lunes, 1 de abril de 2013

La Penitencia


Ejercía aquel día el Malainas el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al Hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso, que día de confesiones era hoy en San Abundio, y muchas eran las beatas que se acercaban a solicitar perdón.

De sobra sabía el cura lo que habría de escuchar, que en los bancos más cercanos al confesionario, las que aguardaban muchos hacía que cumplieron los setenta y a esas edades no hubieran de ser graves las ofensas al señor, que no andan las energías para sexo ni asesinatos y tampoco para butrones.

Respondió el sacerdote “sin pecado concebida” al saludo de doña Rosario, que como todos los miércoles se levantó al alba por aligerar las tareas de la casa y ser la primera en confesarse, que creía ella que siendo la primera, más atención le ponía el cura y más hacía porque el altísimo le perdonara las faltas. Y acudía a la cita preparada, que de casa traía la mitad hecha, que repaso había dado a los pecados y completo tenía el examen de conciencia y además de los dolores del reuma, se traía a la iglesia el dolor de contrición y como era arrepentida de todo, también traía el propósito de enmienda. Y todo traía menos lo más importante, que lo mismo que las tapias oía la Rosario y olvidado se había del audífono.

Escamó al Malainas el que la vieja recitara de corrido los pecados y no como otras veces hiciera pausa después de cada uno para escuchar los consejos del cura, pero como eran estos los de siempre esperó paciente a que la anciana se los relatara. Y le contó esta, que por la ventana espiaba a los de al lado y luego andaba de chismorreo con otras comadres poniéndolas al día de las miserias de estos, y se sentía protagonista por conocer los secretos. Y que aún teniendo azúcar, más de cuatro cucharadas le pidió a la de arriba sólo por incomodarla, que cansada estaba de que tendiera la colada en la terraza y le goteara en la suya. Y que al ambulatorio acudía muchas mañanas aquejada de  dolencias que no tenía y sacaba recetas para tener medicinas que no necesitaba. Y que le sisó en la compra a una impedida que le encargó un melón del mercadillo y le dio dos euros, y  no llegó a tanto la cuenta y se quedó con la vuelta. Y el domingo no fue a misa, que estuvo viendo la boda de una artista que daban en la tele. Y le quitó una carta a los de enfrente por saber los cuartos que guardaban en el banco, que habían comprado coche nuevo y se le hacía que hasta el cuello andaban de deudas. Y no visitó a la Jesusa que estaba mala, que un día no la saludó en la tienda y se la tenía guardada. Y no dio nada en la colecta otro domingo, que había oído en la radio que muchos cuartos tenía el Vaticano. Y no rezó el rosario el lunes, que estuvo entretenida en guisar pimientos. Y no fue al entierro de un primo suyo, que mal se había portado en el reparto de la herencia de una tía. Y se llevaba mal con la hermana y su cuñado que aquel año cogieron aceituna de sus olivos y no le dieron parte. Y mal hablaba de muchos y los difamaba y hasta el cura era blanco de sus maledicencias, que decía de él que muy estirado llevaba el cuello para ser tan poca cosa.

Acabaron aquí los pecados de doña Rosario y dio comienzo el calvario del cura que preguntó a la confesada si estaba arrepentida y esta contestó “¿qué?”. Subió el tono el sacerdote y repitió la pregunta y de vuelta tuvo la misma contestación. A gritos acabó el cura preguntando y ni por esas, que seguía la vieja sin percibir sonido. Dio por un si el “¿qué?” que dijo la anciana y le dio la absolución. Y pasó luego a  establecer penitencia. Y le mandó dos rosarios y diez avemarías. Y  la vieja preguntó “¿qué?”. Y más potente ordenó los rosarios, y más fuertes las avemarías. Y tornó el “¿qué?” a la boca desdentada. Y volvió el cura más alto. Y le dio lo mismo. Y tantas voces daba el cura, que las viejas que esperaban confesión pensaban en salir escopetadas de la parroquia. Por veinte rosarios iba ya el cura y seguía la vieja preguntando y cuando se consumió la paciencia del confesor, salió del locutorio, cogió a la anciana de los sobacos, la colocó frente al altar y con voz que sonó sobrehumana le ordenó “ reza lo que en gana te venga vieja de los demonios”. Y rezó la vieja dos rosarios y diez avemarías.  Y me extrañó de que cumpliera la penitencia que le impuso el cura, que pensábamos todos que el vejestorio de nada se había enterado. Y reflexioné en ello y concluí que son muchos los sordos que no quieren oír.

No hubo más confesiones aquel día que las que  guardaban turno, haciendo “fú” como los gatos salieron de la iglesia. Y tornamos el cura y yo a otras ocupaciones.

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