?) apareciera incólume como el monolito de 2001: una odisea espacial, pero no. Allí había tablas y maderos y bolsas con tornillos raros.

 - ¡Mamáaaaaaaaaa!

Lo montamos, mi esposa y yo, con heroico arrojo. Mientras tanto, reflexionaba sobre la genialidad del manual de instrucciones. Cuando uno hace un test de inteligencia tiene que manejar con la mente figuras giratorias y tridimensionales. En este sentido, quien haya diseñado mi armario debe ser una especie de Einstein de la madera. Mirando solamente dibujos esquemáticos, un torpe consigue seguir paso a paso el proceso de gestación de un objeto complejo. Además, el diseño de los tornillos y las tuercas, que no cambiaba desde la época romana, se transforma de manera que un mamotreto de ciento treinta kilos se pueda ensamblar sin máquinas. Después de la agotadora jornada de montaje, miré el armario y me sentí poderoso. Empecé a sudar y a extraviar los ojos y exclamé:

 - Lo que ha unido Dios, que no lo separe el hombre.

Mi esposa me sugirió que durmiera dentro del armario. En fin, así es como vive su esplendor una cadena de tiendas que ha enterrado a la industria del mueble de todos los países. Calidades variables, precios para todos los presupuestos y un alma comunista que obliga al consumidor a ser parte activa del montaje; disposición engañabobos de la zona de exposiciones, sumisión del consumidor al imperio del deseo, obsolescencia programada. Al menos, algo tan tedioso como comprar un mueble da mucho que pensar.



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